domingo, abril 28, 2013

Sin sueños

—Yo lo único que pido es un poco menos de vulgaridad —le dije al padre Valdivia en mi última visita al claustro de San Juan Bosco— una salida a este asco universal que me posee.
—No te podemos recibir aquí, no tienes vocación —me dijo Huir es tarea de suicidas y como no has reunido aun el valor para ello, tendrás que arreglártelas en ese fango en que está convertido el mundo. Es una expresión dramática en la que por supuesto no creo. El mundo siempre ha sido esta mezcla de caos y turbiedad, no cabe escandalizarse de ello. Pero hay quienes lo sobrellevan con más realismo que tú porque en su ignorancia o inteligencia cuentan con una virtud capital: la de no tomarse en serio, la de no hacer caso a su finitud y renunciar a su singularidad (o darla por sentado sin contraste: mejor todavía), la de equipararse a los animales en su presunta inconsciencia de la muerte que los salva del delirio de trascendencia.
—No sé si los animales ignoran que van a morir, padre Valdivia. Alguna vez mi tío Higinio se asoció con mi tío Daniel en la cría de cerdos. Los chiqueros rebosaban de mierda y maíz, los animales no hacían otra cosa que tragar lo que encontraban, incluso sus propias crías si no las apartaban a tiempo luego del nacimiento. El negocio no prosperó y casi todos los animales fueron vendidos. Cuando ya quedaban dos o tres, decidieron sacrificarlos para hacer una de esas fiestas atroces de que está lleno el país todos los fines de semana (carne bañada en grasas sobrequemadas acompañada de bebidas azucaradas, vino y cerveza aguachinados, música que rebasa la capacidad de las bocinas para reproducir eructos). Mis tíos se presentaron al chiquero con un par de cuchillos enormes cuyo brillo quizá explicara la inquietud inmediata que se apoderó de los cerdos, aun antes de que cualquiera de ellos fuese perseguido o herido de muerte. Sabían que iban a morir. Yo los miré por encima de la barda y uno de los más desesperados se detuvo frente a mí y encajó sus ojos minúsculos en los míos en una expresión de horror que nunca olvidaré. Su pausa cavilatoria le costó la vida porque mi tío Higinio le clavó enseguida un cuchillo en el cuello aprovechando su inmovilidad. Un chorro de sangre brotó de inmediato mezclándose en el suelo con las heces y el maíz quebrado. El animal gruñó hasta que se desplomó en el suelo, convulso. Sus ojos quedaron abiertos con la misma expresión de cuando se detuvo a verme.
No te desvíes, hijo. Sabes bien que los animales huelen las secreciones debidas a la excitación, el pánico o el apareamiento. No componen sinfonías ni se dejan abrumar por el escaso progreso de la ciencia. No hay reflexión.
—Puede ser. Pero mi inconformidad no es profesional, padre. No me decepciona tanto descubrir que no estoy llamado a revolucionar el pensamiento científico ni que la creación de nuevo conocimiento en estos tiempos sea una labor burocratizada con jerarquías y métodos y vicios; lo que me apena es no encontrar a mi alrededor un interés auténtico por ese saber que quedó bajo nuestra égida. Mis colegas olvidaron el placer de sus respectivas profesiones, apenas hacen amago de querer transmitirlo y por eso se hacen llamar docentes, pero son voceros tan apasionados por sus invariables repeticiones como un ayudante de contaduría. Que las instituciones estén cooptadas por gentuza como el Dr. Kurva sería más tolerable si tuviese al lado personas con una proporción mínima de raciocinio y moral, con una pizca de genuino interés e inteligencia, de amistad.
