domingo, marzo 07, 2021

Gente a salvo

La casi segura inclusión de funcionarios en vez de pares académicos en los comités de evaluación de científicos ha reavivado un antiguo debate en mi memoria, uno que pasa por la ciencia misma, por quién la paga y a quién debe rendir cuentas. Las sociedades y sus ocupaciones se hacen progresivamente más complejas y especializadas, no sólo en lo tecnológico y en la infraestructura que caracterizan al mundo moderno, sino también en la aparición de intereses cada vez más sofisticados o, si se prefiere, frívolos: ingenieros para las telecomunicaciones, pero también curadores de museos; aeronáuticos y bioquímicos, pero también arqueólogos. Hay ballet en Madrid, pero no en Santa Teresa, como hay agencia espacial en Estados Unidos, pero no en Bolivia. Luego hay edificios en cualquier lugar, pero quizá no los mismos como resultado de la sociedad que los construye, las prioridades que tiene, los gobiernos que se da, así las distintas calidades. ¿Qué es indispensable? ¿Qué debe enseñarse en las escuelas? ¿Qué debe o no subvencionar el gobierno y qué debe dejarse en manos de las así llamadas leyes del mercado? Es casi seguro que muchos quehaceres no sobrevivirían sin la protección oficial. Es evidente, también, que no todos los países pueden permitirse todos los oficios. Así pues, ¿qué es lo justo?
[...]
Cuando comencé la carrera en Ciudad Natal no existía ningún lugar donde se pudiera hacer un posgrado en ingeniería eléctrica. El centro de investigación y la universidad nacional, ambos en la capital, captaban sus científicos en el extranjero, ya porque eran originarios de aquellas tierras, ya porque eran nacionales que habían ido a estudiar al exterior y volvían al país. Es comprensible: lo que no hubiera dentro había que formarlo fuera para luego emanciparse. Los que volvían, capacitados o no, ocupaban las primeras plazas en una progresión que imitaba la forma en que se habían ido extendiendo las universidades en el país: primero en la capital, luego en la provincia; primero en los centros de investigación dedicados sólo a posgrados, luego en las universidades. La práctica totalidad se integraba así a la academia, es decir, empleaba su formación para convertirse en asalariado del gobierno. No se incorporaban a industrias o empresas, no fundaban ningún negocio: daban clases y hacían investigación. Cuando egresé de la carrera, cuatro años después de iniciada, el centro de investigación de Ciudad Natal llevaba ya dos años en operación: lo constituían —cómo no— extranjeros y capitalinos que habían hecho posgrado en el extranjero y que administraban el naciente proyecto con holgura presupuestaria y afectación, más preocupados por las formas que por los contenidos, más constituidos en nacientes burócratas que en consumados científicos. Como algunos no daban clase o no conocían los contenidos de sus cursos, intenté hacerlos cumplir con su trabajo: fracasé. Más de dos décadas después, en sus flamantes instalaciones cuyo terreno, al igual que muchos fraccionamientos y empresas, han conseguido robar al bosque de la ciudad, los científicos locales son entrevistados periódicamente por los medios. Son justamente jactanciosos y triunfalistas. Son patriotas. Han formado a numerosas generaciones que a su vez han ocupado plazas en centros y universidades todavía más periféricos. Han alcanzado influencia, presupuesto, quizá poder. Pero los números con que se miden las citas de sus trabajos científicos —esos a los que no prestaba atención veinte años atrás— no se corresponden con su vanagloria.
[...]
¿Pero quién mide el éxito científico? La ciencia, para avanzar, debe ser esotérica, es decir, para los iniciados, para los que saben. Son ellos —los expertos de cada área, los que se dedican a la misma— quienes de forma más o menos natural se ordenan jerárquicamente por méritos, los que privilegian ciertos problemas sobre otros, los que hacen de una solución un clásico o algo marginal o erróneo. Sobra decir que esta manera de funcionar, como la democracia, no es una panacea ni está exenta de contaminarse de todos los vicios humanos, pero también como la democracia es el funcionamiento menos malo de todos los posibles. Ahí donde han privado intereses ajenos a lo meramente científico (como en los regímenes totalitarios que imponían una ciencia adjetivada en uno u otro sentido, restringiendo la libertad y aún negando los resultados, es decir, faltando deliberadamente a la verdad), no se han producido avances. Quienes padecieron imposiciones en su investigación se vieron frecuentemente obligados a huir o a caer en el ostracismo. La ciencia necesita de la libertad para su desarrollo; el mérito científico lo deben medir los expertos. 
