jueves, julio 14, 2011

Vida de Ferrante, hijo


De tanto compartir su intimidad, pero también gracias a mis progresos, empezaba a sospechar que no era inalcanzable. Era posible rebasarlo porque intuía sus límites, aunque aun me faltaran años para llegar a ese punto y quizá no me apeteciera hacerlo (la coartada ideal para la pereza o la estulticia, nunca se sabe). Tomé nota del momento en que se asentó su espíritu, como una agitación que cesa y una inquietud que cae hasta formar un poso en el fondo de su vida, no exactamente una renuncia cuanto una resignación bien meditada, realista, casi pragmática. Una forma de alzarse de hombros, pero también de acomodarse en el mundo que por acuerdo entre el azar y su voluntad, le tocó en suerte. Sus rutinas fueron las mismas, pero sus entusiasmos y su aprensión dejaron de consumirle para volverse animales dóciles, domesticados. Yo era parte de su conformación, junto con su contrato indefinido de trabajo y su matrimonio. "Se hace lo que se puede", decía.
Por recomendación suya -una vez terminada la maestría y tal vez siguiendo sus pasos para mejor superarle- llegué a Francia. No me hacía ilusiones. Sabía que le había decepcionado durante la tesis y que aunque formalmente fuera mi coasesor de doctorado ya no me prestaría tanta atención, pretextando la distancia, sí, pero también confiado en que sus ex-colegas del laboratorio francés se ocuparan de mi trabajo por completo: Guerlain, su ex-jefe, con el pelo completamente blanco y el vicio del cigarro retomado con gusto; Lober, el maître de conférences por excelencia con su fino sentido de la ironía y un cuarto hijo que llegó demasiado tarde; Prats, divorciado, calvo, mejor programador que nunca. Jamás comprendí enteramente si seguían o no mi trabajo, especialmente Guerlain, para quien todo resultaba insuficiente mientras se hacía y muy defendible una vez publicado, pero también advertí que hacía ya mucho tiempo que ellos habían cruzado el punto de inflexión que mi antiguo mentor cruzó delante de mis narices: estaban asentados, tranquilos, rutinarios incluso en sus preocupaciones y exabruptos, convencidos de que no se pueden pedir peras al olmo y que insistir es tarea de necios. No se me escapaba que para ellos fui más olmo que peral. No se me escapaba que tenían razón. Aprendí así pues, forzosamente, a repartir la culpa de manera racional. O razonada, al menos.
Era sencillo, argumentaba, pues de tanto querer imitarlo he terminado por recorrer sus pasos sin recorrer el mismo camino. ¿Culpa mía? Puede ser. Parcialmente. Pero convengamos también en que no se pueden compartir maestros de una generación a otra. Los suyos fueron los míos, de acuerdo. Llevaban los mismos nombres. Trabajaban en las mismas escuelas. Pero habían pasado trece años entre tanto y lo que a mí me tocó no fue precisamente más experiencia o solidez, sino acomodamiento y parálisis, un grupo de hombres que de tanto participar del engranaje habían terminado por convertirse en la maquinaria misma: ciega, autómata, indiferente. Cínicos expertos o enajenados indisculpables, ya eran incapaces de verme a mí o a cualquier otro estudiante, por no hablar de las personas en general, bultos que acompañaban la decoración del mundo. Su mundo.
Quizá estoy siendo injusto con mi mentor. ¿Cómo puedo reprocharle que hace años hubiese aceptado quemar sus naves para quedarse en Santa Teresa luego de que sus entusiasmos le obligaron a errar por todo el mundo y sacrificar su vida personal? ¿Cómo echarle en cara que haya abrazado la serenidad luego de años de combate, un combate duro, amargo, condenado al fracaso desde sus inicios y que en vez de cambiar el mundo o mover consciencias sólo le trajo una mediocre fama de apestado? No puedo. Menos aun desde esta oficina en el norte francés donde yo mismo he decidido quemar mis naves. Menos cuando todo ha quedado atrás, incluyendo mis padres, mi hermano (¿dónde estará mi hermano?), mis antiguas novias y mis viejos amigos. En un momento más vendrá mi mujer con los niños para ir a hacer la despensa. Nunca han estado en mi país. Nunca, quizá, lo conozcan. Por la televisión miramos los crecientes disturbios que arrasaron sus ciudades, la sobrepoblación de este siglo que pasa factura, la marea de sur a norte que ni Escandinavia podrá parar. Sé que piensan que he ganado. Bien.
¿Hasta cuándo?