martes, junio 11, 2013

Nunca podré morirme

Han sido ya demasiados vuelos, de modo que es normal que no pudiera notarlo luego de concluir mi más reciente viaje trasatlántico (botella de vino para la cena, una película completa y otra a la mitad, secciones enteras de un libro en lengua extranjera, artículos de una revista de actualidad discutible y alguna canción aislada que me sugería transiciones irreversibles), aun si por primera vez no hablé con nadie en el trayecto y no me hice ilusiones de ninguna especie sobre los asuntos —prácticos todos— que me llevaban a estas tierras permanentemente frías, señal de que me distanciaba ya de las esperanzas propias de la gente condenada al tiempo que planifica minuciosamente la circunstancia y hora en que ha de morir. Pero cuando intentaron asaltarnos al regreso de la universidad y sólo consiguieron detenerse en medio de sus propios gritos a unos centímetros de mi cara dejándome saborear su aliento alcohólico de siglos sin conseguir asustarme las manos me temblaban lo comprendí con la claridad meridiana que le faltaba al cielo encapotado: nunca podré morirme.
Reconozco haber sido escéptico al principio, pues una cosa era que comprendiera con claridad lo que sucedía y otra que lo diera por sentado sin ese sentimiento de culpa alienante que produce saberse dueño de algo excepcional, testigo de un milagro que nadie está dispuesto ya no a creer sino a consentir: 'Me matarían', pensé. Y luego me eché a reír con la imposible complicidad de el Chino que no podía saber de qué lo hacía, pero que se dejó contagiar con gusto por ese largo ataque de carcajadas con que se saldó lo que en principio podría parecer simple alucinación y que, ya que lo incluí a él, bien pudiera pasar por uno de esos casos de histeria colectiva de los que ha quedado famoso registro en sitios no muy lejanos de aquí como Mons y en tiempos no muy pretéritos como la primera gran guerra.
¿Qué autor había hablado del asunto? ¿Gawsworth, Machen, Shiel? Debió ser algún británico para escribir aquellas líneas zalameras para con la Corona y tan cargadas de fantasmas como nunca lo han estado las tierras de Flandes ni del Hainaut-Cambrésis. ¿No se habrá confundido el autor? El siglo diecinueve no le quedaba muy lejos y tal vez aun le llegaba su larga sombra obscurantista cargada de espiritismo y judería, de golems, vampiros y hombres lobo asolando los campos con auténtica vocación de santo oficio. Al Chino le aterraban estos relatos cuando se dejaba sugestionar por el vértigo de la perspectiva histórica de aquellos sitios a donde él sólo había ido a hacer estúpidos estudios sobre deslavadas matemáticas y no menos inaplicables ingenierías. Si tan sólo le hubiese explicado en aquel momento lo que ya me parecía claro pero aun inaceptable, si tan sólo hubiese empleado todos mis recursos para convencerle sin asomo de duda de que ahora era incapaz de morirme, de que ya nunca podría hacerlo, habría terminado por aceptarlo resignada y perturbadoramente, como quien de pronto descubre que la realidad no quedaba domeñada con la lógica de la educación primaria donde la aritmética es implacable y los miedos deben ser sepultados por rutinas seguras y manejables. Pero no lo hice y regresamos a la habitación pensando en la cena.
Ha dicho que le dolía la cabeza y se ha echado a dormir, me ha dejado escribiendo furtivamente esta bitácora de la inmortalidad a sus espaldas. He revisado rápidamente artículos varios relacionados con este nuevo fenómeno al que, ya les digo, no me será fácil acostumbrarme. Los biólogos y tanatólogos hablan de muerte celular programada, los matemáticos —mis favoritos— apuntan junto con los físicos a la falta de una prueba formal de mortalidad (en principio nadie tiene por qué morirse, lo que desde luego trivializa mi recién adquirida condición), los poetas son siempre ambiguos y por tanto inútiles para extraer conclusiones de ese cuajo verbal en el que mezclan eternidad y el carácter lábil de todo cuanto existe. Al final me he hartado de revisar el mediocre pensamiento de los que intentan apoyarse en silogismos y me he asomado a la ventana con un cigarrillo en la mano, tratando de imaginar los muchos futuros por venir. Y aunque sé que los mortales detestan la idea de la repetición yo no me cansaré. 'Se aburren los imbéciles', me digo con solemnidad. 'Se mueren los idiotas', completo conteniendo la risa que consigue, pese a todo, despertar al Chino.
Él me mira molesto por el humo del cigarrillo. Ve mi rostro iluminado por la luz de la calle y se ablanda. Relaja el rostro, deja ver las lucecillas de sus ojos pequeños escudriñando burlones mi rostro. "Ya acuéstese", me ordena. Y agrega dándose la vuelta: "No se va a morir, hombre, eso hasta yo lo sé".
Gira la esfera del mundo llevando encima estas planicies heladas y los fuegos de Santa Teresa. Con esa confianza centrífuga me acuesto seguro. Inmortal.