miércoles, marzo 31, 2021

Ciencia y capital: una máquina loca

Puede ser que la ciencia y la tecnología resulten extraordinariamente estimulantes para quienes las desarrollan y que, al menos en principio, la inmensa mayoría de la humanidad se beneficie de ellas. Puede ser que ambas sean inevitables como parte de la naturaleza humana, especialmente cuando se desenvuelve en libertad, democracia y capitalismo, las formas más o menos predominantes del mundo occidental moderno: la libertad de pensar permite el desarrollo de ideas, la libertad de expresión su intercambio, la libertad económica la posibilidad de convertirlas en productos del mercado, la libertad política la capacidad de regular el mercado involucrando a la población en general. Parece un cuadro armónico destinado a perdurar, un círculo virtuoso que permite a la humanidad su mejoramiento y autocontrol indefinidos. Pero el galopante aumento del deterioro ambiental, la desigualdad e incoherencia del desarrollo, la creciente amenaza de cataclismos de todo tipo, hacen suponer que el sistema, con ser quizá el mejor de cuantos se han experimentado, no garantiza ni siquiera la supervivencia del hombre, todavía menos la posibilidad de una vida con sentido: no sólo personal, sino como especie; no sólo aquí, sino eventualmente allá, fuera de este planeta.
¿Cuánto es suficiente en materia de desarrollo? ¿En qué punto vale la pena que se instalen las sociedades para guardar un equilibrio entre vivir bien o vivir por encima de sus posibilidades? ¿Es mejor ir a Marte o crear vacunas? ¿Lo es disponer de teléfonos inteligentes o de cadenas de suministro que permitan hallar en el mercado productos de todos los rincones del planeta? Quizá estas preguntas estén mal formuladas. Quizá asumen indebidamente que dicho punto estacionario existe. Quizá hacen creer que puede haber prioridades en un mundo de libertad o que la única que realmente existe es la económica, la agenda del capital. Puede ser. Es posible que para crear lo necesario deba aparecer lo secundario y aún lo frívolo o lo directamente estúpido. O que el equilibrio esté vedado a las especies ambiciosas, es decir, a todas, pues no hay una sola que no se salga de madre cuando las condiciones le son favorables: el programa darwinista de la vida desde hace millones de años contra los imperativos morales de recientísima factura. '¿Qué esperabas?', podría alegarse, '¿Que los hombres renuncien a sus deseos y posibilidades para buscar el bien común en cuya definición ni siquiera podrían ponerse de acuerdo? ¿Que los astutos y voraces no lo fueran y que no hubiera tontos u holgazanes sino sólo gente consciente? ¿Y qué te hace suponer que la conciencia de dos o más individuos produce resultados armoniosos? ¿Qué te hace creer que existe una solución o que esta es única?'. Y se podría agregar: 'Acaso lo que era una población de tamaño aceptable en tu juventud fue la pesadilla de los ancianos de aquel tiempo, acaso disponer del agua escasa de un pozo era normal contra la opinión de los que ahora no podrían vivir sin la entubada, así lo que hoy consideras un exceso y una tontería es siempre inevitablemente lo normal para alguien, a cada uno le cuenta lo suyo y no hay punto de vista privilegiado'. Y aún si se apuntara la finitud de los recursos se diría: 'Ya puede acabarse el agua dulce o no haber más tierra cultivable, nuevas adaptaciones surgirían aún a costa de una gran mortandad porque esa es la naturaleza de la vida, la del hombre, la de las especies todas, las ya extintas y las que vendrán; pero no ahora, no todavía, aún tolera el mundo a los que medran y explotan y arrasan y se regodean, no puedes hacer nada contra ello, todos los que lo intentaron antes han fracasado y producido monstruosidades mayores: comunismo, fascismo, politburó o anarquía, desesperados actos terroristas como disparos en la obscuridad para restaurar el orden, el primitivo o el natural, el laico o el religioso, la edad de oro perdida que nadie conoció pero todos creen intuir, da igual, llegando a estos pantanos todos se anegan y ahogan, déjalo ya, no te resistas'.
Cuesta trabajo, sin embargo, pensar que todo da igual o que siempre fue lo mismo: la responsabilidad del desarrollo científico y tecnológico en una enloquecida espiral de soluciones y problemas es evidente, especialmente desde que se dio la mano con el capital en el siglo diecinueve. Los empresarios y gobernantes serían impotentes de no haber sido ellos mismos técnicos o haberlos tenido a su disposición para posibilitar sus negocios: del mismo modo en que un faraón pudo ordenar la construcción de las pirámides porque contó con individuos capaces de hacer los cálculos, el presidente Truman pudo ordenar la construcción de la bomba atómica porque tuvo un equipo de físicos a la cabeza del proyecto. Los dueños de vidas y haciendas han sido obedecidos porque detentan la fuerza, pero también porque a los dueños del conocimiento les falta criterio para decidir cuándo cooperar y cuándo fingir demencia, al punto de que quizá ya es demasiado tarde para hacerlo, incluso a título individual. Saber programar una computadora no permite entender las consecuencias de hacerlo como tampoco importa al jefe de obra la creación de diez o cien multifamiliares en las periferias de una ciudad mal planeada. Enseñar en una universidad para mantener el flujo de ingenieros que manejen, despreocupados de las consecuencias, las industrias y empresas de las transnacionales instaladas en países subdesarrollados, hacinando comunidades, envenenando el ambiente, sometiendo ayuntamientos y voluntades como un crecimiento canceroso, deja así de ser una noble actividad para convertirse en un motor de la destrucción en marcha. Estimular vocaciones científicas y tecnológicas se hace cada vez menos por el interés de explicar el mundo —el carácter contemplativo y teórico, culto incluso, de los sabios que precedieron por siglos a la aparición de la burguesía capitalista— y más por su carácter utilitario —las cosas sólo pueden estudiarse si sirven para algo, si se pueden convertir en dinero—, así no es extraño que haya cada vez más gente dispuesta a convertirse en autómata intercambiable para mantener funcionando los negocios de sus patrones, una maquinaria insaciable cuya productividad debe crecer enloquecida e incuestionablemente a costa de lo que sea. 
¿Debemos abjurar del primer antropoide que pudo hacer abstracción de la suma de uno más uno igual a dos sólo porque las consecuencias de sus ideas nos han metido en este atolladero? ¿Debemos condenar el momento en que a la actividad contemplativa la reemplazó la producción en serie a pesar de que la vida es más confortable —aunque de manera muy desigual— ahora? ¿Hay que emprenderla contra gobiernos y empresas, industriales y banqueros, como hacen los histéricos del ambientalismo? No hay respuestas fáciles ni únicas, pero acaso no haga daño una mayor conciencia a nivel individual de la parte que jugamos en el consumo y la procreación de nuevos consumidores (y aún en esto algunos alegarán que más población es siempre necesaria desde el punto de vista económico, otro caso de espiral inevitable y loca): con ella viene la moderación, con ella la capacidad de prescindir de algunas cosas, con ella el uso del conocimiento y la libertad para ir con pies de plomo, una idea radicalmente opuesta a la falsa premisa del capitalismo moderno, pues no somos inmortales.