[...]
El problema aparece cuando debemos considerar quién debe pagar al científico, que quizá no es lo mismo que preguntarse quién debe pagar la ciencia. En los países desarrollados muchos científicos se emplean en empresas e industrias privadas y, por lo tanto, quedan sujetos a la ley de la oferta y la demanda. No es del todo malo: es gracias a la iniciativa privada que se han producido muchos avances tecnológicos (y los problemas que ello trae aparejado y que un buen gobierno, siempre algo atrás, debe regular). Pero en los países subdesarrollados, cuando existen, los científicos o sus sucedáneos son empleados del gobierno a través de universidades y centros de investigación como los de Ciudad Natal, es decir, reciben su sueldo de los impuestos pagados de una u otra forma por todos los habitantes de su respectivo país; luego, son sujetos de escrutinio público como cualquier otro funcionario. Naturalmente, la eficacia del referido escrutinio y la rendición de cuentas están en proporción directa con el nivel de desarrollo político alcanzado por el país en cuestión: a mayores credenciales democráticas, mayor rendición de cuentas; a mayor debilidad institucional, mayor opacidad o arbitrariedad. Si el racismo ha caído en descrédito como explicación posible de las diferencias entre unos y otros países, si las evidencias sugieren que existen las mismas habilidades cognitivas potenciales en todos los seres humanos, si el ciudadano promedio —el adolescente francés o peruano, el viejo británico o hindú— es más o menos igual de brillante o estúpido en cualquier lugar, hemos de concluir que los países desarrollados sólo se distinguen de los que no lo son en su capacidad para poner a las personas competentes según la tarea a realizar. Cuando esto último ocurre, tomadas las providencias para evitar conflictos de interés y otros problemas similares, podemos estar seguros de que los científicos de cada área serán los más adecuados para evaluar a los científicos de la misma. Esto es lo que se denomina evaluación por pares. Pero la desconfianza que norma el comportamiento de las sociedades que no funcionan bien y que, pese a todo, cuentan con un grupo de científicos financiados por el gobierno, hace lógico cambiar las reglas arbitrariamente, caer en múltiples inconsistencias y, faltaba más, incluir a burócratas en la evaluación del trabajo científico del asalariado.
[...]
¿Qué puede decir una persona cualquiera sobre la calidad de un trabajo científico? Probablemente nada. ¿Qué derecho tiene la persona que paga ese trabajo (o sus representantes) a decidir acerca de continuar o retirar el apoyo con base en una evaluación? Todo el derecho. En teoría, la mayoría de las sociedades occidentales eligen democráticamente a sus representantes y éstos, dentro del marco de las leyes respectivas, pueden exigir lo que sea exigible a los científicos pagados por el erario público, lo que no significa que todo lo que emane de este mecanismo será necesariamente bueno. Puede ser democrático aprobar la extinción de cualquier apoyo a científicos y artistas. Puede ser catastrófico que todos los ciudadanos quieran serlo. La ciudadanía o sus representantes pueden tomar decisiones equivocadas o contraproducentes, incluso ilícitas, pero siempre legales. Sólo puede o debería impedirse lo ilegal; fuera de ello, todo es discutible, todo negociable. Si la sociedad que elige es en su mayoría ignorante, bruta o retrógrada, ¿de dónde va a elegir sino de ella misma? Si no ha conseguido la eficacia de las democracias más avanzadas que ponen a la gente competente en los lugares que las exigen, ¿quién puede cuestionar que el desorden resultante no sea genuinamente representativo de su voluntad? Así de frágiles son las cosas. Si la inclusión de funcionarios en vez de pares académicos en los comités de evaluación científica viola alguna regla, no debe permitirse; pero si está dentro de las atribuciones de los responsables, puede proceder aunque sea absurdo. Como tantas otras cosas.
[...]
