lunes, junio 21, 2010

No hay nada en la montaña

—Mi intención es demostrarles que en la montaña no hay nada- nos dijo fumando su cigarro y entornando los ojos mientras el calor de la vega nos invadía sañudamente aquella tarde.
—No va a aguantar, maestro- le dije yo conteniendo una sonrisa y mirando de reojo a Cruciforme.
—¿De qué habla Padolla? Este no es un ejercicio de calistenia, sino de filosofía. Subiremos esa montaña y el punto quedará probado.
—Como quiera, pero está muy difícil, hay partes muy empinadas...
—Sí es cierto, profe- terció Cruciforme en la esperanza de zafarse disuadiéndonos —Mi tío se perdió una vez muy feo con un amigo.
—Es absurdo. Una montaña sólo tiene dos direcciones posibles: hacia arriba y hacia abajo. Nadie puede perderse en ella. Y encima no hay nada.
—Mañana sábado entonces- completé yo. —No le importará que venga Puchini, ¿verdad?
—Entre más gente se entere de lo que le espera en la vida, mucho mejor. No puedo hacer más por su educación, caballeros, salvo ir a la montaña y comprobarles que ahí no hay nada.
Me reí incontenible. Cruciforme me imitó. El maestro aventó la colilla a la tierra, la pisó, la recogió enseguida y la echó al bote de basura. Sin inmutarse dijo:
—Hasta mañana, caballeros.
Y se perdió en el edificio donde tenía su oficina.

El ascenso inició en el sitio y a la hora convenidos. No llevé agua ni alimentos porque pensé que el paseo terminaría pronto con el arrepentimiento del maestro o de Cruciforme, quien jamás quiso ir pero siempre apoyaba nuestras decisiones con ruidosos monosílabos. Sólo Puchini llevaba un botellín de agua y algo de comer. El profe llevaba una libreta.
Si al principio conversamos alegremente aprovechando el papel de desquiciado en que el maestro se había instalado desde hacía meses para provocarle, una hora después marchábamos en el más completo silencio. Resollando como una res a punto de morir, el profe ascendía con dificultad y torpeza manifiestas; agrupados y haciendo bromas le esperábamos en los descansos luego de los tramos escarpados.
—No va a aguantar el cabrón- le dije a Puchini mientras ambos lo veíamos avanzar por entre ramas y piedras.
—Sí, sí llega, pero se morirá nomás llegar- dijo riéndose y secándose el sudor con la camisa. Cruciforme estaba pálido, pero respiraba normalmente:
—Yo no sé para qué veníamos si a un loco no se le sigue la corriente.
—Por eso- concluí yo sin siquiera entenderme.
—¡A este paso de verdad no va a quedar nada en la cima, prof!- gritó Puchini. Nos reímos.
Resoplando como ropero en vendaval y sin alzar la mirada, el maestro contestó:
—Te traiciona tu juventud. He dicho ya que en la cima no hay nada.

Había árboles y chapulines. Había una cantidad inmensa de hojas. Había dos o tres promontorios de piedra que por culpa de la copa de los árboles no servían para ver el horizonte. Había una lata de cerveza oxidada en el suelo. El maestro se sentó y bebió del agua que traía Puchini, sin importarle que Cruciforme la hubiera dejado llena de babas. Luego de cinco minutos le espeté:
—¿No que no? Ya vió que el cerro no está pelón, prof, ¡le falló el cálculo!- Puchini y Cruciforme se rieron tal vez demasiado.
—En la montaña no hay nada, caballeros, tan claro como que el tiempo no vuelve.
Le vimos abrir su libreta que resultó ser una cajita delgada con cigarrillos y un encendedor. Cruciforme, que tenía más cabeza que todos nosotros, lo vio claro.
—Vámonos- me dijo casi susurrando.
—¿Qué?
—Que nos vayamos, hombre, ¿no ves?
Encendió un cigarrillo y con con la misma flama del encendedor prendió las hojas del suelo.
Puchini, Cruciforme y yo nos pusimos de pie al instante, alarmados. Con una sensatez desconocida, no perdimos el tiempo en recriminaciones ni en teorizar. Sólo dije
—¡Vámonos maestro, esto se va a encender y luego no la contamos!
—En la montaña no hay nada- respondió.
Cruciforme ya se había alejado unos pasos, nosotros le seguimos y luego nos fuimos corriendo por donde pudimos, arrastrando piedras y ramas en algunas partes, volviendo la vista de vez en cuando para comprobar que ya se alzaba una columna de humo.
—¡No mames, el tipo está loco!- dijo Puchini cuando por fin nos detuvimos al pie de una barranquilla.
—Pobre diablo- agregué.

Ahora tengo la edad del maestro. Desde mi casa de campo y con consternación, miro acercarse el fuego desde las colinas vecinas.