domingo, marzo 14, 2021

Creyentes científicos

Me conmueven las personas de buena voluntad que aún sin estudios especializados se alinean con posiciones científicas, porque al hacerlo no se distinguen demasiado de aquellas a quienes critican por explicar los fenómenos a partir de creencias religiosas o supersticiones. Entre la afirmación de que Dios creó el universo y la de que éste comenzó con una rápida expansión de toda la materia concentrada en un punto, los creyentes científicos prefieren la segunda explicación por hallarla más plausible, más racional, incluso menos infantil y perezosa que la primera. Los más enterados citarían textos de divulgación científica donde se listan las evidencias que los especialistas han reunido para sustentar la segunda causa en vez de la primera: el progresivo alejamiento entre sí de todos los cuerpos en el universo y la radiación de fondo como eco del big bang primigenio, por ejemplo. Los especialistas, a su vez, insistirían en que su cuerpo de conocimientos, a diferencia de los libros sagrados o las creencias, es modificable según se presente mejor evidencia y reproducible por cualquier ser humano que se aplique a ello. Sin embargo, al carecer de formación profesional y no poder proceder ni siquiera por analogía (como tal vez podrían hacer los especialistas de un área al considerar lo que afirman los especialistas de otra), los creyentes científicos sólo estarían escogiendo al mejor depositario de sus creencias según de qué tema se trate, sin inquietarse mayormente por la forma en la que se llegó a esas ideas ni disponer de ninguna posibilidad de entenderlas a cabalidad o, al menos, sin deformaciones graves: mejor lo que dice un físico que las ocurrencias de un teólogo, mejor atender las indicaciones de los virólogos que morir por hacer caso a quienes aseguran que el virus no existe. 'Es lógico', nos dirían quienes se sienten muy satisfechos discurriendo sobre mecánica cuántica a partir de textos divulgativos y no de ecuaciones, fascinados por la ciencia como depurado sucedáneo de la magia que reemplaza al hocus pocus por partículas subatómicas y al hombre barbado que entre nubes nos vigila por fotografías del espacio exterior, evidencias todas de las que se deducen claramente los hechos equis o ye. ¿Pero qué valor tiene la repetición de las palabras de los expertos cuando no se dirigen a sus colegas y son reproducidas con mayor o menor fidelidad por sus acólitos? Si no es para fomentar vocaciones científicas atrayendo a los profanos al estudio sistemático de algo —la posibilidad de abarcarlo todo desde luego proscrita desde hace cientos de años para cualquier ser humano— no cumplen otro papel que el publicitario o el de ser una instancia más del entretenimiento. Los grandes clásicos de la divulgación científica que eran ellos mismos científicos —Hawking, Penrose, Sagan—, los que sin serlo desearon popularizar la ciencia en medios impresos, radio y televisión, los ahora miles que desde el Internet dicen explicar hechos científicos con mayor o menor gracia, con inevitables ingenuidad y distorsión y sesgo, son todos ejemplos de una clase de literatura o producción audiovisual que, al no ser propiamente científica ni sólo lúdica, al proclamar la crítica sin ejercerla, al ser inevitablemente didáctica o edificante, la emparentan en su infantilismo y gazmoñería con lo que condescendientemente la industria del entretenimiento llama literatura juvenil. No en balde los museos de ciencia están dirigidos a niños y jóvenes mientras que los de arte, por no hablar de la literatura más elevada, se reservan a la esfera adulta. En ésta no se hace énfasis en las certezas cuanto en las dudas, no asombran las leyes que gobiernan los astros cuanto el misterio humano que aquí o allá, ahora o en un futuro lejano e intergaláctico, seguirá siendo el que es ahora. La divulgación científica no es ni siquiera filosofía, aunque lo parezca, demasiada preocupada por los hechos más que por las interpretaciones, convertida por la necesidad de dirigirse a públicos no especializados en mera enumeración de prodigios o acontecimientos, postula en el mejor de los casos un programa tibio y cándido para la humanidad donde se mezclan democracia y buen comportamiento, responsabilidad y conocimiento, invitando discretamente —acaso por el estímulo de la imaginación— al verdadero estudio de algo que no será necesariamente a colores sino muy posiblemente árido y rutinario. En el peor de los casos la divulgación científica sugiere tácitamente la aceptación de lo que digan los que saben aunque el que acepte no pueda saber si lo que le dicen es cierto, si unos expertos tienen más o menos credibilidad que otros, o si al llegar parafraseada la información no será ya una completa desviación de lo que es en realidad. Si el conocimiento científico se publica en revistas especializadas una vez que supera la evaluación por pares y no todas estas publicaciones pueden tener el mismo nivel, rigor o calidad; si existe (como en todas las actividades humanas) una mayoría mediocre o descuidada, tramposa o mezquina, que casi siempre se hace con las posiciones de poder e influencia; si los divulgadores más preocupados por respaldar sus afirmaciones citan (aún sin entender) los trabajos publicados por esta mayoría en aquellas revistas, ¿por qué es mejor ser un creyente científico que un creyente cualquiera? Para contestarlo, aunque sólo sea por analogía, habría que estudiar, es decir, dejar de serlo. Para dudarlo (hasta el punto de preferir un prudente silencio disfrazado de respeto hacia creyentes y divulgadores) habría que llegar a ser un gran especialista. El creyente científico es así el mejor compromiso entre el ignorante que no sabe lo que ignora y el sabio que ya entiende lo que no va a saber nunca: el conocimiento a la altura del hombre.

domingo, marzo 07, 2021

Gente a salvo

La casi segura inclusión de funcionarios en vez de pares académicos en los comités de evaluación de científicos ha reavivado un antiguo debate en mi memoria, uno que pasa por la ciencia misma, por quién la paga y a quién debe rendir cuentas. Las sociedades y sus ocupaciones se hacen progresivamente más complejas y especializadas, no sólo en lo tecnológico y en la infraestructura que caracterizan al mundo moderno, sino también en la aparición de intereses cada vez más sofisticados o, si se prefiere, frívolos: ingenieros para las telecomunicaciones, pero también curadores de museos; aeronáuticos y bioquímicos, pero también arqueólogos. Hay ballet en Madrid, pero no en Santa Teresa, como hay agencia espacial en Estados Unidos, pero no en Bolivia. Luego hay edificios en cualquier lugar, pero quizá no los mismos como resultado de la sociedad que los construye, las prioridades que tiene, los gobiernos que se da, así las distintas calidades. ¿Qué es indispensable? ¿Qué debe enseñarse en las escuelas? ¿Qué debe o no subvencionar el gobierno y qué debe dejarse en manos de las así llamadas leyes del mercado? Es casi seguro que muchos quehaceres no sobrevivirían sin la protección oficial. Es evidente, también, que no todos los países pueden permitirse todos los oficios. Así pues, ¿qué es lo justo?
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Cuando comencé la carrera en Ciudad Natal no existía ningún lugar donde se pudiera hacer un posgrado en ingeniería eléctrica. El centro de investigación y la universidad nacional, ambos en la capital, captaban sus científicos en el extranjero, ya porque eran originarios de aquellas tierras, ya porque eran nacionales que habían ido a estudiar al exterior y volvían al país. Es comprensible: lo que no hubiera dentro había que formarlo fuera para luego emanciparse. Los que volvían, capacitados o no, ocupaban las primeras plazas en una progresión que imitaba la forma en que se habían ido extendiendo las universidades en el país: primero en la capital, luego en la provincia; primero en los centros de investigación dedicados sólo a posgrados, luego en las universidades. La práctica totalidad se integraba así a la academia, es decir, empleaba su formación para convertirse en asalariado del gobierno. No se incorporaban a industrias o empresas, no fundaban ningún negocio: daban clases y hacían investigación. Cuando egresé de la carrera, cuatro años después de iniciada, el centro de investigación de Ciudad Natal llevaba ya dos años en operación: lo constituían —cómo no— extranjeros y capitalinos que habían hecho posgrado en el extranjero y que administraban el naciente proyecto con holgura presupuestaria y afectación, más preocupados por las formas que por los contenidos, más constituidos en nacientes burócratas que en consumados científicos. Como algunos no daban clase o no conocían los contenidos de sus cursos, intenté hacerlos cumplir con su trabajo: fracasé. Más de dos décadas después, en sus flamantes instalaciones cuyo terreno, al igual que muchos fraccionamientos y empresas, han conseguido robar al bosque de la ciudad, los científicos locales son entrevistados periódicamente por los medios. Son justamente jactanciosos y triunfalistas. Son patriotas. Han formado a numerosas generaciones que a su vez han ocupado plazas en centros y universidades todavía más periféricos. Han alcanzado influencia, presupuesto, quizá poder. Pero los números con que se miden las citas de sus trabajos científicos —esos a los que no prestaba atención veinte años atrás— no se corresponden con su vanagloria.
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¿Pero quién mide el éxito científico? La ciencia, para avanzar, debe ser esotérica, es decir, para los iniciados, para los que saben. Son ellos —los expertos de cada área, los que se dedican a la misma— quienes de forma más o menos natural se ordenan jerárquicamente por méritos, los que privilegian ciertos problemas sobre otros, los que hacen de una solución un clásico o algo marginal o erróneo. Sobra decir que esta manera de funcionar, como la democracia, no es una panacea ni está exenta de contaminarse de todos los vicios humanos, pero también como la democracia es el funcionamiento menos malo de todos los posibles. Ahí donde han privado intereses ajenos a lo meramente científico (como en los regímenes totalitarios que imponían una ciencia adjetivada en uno u otro sentido, restringiendo la libertad y aún negando los resultados, es decir, faltando deliberadamente a la verdad), no se han producido avances. Quienes padecieron imposiciones en su investigación se vieron frecuentemente obligados a huir o a caer en el ostracismo. La ciencia necesita de la libertad para su desarrollo; el mérito científico lo deben medir los expertos. 