La sociedad paga a los funcionarios, incluidos los científicos empleados por el gobierno: deben rendir cuentas. Pero si la evaluación de lo científico debe ser científica, ¿qué cuentas se rinden a la sociedad o a sus representantes más ignorantes metidos a evaluadores por mandato de ley? Hoy en día abundan los programas de divulgación científica que, quizá por brevedad, se hacen llamar de ciencia y a los divulgadores se les confunde con científicos. Su tarea, que ha sido una tradición en países anglosajones desde hace décadas, permite incidir en el gran público divulgando hallazgos y creando un clima propicio al escepticismo y el pensamiento lógico, estimulando vocaciones científicas e inclinando a las sociedades para que elijan gobiernos más comprometidos con el sentido común. Todo muy loable, desde luego, aunque también gracias a ellos existe la creencia de que la ciencia es divertida, accesible, siempre explicable en palabras, al alcance de cualquiera con ingenio y voluntad suficientes, pero sin necesidad de detalles ni escuelas ni mucho menos ecuaciones o deducciones engorrosas. El científico que dice trabajar en el desarrollo de naranjas con mayor contenido de azúcar tiene así la comprensión y posible aprobación de que difícilmente goza aquel que busca condiciones suficientes y necesarias para el problema de realimentación de salida en sistemas no lineales. Y, sin embargo, son las ciencias con mayor capacidad de abstracción y lenguaje propios, las más alejadas de lo coloquial, las que mayores avances e impactos tienen, aunque las sociedades que se benefician eventualmente de ello no tengan ni idea. 
[...]
¿Debemos pagarle entonces a cualquiera que se declare científico y pedir que sus colegas lo evalúen sustrayéndonos de lo que sea que haga porque no nos concierne (aunque nos cueste)? ¿Debemos más bien retirarles el dinero a todos para que sea la ley de la oferta y la demanda la que permita la supervivencia de los más aptos o la extinción de los prescindibles? ¿Por qué un contribuyente debiera pagar el trabajo de un científico que sólo hace ecuaciones y no el de un novelista o cantante? ¿Por qué el estipendio oficial que es incompatible con la independencia del artista no lo es con la independencia del científico? ¿Debiera serlo? Quien escribe y se precia de prescindir de apoyos oficiales —más en países desarrollados que en los subdesarrollados, todo sea dicho— seguirá a lo suyo porque es una vocación que le rebasa. Sacrificará sin duda muchas seguridades en favor de su obra. La literatura no existiría si hubiera dependido de que las sociedades pagaran por ella a sus autores. De manera similar, la ciencia no se detiene porque un gobierno o su sociedad —inevitables reflejos uno de la otra y viceversa— pague o deje de pagar, evalúe por pares o por comisarios políticos, divulgue resultados que no entiende pero cree entender, la prostituyan doctores convertidos en burócratas o intenten secuestrarla centros de investigación y universidades. No. La ciencia, pese a todo, atrae al que la cultiva con la misma fuerza con que la música llama al compositor y la tela a la pintora: no puede evitarse cuando es verdadera, a veces con consecuencias trágicas para la familia del iluminado o para él mismo. Los científicos verdaderos son, pues, desde tiempo inmemorial, gente a salvo de vicisitudes. Unos necesitan más equipo que otros para hacer su trabajo y huyen hacia donde lo encuentran. Otros se aburren de estar rodeados de funcionarios y emigran a lugares menos inhóspitos para el pensamiento. La domesticación es contraria a su naturaleza. 
[...]
Quizá llegue el día en que la sociedad toda cuente con una formación científica mínima donde el especialista no sea un apestado recurrente; quizá, por el carácter disperso e inabarcable del conocimiento humano, ello no sea nunca posible. Parece que, como ya intuían los antiguos, no podemos conocer más allá de lo que nos dicen los sentidos (a veces): el cuerpo de nuestros conocimientos no es otra cosa que un conjunto de creencias plausibles. Mientras tanto, los petulantes científicos locales del centro de investigación de Ciudad Natal, que habrán votado en masa por el Ungido para mejor significarse como gente de izquierdas, mirarán con desdén y silencio los cambios propuestos en la evaluación tras décadas de manutención y vistas al poluto valle que no los vio nacer: 'uno de los privilegios de vivir en el subdesarrollo', se habrán dicho desde sus oficinas al lado del bosque, 'consiste en la inmovilidad absoluta de las estructuras gracias al caos'. El buen científico es, en estos países y hoy más que nunca, aquel que no lo es.

No hay comentarios: