domingo, abril 21, 2013

Argumentieren Sie nie mit einem Idioten

Decía el padre Valdivia —que aunque no era psiquiatra pasó su vida en sanatorios mentales— que la presunción de sanidad mental que uno hace sobre los demás es demasiado fuerte para abandonarla ante cualquier cúmulo de evidencias en contra. Deseamos creer que los demás están cuerdos, aun si manifiestamente no lo están. Poco importa que se nos presente un individuo alcoholizado o Down o víctima de alguna atroz enfermedad mental, nos resistimos a descartar el razonamiento y a no dar crédito a sus palabras, nos gana la idea de que alguna parte de lo que dicen debe ser tomada en cuenta y así terminamos imperceptiblemente envueltos en su discurso y aun disgustados o actuando movidos por lo que nos provocó el intercambio. Una desafortunada tendencia.
Cuando volví a mi patria —un poco a regañadientes y seguro de que no volvería a alcanzar el mismo nivel— acepté gustoso la invitación del Doctor Kurva a colaborar, no sólo porque era un experto con gran influencia en los organismos científicos de este país (desde siempre embobado con los extranjeros, sobre todo si son rubios y tienen nombres manifiestamente foráneos; en el caso de ciencias más si son eslavos), cuanto porque no tenía colegas con los cuáles trabajar o tan siquiera hablar de aquello a lo que me había dedicado en mis largos años extranjeros: mis compatriotas sólo tenían tiempo para fútbol, pleitos domésticos, alguna borrachera aislada y mucho cotilleo enmedio de carbohidratos desmedidos y grasas polisaturadas. Una oportunidad extraordinaria, pensé, pues al Doctor Kurva lo conocen y citan en todas partes del mundo, le invitan a universidades francesas y norteamericanas (como aquella en la que lo conocí cuando allá vivía) e hindúes e israelitas y aun australianas, según me he enterado luego.
—Te invito porque eres hombre capaz y talentoso, no cualquiera trabaja con el Doctor War por años, por eso contacto a ti, por eso quiero colaboremos— me decía en su español aproximativo de artículos ausentes o mal empleados, respirando con la dificultad inherente de sus ciento treinta y cinco kilos de peso y sesenta años de edad.
—Gracias Doctor, por supuesto que me interesa realizar trabajo conjunto.
Apenas me hice de la plaza, lo invitamos. Lo recibí con emoción, pensando con ingenuidad que le interesaba la ciencia, su país adoptivo —el mío— y hasta algunos aspectos culturales y filosóficos, pues prodigaba consejos como un patriarca y opinaba sobre lo público, lo privado y lo que se terciara sin apenas reparar en su pertinencia. No escuchaba, claro está, pero yo lo atribuía meramente a que no nos encontrábamos a su altura. Trabajé mucho en aquella semana siguiendo sus sugerencias. Me obligaba a estudiar los temas en los que él era experto y a utilizar los míos como meros apéndices para completar sus ideas. Pensé —como un primerizo— que aprendería mucho de él, o tal vez fuera simplemente que me traicionaba mi antigua necesidad de mentores, mi vieja creencia en los guías o maestros.
—Envidia es termómetro de mis éxitos— me decía parafraseando a Dalí. —Mira este correo que recibí hoy por mañana.
Solía hacer esa clase de revelaciones para impresionarnos con su prestigio: correos donde otros expertos le reclamaban prácticas mafiosas y sectarias en comités internacionales de evaluación para revistas, conferencias, publicación de libros y aprobación de proyectos. Flagrantemente hacía o contestaba llamadas innecesarias de otros colaboradores suyos sólo para demostrar que movía los hilos, que influía, que nada se escapaba a su conocimiento ni prescindía de su aprobación.
Se hacía recibir en el aeropuerto, hospedar en hoteles con alberca (en esta ciudad en que escasea el agua) y llevar a desayunar, comer y cenar mariscos, especialmente ostiones. Luego de sus excesos gastronómicos se quedaba dormido en el sillón de mi oficina, para regocijo de mis estudiantes y del propio director que empezaba a bromearme veladamente sobre el asunto: "¿Colaboran en la degustación de ostiones, cabrón?", "¿Cuántos kilos de carne va a costar su próxima visita?". Despertaba para dar instrucciones, pero nunca programaba una línea ni escribía una sola ecuación, apenas señalaba con el dedo, decía si íbamos bien o mal según su parecer, a veces simplemente balbuceaba.