—No eres un hombre religioso, lo fuiste. Si aun conservaras esa capacidad en tu corazón podrías sobrellevar tu soledad con más dignidad y no te asaltarían pensamientos apocalípticos disfrazados de ascetismo. Confiarías en que Dios está por venir, en que la asimetría que te rodea es temporal, pero también con motivaciones tan sensatas como inescrutables. Pero sufres justamente porque entre el animal que ignora que va a morir y no concibe trascendencias y el hombre espiritual que erige un templo en su interior para lidiar con el mundo, has escogido la tercera vía: la del ateísmo arrogante que cuando ve flaquear sus fuerzas descubre que no quiere Dios, pero quiere amigos, no quiere religión, pero quiere ciencia, no quiere espiritualidad, pero no soporta que la gente sea más práctica y menos idealista que él. No sabes jugar con tus propias reglas.
—Pero padre: corazón, espíritu, trascendencia, ¿cómo van a salvarme esas palabras? Usted me conoció de niño en su parroquia de San Gregorio Magno. Usted me vio acudir cada domingo a misa, hacer la primera o segunda lecturas con devoción, regresar a mi casa convencido y en paz y en orden, listo para iniciar otra semana en la escuela y sacar las mejores calificaciones y obedecer a mi mamá y tratar de ser amigo de mis compañeros. Era fácil y hasta placentero. Pero a los dieciséis algo se quebró irremediablemente y no pude más. Ignoro qué lo causó, si el paulatino descubrimiento de las inconsistencias del mundo, las contradicciones de mis figuras de autoridad, la incompatibilidad de mi vida sexual con la sociedad que me estaba criando, no sé, pudo ser cualquier cosa. Los jóvenes no toleramos la incongruencia y somos incapaces de ver la propia. Por eso, sin percatarme, hice una sustitución: confié en la limpieza de mi ciencia para ir por el mundo y distanciarme de lo que se me aparecía podrido. Una religión por otra.
—Y volvieron los problemas. El cuento es conocido, hijo. Todo fue puro mientras tu madre y tus maestros te pudieron mantener al margen del mundo. Cuando esto ya no fue posible hiciste tu elección, sustitución dices. Pues bien. Lo que siguió fue peor, ¿no es cierto? Años de comprobar que nada era lo que decía ser, de confrontaciones y destierros, de ir hasta el fin del mundo sólo para confirmar lo que ya sospechabas: que todo cojea, que a la justicia le falta un ojo, que las bases que escogiste para edificar una vida congruente las comparten mercenarios y corruptos, sanguijuelas y parásitos, canallas de toda ralea y aun las presiden mafiosos como el Dr. Kurva. Una diferencia hay respecto a tu primera gran decepción de los dieciséis: ahora tu tiempo ha pasado ya.
—Lo que hacemos importa, padre Valdivia. Usted debe estar de acuerdo.
—No me metas en tu saco, yo no tengo esos problemas. No me considero particularmente sabio, pero tuve la fortuna de aprender a ambicionar muy poco. Lo que hacemos importa, sí. Lo que hacemos, no lo que dejamos de hacer. ¿Podrás un día tener el amor suficiente para hacer algo sin que te falte el aliento a los cinco minutos por considerar que tampoco eso merece atención? No lo sé. Tu salud flaquea, quizá esto se resuelva antes de lo previsto.
—O me suicide. Luna lo hizo y me enseñó matemáticas durante dos años, justamente al final de mi período religioso. Él tuvo motivaciones de salud, cáncer pulmonar me parece, pero también económicas y sin duda religiosas, pues era un hombre que se preciaba de ser ultracatólico y tenía un modo de vida circunspecto que...
Sí, sí, todas las virtudes de quien ya escogió la derrota y no puede ser vencido, ¿verdad? Quieres abandonar, quieres venir a este claustro o a un país extranjero y remoto. Quieres hacer voto de silencio para no participar de la cháchara estúpida del mundo que te ha decepcionado. Pero eres demasiado ambicioso para saltar del barco que construíste por mucho que haga agua y falten víveres y las ratas se traguen ya entre sí. Te quedarás en él. Quizá más pronto que tarde no te quede más que una sola tabla en qué apoyarte y las olas se te aparezcan cada vez más crecidas y el cielo se encapote como un ojo amoratado. Cuestión de tiempo para que entonces te dejes hundir quietamente y desaparezcas en las profundidades, marinero perdido que por fin recogerá su premio... Ahora debo irme. Que Dios te bendiga, hijo.