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El problema aparece cuando debemos considerar quién debe pagar al científico, que quizá no es lo mismo que preguntarse quién debe pagar la ciencia. En los países desarrollados muchos científicos se emplean en empresas e industrias privadas y, por lo tanto, quedan sujetos a la ley de la oferta y la demanda. No es del todo malo: es gracias a la iniciativa privada que se han producido muchos avances tecnológicos (y los problemas que ello trae aparejado y que un buen gobierno, siempre algo atrás, debe regular). Pero en los países subdesarrollados, cuando existen, los científicos o sus sucedáneos son empleados del gobierno a través de universidades y centros de investigación como los de Ciudad Natal, es decir, reciben su sueldo de los impuestos pagados de una u otra forma por todos los habitantes de su respectivo país; luego, son sujetos de escrutinio público como cualquier otro funcionario. Naturalmente, la eficacia del referido escrutinio y la rendición de cuentas están en proporción directa con el nivel de desarrollo político alcanzado por el país en cuestión: a mayores credenciales democráticas, mayor rendición de cuentas; a mayor debilidad institucional, mayor opacidad o arbitrariedad. Si el racismo ha caído en descrédito como explicación posible de las diferencias entre unos y otros países, si las evidencias sugieren que existen las mismas habilidades cognitivas potenciales en todos los seres humanos, si el ciudadano promedio —el adolescente francés o peruano, el viejo británico o hindú— es más o menos igual de brillante o estúpido en cualquier lugar, hemos de concluir que los países desarrollados sólo se distinguen de los que no lo son en su capacidad para poner a las personas competentes según la tarea a realizar. Cuando esto último ocurre, tomadas las providencias para evitar conflictos de interés y otros problemas similares, podemos estar seguros de que los científicos de cada área serán los más adecuados para evaluar a los científicos de la misma. Esto es lo que se denomina evaluación por pares. Pero la desconfianza que norma el comportamiento de las sociedades que no funcionan bien y que, pese a todo, cuentan con un grupo de científicos financiados por el gobierno, hace lógico cambiar las reglas arbitrariamente, caer en múltiples inconsistencias y, faltaba más, incluir a burócratas en la evaluación del trabajo científico del asalariado.
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¿Qué puede decir una persona cualquiera sobre la calidad de un trabajo científico? Probablemente nada. ¿Qué derecho tiene la persona que paga ese trabajo (o sus representantes) a decidir acerca de continuar o retirar el apoyo con base en una evaluación? Todo el derecho. En teoría, la mayoría de las sociedades occidentales eligen democráticamente a sus representantes y éstos, dentro del marco de las leyes respectivas, pueden exigir lo que sea exigible a los científicos pagados por el erario público, lo que no significa que todo lo que emane de este mecanismo será necesariamente bueno. Puede ser democrático aprobar la extinción de cualquier apoyo a científicos y artistas. Puede ser catastrófico que todos los ciudadanos quieran serlo. La ciudadanía o sus representantes pueden tomar decisiones equivocadas o contraproducentes, incluso ilícitas, pero siempre legales. Sólo puede o debería impedirse lo ilegal; fuera de ello, todo es discutible, todo negociable. Si la sociedad que elige es en su mayoría ignorante, bruta o retrógrada, ¿de dónde va a elegir sino de ella misma? Si no ha conseguido la eficacia de las democracias más avanzadas que ponen a la gente competente en los lugares que las exigen, ¿quién puede cuestionar que el desorden resultante no sea genuinamente representativo de su voluntad? Así de frágiles son las cosas. Si la inclusión de funcionarios en vez de pares académicos en los comités de evaluación científica viola alguna regla, no debe permitirse; pero si está dentro de las atribuciones de los responsables, puede proceder aunque sea absurdo. Como tantas otras cosas.
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La sociedad paga a los funcionarios, incluidos los científicos empleados por el gobierno: deben rendir cuentas. Pero si la evaluación de lo científico debe ser científica, ¿qué cuentas se rinden a la sociedad o a sus representantes más ignorantes metidos a evaluadores por mandato de ley? Hoy en día abundan los programas de divulgación científica que, quizá por brevedad, se hacen llamar de ciencia y a los divulgadores se les confunde con científicos. Su tarea, que ha sido una tradición en países anglosajones desde hace décadas, permite incidir en el gran público divulgando hallazgos y creando un clima propicio al escepticismo y el pensamiento lógico, estimulando vocaciones científicas e inclinando a las sociedades para que elijan gobiernos más comprometidos con el sentido común. Todo muy loable, desde luego, aunque también gracias a ellos existe la creencia de que la ciencia es divertida, accesible, siempre explicable en palabras, al alcance de cualquiera con ingenio y voluntad suficientes, pero sin necesidad de detalles ni escuelas ni mucho menos ecuaciones o deducciones engorrosas. El científico que dice trabajar en el desarrollo de naranjas con mayor contenido de azúcar tiene así la comprensión y posible aprobación de que difícilmente goza aquel que busca condiciones suficientes y necesarias para el problema de realimentación de salida en sistemas no lineales. Y, sin embargo, son las ciencias con mayor capacidad de abstracción y lenguaje propios, las más alejadas de lo coloquial, las que mayores avances e impactos tienen, aunque las sociedades que se benefician eventualmente de ello no tengan ni idea. 
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¿Debemos pagarle entonces a cualquiera que se declare científico y pedir que sus colegas lo evalúen sustrayéndonos de lo que sea que haga porque no nos concierne (aunque nos cueste)? ¿Debemos más bien retirarles el dinero a todos para que sea la ley de la oferta y la demanda la que permita la supervivencia de los más aptos o la extinción de los prescindibles? ¿Por qué un contribuyente debiera pagar el trabajo de un científico que sólo hace ecuaciones y no el de un novelista o cantante? ¿Por qué el estipendio oficial que es incompatible con la independencia del artista no lo es con la independencia del científico? ¿Debiera serlo? Quien escribe y se precia de prescindir de apoyos oficiales —más en países desarrollados que en los subdesarrollados, todo sea dicho— seguirá a lo suyo porque es una vocación que le rebasa. Sacrificará sin duda muchas seguridades en favor de su obra. La literatura no existiría si hubiera dependido de que las sociedades pagaran por ella a sus autores. De manera similar, la ciencia no se detiene porque un gobierno o su sociedad —inevitables reflejos uno de la otra y viceversa— pague o deje de pagar, evalúe por pares o por comisarios políticos, divulgue resultados que no entiende pero cree entender, la prostituyan doctores convertidos en burócratas o intenten secuestrarla centros de investigación y universidades. No. La ciencia, pese a todo, atrae al que la cultiva con la misma fuerza con que la música llama al compositor y la tela a la pintora: no puede evitarse cuando es verdadera, a veces con consecuencias trágicas para la familia del iluminado o para él mismo. Los científicos verdaderos son, pues, desde tiempo inmemorial, gente a salvo de vicisitudes. Unos necesitan más equipo que otros para hacer su trabajo y huyen hacia donde lo encuentran. Otros se aburren de estar rodeados de funcionarios y emigran a lugares menos inhóspitos para el pensamiento. La domesticación es contraria a su naturaleza. 
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Quizá llegue el día en que la sociedad toda cuente con una formación científica mínima donde el especialista no sea un apestado recurrente; quizá, por el carácter disperso e inabarcable del conocimiento humano, ello no sea nunca posible. Parece que, como ya intuían los antiguos, no podemos conocer más allá de lo que nos dicen los sentidos (a veces): el cuerpo de nuestros conocimientos no es otra cosa que un conjunto de creencias plausibles. Mientras tanto, los petulantes científicos locales del centro de investigación de Ciudad Natal, que habrán votado en masa por el Ungido para mejor significarse como gente de izquierdas, mirarán con desdén y silencio los cambios propuestos en la evaluación tras décadas de manutención y vistas al poluto valle que no los vio nacer: 'uno de los privilegios de vivir en el subdesarrollo', se habrán dicho desde sus oficinas al lado del bosque, 'consiste en la inmovilidad absoluta de las estructuras gracias al caos'. El buen científico es, en estos países y hoy más que nunca, aquel que no lo es.