 —La nuestra ciencia es matemática, pero también relaciones. Tú debes casarte —me decía elevando los ojos pequeños detrás de sus gruesos lentes— porque sin mujer no hay integración social, debes comprar terreno, debes mostrar estudiantes que ciencia sí da dinero para vivir bien, como hace Doctor A.
—El Doctor A tiene su dinero por antigüedad, Doctor, no por trabajo científico.
—Es igual: él muestra a mundo cómo vivir, para la ciencia te tiene a ti.
—Es injusto, ¿no le parece? A veces no veo cómo vamos a hacer escuela, esto es casi un trabajo individual.
—Pero tienes apoyo, yo te di nivel de investigador en evaluaciones, con eso ya tendrás cincuenta mil pesos ¿no?
—No Doctor, no llego a la mitad.
—¿En serio? Qué lástima. Hay que publicar resultados que hicimos.
No se publicaron, pese a que nos expolió un par de visitas más a lo largo de diez meses. Con extraordinaria lentitud nos hizo corregir o agregar detalles adicionales minúsculos en trabajos que ya dábamos por terminados. Nunca quedaba satisfecho, lo que no supe bien si atribuir a nuestra incapacidad o a su perfeccionismo. Pero pedirle que él hiciera los ajustes necesarios era imposible: no estaba dispuesto a invertir un solo minuto de su tiempo como no fuera para nadar en la piscina del hotel, controlar por medio de correos y llamadas a sus colaboradores y comer ostiones. Cuando por fin no tuvo más qué decir de uno de los trabajos realizados, dijo:
—Creo que esta idea no tiene mucha carne. Qué lástima.
El director me citó a las pocas semanas de la última visita del Doctor Kurva. Temí que me sancionara con justa razón por haberle convencido de invertir en personaje tan impresentable, pero no contaba con que la advertencia del padre Valdivia lo abarcara a él también: si yo había obrado con ingenuidad, él agregaría un eslabón más a aquella inverosímil cadena, todavía confiado en los beneficios del trato con el Doctor Kurva:
—Hay un excedente presupuestal, mínimo, pero excedente. ¿Qué te parece si vas a la capital y terminan ahí el trabajo? ¿te convendría eso?— me propuso el director.
Acepté. El Doctor Kurva se apresuró a ofrecerme su casa:
—Mi casa es tu casa. Es tradición del mío país dar casa a amigos. Para enemigos es hotel.
Debí haber aceptado, pero no lo hice. Me quedé en un hotel del centro alegando que aquello ya estaba pagado por mi universidad.
Kurva no alteró en nada sus rutinas y apenas tomó en cuenta mi existencia. Se fue de viaje en la segunda semana de mi estancia, me dejó plantado en una ocasión afuera de su casa, me invitó a comer una sola vez. Los trabajos pendientes siguieron estándolo a la espera de que su eminencia se hiciera cargo. Di por sentado que nunca lo haría y así regresé desilusionado a provincia. En castigo, el director aumentó mi número de clases este semestre.
Hoy recibí correo del Doctor Kurva. Me dice que hay una convocatoria para ellos a fin de visitar universidades foráneas. Éstas tienen que pagar la estancia y la mitad del pasaje, ellos ponen la otra mitad del transporte. Me indica —me instruye— que llene la solicitud que él debe llenar. El padre Valdivia ha escuchado el caso y me recomienda internarlo. Le pido que mejor me lleve a mí.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Mis alumnos se mostraron desilusionados cuando les expliqué que la ciencia no da billetes. Ante sus variados contraejemplos a mi afirmación, Gates, Jobs, Hawking, tuve que señalar sus profesiones: empresarios todos.

Creo que debo dejar de citar al Dr. Peludo y animarlos con las historias del Dr. Kurva.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Se equivoca Vuesa Merced: el Dr. Kurva también es empresario... de la nostra ciencia, capicci?

Anónimo dijo...

Claro que no, sólo que ha entendido bien la política mexicana "vivir fuera del sistema es vivir en el error".

J. Antonio dijo...

Espero que mi presunción de sanidad mental de la UNAM no esté tan desviada!

He desviado mi camino. Terminé ing. en computación en la UDG pero me harté de tantos Kurbas de ciento y feria kilos!

Ahora, al menos, estaré un poco más lejos de las máquinas y más cerca de las montañas.

Es una lástima. Si con alguien debí haber hecho ciencia o filosofar debió haber sido con el Bernal. Él si tuvo cultura y arte y, por ende, intenta contestar la pregunta más importante para la ciencia: ¿por qué? al menos, esa es la que más disfruto yo.

Ciencias de la tierra, ahí voy!!!

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

¿Volver a estudiar? J. Antonio: ¡no es Usted un 'sano mental', sino un valiente! Mucha suerte.