—Padre Valdivia, yo... —se levantó de su silla, desapareció tras los portales.
De vuelta a casa me he echado a dormir. Sin sueños.

domingo, abril 21, 2013

Argumentieren Sie nie mit einem Idioten

Decía el padre Valdivia —que aunque no era psiquiatra pasó su vida en sanatorios mentales— que la presunción de sanidad mental que uno hace sobre los demás es demasiado fuerte para abandonarla ante cualquier cúmulo de evidencias en contra. Deseamos creer que los demás están cuerdos, aun si manifiestamente no lo están. Poco importa que se nos presente un individuo alcoholizado o Down o víctima de alguna atroz enfermedad mental, nos resistimos a descartar el razonamiento y a no dar crédito a sus palabras, nos gana la idea de que alguna parte de lo que dicen debe ser tomada en cuenta y así terminamos imperceptiblemente envueltos en su discurso y aun disgustados o actuando movidos por lo que nos provocó el intercambio. Una desafortunada tendencia.
Cuando volví a mi patria —un poco a regañadientes y seguro de que no volvería a alcanzar el mismo nivel— acepté gustoso la invitación del Doctor Kurva a colaborar, no sólo porque era un experto con gran influencia en los organismos científicos de este país (desde siempre embobado con los extranjeros, sobre todo si son rubios y tienen nombres manifiestamente foráneos; en el caso de ciencias más si son eslavos), cuanto porque no tenía colegas con los cuáles trabajar o tan siquiera hablar de aquello a lo que me había dedicado en mis largos años extranjeros: mis compatriotas sólo tenían tiempo para fútbol, pleitos domésticos, alguna borrachera aislada y mucho cotilleo enmedio de carbohidratos desmedidos y grasas polisaturadas. Una oportunidad extraordinaria, pensé, pues al Doctor Kurva lo conocen y citan en todas partes del mundo, le invitan a universidades francesas y norteamericanas (como aquella en la que lo conocí cuando allá vivía) e hindúes e israelitas y aun australianas, según me he enterado luego.
—Te invito porque eres hombre capaz y talentoso, no cualquiera trabaja con el Doctor War por años, por eso contacto a ti, por eso quiero colaboremos— me decía en su español aproximativo de artículos ausentes o mal empleados, respirando con la dificultad inherente de sus ciento treinta y cinco kilos de peso y sesenta años de edad.
—Gracias Doctor, por supuesto que me interesa realizar trabajo conjunto.
Apenas me hice de la plaza, lo invitamos. Lo recibí con emoción, pensando con ingenuidad que le interesaba la ciencia, su país adoptivo —el mío— y hasta algunos aspectos culturales y filosóficos, pues prodigaba consejos como un patriarca y opinaba sobre lo público, lo privado y lo que se terciara sin apenas reparar en su pertinencia. No escuchaba, claro está, pero yo lo atribuía meramente a que no nos encontrábamos a su altura. Trabajé mucho en aquella semana siguiendo sus sugerencias. Me obligaba a estudiar los temas en los que él era experto y a utilizar los míos como meros apéndices para completar sus ideas. Pensé —como un primerizo— que aprendería mucho de él, o tal vez fuera simplemente que me traicionaba mi antigua necesidad de mentores, mi vieja creencia en los guías o maestros.
—Envidia es termómetro de mis éxitos— me decía parafraseando a Dalí. —Mira este correo que recibí hoy por mañana.
Solía hacer esa clase de revelaciones para impresionarnos con su prestigio: correos donde otros expertos le reclamaban prácticas mafiosas y sectarias en comités internacionales de evaluación para revistas, conferencias, publicación de libros y aprobación de proyectos. Flagrantemente hacía o contestaba llamadas innecesarias de otros colaboradores suyos sólo para demostrar que movía los hilos, que influía, que nada se escapaba a su conocimiento ni prescindía de su aprobación.
Se hacía recibir en el aeropuerto, hospedar en hoteles con alberca (en esta ciudad en que escasea el agua) y llevar a desayunar, comer y cenar mariscos, especialmente ostiones. Luego de sus excesos gastronómicos se quedaba dormido en el sillón de mi oficina, para regocijo de mis estudiantes y del propio director que empezaba a bromearme veladamente sobre el asunto: "¿Colaboran en la degustación de ostiones, cabrón?", "¿Cuántos kilos de carne va a costar su próxima visita?". Despertaba para dar instrucciones, pero nunca programaba una línea ni escribía una sola ecuación, apenas señalaba con el dedo, decía si íbamos bien o mal según su parecer, a veces simplemente balbuceaba.
 —La nuestra ciencia es matemática, pero también relaciones. Tú debes casarte —me decía elevando los ojos pequeños detrás de sus gruesos lentes— porque sin mujer no hay integración social, debes comprar terreno, debes mostrar estudiantes que ciencia sí da dinero para vivir bien, como hace Doctor A.
—El Doctor A tiene su dinero por antigüedad, Doctor, no por trabajo científico.
—Es igual: él muestra a mundo cómo vivir, para la ciencia te tiene a ti.
—Es injusto, ¿no le parece? A veces no veo cómo vamos a hacer escuela, esto es casi un trabajo individual.
—Pero tienes apoyo, yo te di nivel de investigador en evaluaciones, con eso ya tendrás cincuenta mil pesos ¿no?
—No Doctor, no llego a la mitad.
—¿En serio? Qué lástima. Hay que publicar resultados que hicimos.
No se publicaron, pese a que nos expolió un par de visitas más a lo largo de diez meses. Con extraordinaria lentitud nos hizo corregir o agregar detalles adicionales minúsculos en trabajos que ya dábamos por terminados. Nunca quedaba satisfecho, lo que no supe bien si atribuir a nuestra incapacidad o a su perfeccionismo. Pero pedirle que él hiciera los ajustes necesarios era imposible: no estaba dispuesto a invertir un solo minuto de su tiempo como no fuera para nadar en la piscina del hotel, controlar por medio de correos y llamadas a sus colaboradores y comer ostiones. Cuando por fin no tuvo más qué decir de uno de los trabajos realizados, dijo:
—Creo que esta idea no tiene mucha carne. Qué lástima.
El director me citó a las pocas semanas de la última visita del Doctor Kurva. Temí que me sancionara con justa razón por haberle convencido de invertir en personaje tan impresentable, pero no contaba con que la advertencia del padre Valdivia lo abarcara a él también: si yo había obrado con ingenuidad, él agregaría un eslabón más a aquella inverosímil cadena, todavía confiado en los beneficios del trato con el Doctor Kurva:
—Hay un excedente presupuestal, mínimo, pero excedente. ¿Qué te parece si vas a la capital y terminan ahí el trabajo? ¿te convendría eso?— me propuso el director.
Acepté. El Doctor Kurva se apresuró a ofrecerme su casa:
—Mi casa es tu casa. Es tradición del mío país dar casa a amigos. Para enemigos es hotel.
Debí haber aceptado, pero no lo hice. Me quedé en un hotel del centro alegando que aquello ya estaba pagado por mi universidad.
Kurva no alteró en nada sus rutinas y apenas tomó en cuenta mi existencia. Se fue de viaje en la segunda semana de mi estancia, me dejó plantado en una ocasión afuera de su casa, me invitó a comer una sola vez. Los trabajos pendientes siguieron estándolo a la espera de que su eminencia se hiciera cargo. Di por sentado que nunca lo haría y así regresé desilusionado a provincia. En castigo, el director aumentó mi número de clases este semestre.
Hoy recibí correo del Doctor Kurva. Me dice que hay una convocatoria para ellos a fin de visitar universidades foráneas. Éstas tienen que pagar la estancia y la mitad del pasaje, ellos ponen la otra mitad del transporte. Me indica —me instruye— que llene la solicitud que él debe llenar. El padre Valdivia ha escuchado el caso y me recomienda internarlo. Le pido que mejor me lleve a mí.

domingo, abril 14, 2013

La juventud que vendría

Cuando me hundía en la alberca municipal dando brazadas —un, dos, tres, un, dos, tres— pensaba con ilusión en los días que vendrían una vez que aquello terminara y tuviese que recoger las cosas de mi cuarto y hacer las maletas y despedirme de cada colega extranjero y más o menos empático o elíptico, para volver a ti y a los desayunos dominicales en medio del murmullo del noticiero local y de los lejanos ecos del coro de la misa de diez, al reacomodo inacabable de nuestra biblioteca mínima y a los excursos nocturnos cuando te fueras a trabajar y el viento me soplara juventudes. Entre brazada y brazada tomaba aire, a veces agua, dejaba correr musiquillas en la cabeza con letras cursis y más o menos reivindicativas. Esperaba.
Yo no he sido viejo todo el tiempo y menos en la piscina, pues era entonces cuando quedaba suspendido el presente para dar paso a un cómodo limbo donde hasta el cuerpo era más ligero. Poco importaba que ya hubiese rebasado la treintena y que la depresión productiva en que me hallaba instalado no me diera apenas tiempo de rasurarme (lo que en buena medida me hacía simpático para los magrebíes y un poco menos tolerable para los franceses): yo rejuvenecía con cada minuto transcurrido con la cabeza sumergida en agua hipercolorada y los ojos hipertiroideos detrás de nublados goggles. Ilusiones, desde luego, que cualquier observador externo e imparcial, casi científico, habría descartado como infundadas, vista no sólo la cada vez mayor lentitud de mis movimientos sino también su mayor pesadez y escasa gracia. Pero lo que cuenta no es la historia que transcurre a los ojos del ojo mecánico, sino la que discurre por su anverso, aquella que preludiaba la juventud que vendría.
En definitiva eras tú la fuente de aquel optimismo, o lo que yo imaginaba de ti en aquellos minutos de ir y venir contando vueltas de cien metros y sintiendo corrientes frías o calientes según me acercaba o alejaba de la fosa de clavados. Nunca he sido bueno para engañarme, pero sí para construir sistemas filosóficos tan bien atados en su lógica interna que sean impermeables a la razón y aun resistentes a la realidad. Si esos sistemas están bajo el agua, aislados del mundanal ruido, todavía mejor. Así que de la piscina salía no sólo limpio del hedor que produce la tristeza cotidiana cuando ya se da por sentada, sino convencido de que en los días por venir —estos días— estarías tú y la juventud sería restaurada. Reanudaríamos la conversación que quedó suspendida en Santa María Tequepexpan, la investigación de nuevos sitios dónde hacer el amor, el perfeccionamiento de la receta para una buena sopa de letras. Volverían la televisión y los libros, la veintena.
Has de comprender que ahora me encuentre un poco alterado de los nervios. Ya no estoy en el norte de Francia y hace años que no veo una piscina. Los gringos sureños que me rodean —arribistas primitivos de mentalidad campesina o ganadera sólo tienen gusto por las alberquitas de plástico y las puertas faraónicas donde posan envueltas en colores chillantes sus estúpidas hijas quinceañeras y sus obesas esposas de mosqueado aparador de carnicería. Los jóvenes no quieren otra cosa y ya se apuran a escoger la solución más estable y el futuro más acotado, la mejor sustituta de sus madres y la diversión más repetitiva posible; viejos prematuros de los que no puede venir el futuro imaginado en cientos de minutos de concentrada recreación —un, dos, tres, un dos, tres— a brazo partido en agua extranjera. Dices que ya vienes, pero no fue aquí donde acordamos volver a empezar.
Te espero. Nada deseo más. Pero sospecho que tú ya sabías que ella no volverá.