domingo, febrero 28, 2021

No debe resucitarse a los muertos

Las cosas tienen que cumplir la pena y sufrir la expiación que se deben recíprocamente por su injusticia, según los decretos del Tiempo
—Anaximandro.

Como en otras ocasiones —pocas, más bien excepcionales— me ha traído comida. No me ha gustado. Solía cocinar muy bien, pero esto lo ha comprado en la calle. He debido recibirlo en casa, preguntar por su salud, hablar del clima. Nunca había sido tan insoportable la cordialidad. Somos como dos extraños algo tímidos y raros, obligados a convivir en un vagón de tren: uno ha preguntado la hora y el otro, además de darla, cree necesario apuntar que va a llover; el primero tarda en responder, luego lo hace precipitadamente; se hace un silencio y recomienza el forzado intercambio mientras cada uno se remueve, incómodo, en su asiento, a veces mirando por la ventana, a veces sonriendo fingidamente. Somos divorciados desde hace cuatro años y, aunque la separación no fue del todo tersa, hemos mantenido el contacto. Llamarle amistad sería inexacto. Quizá fuimos amigos en los últimos años de nuestra relación, cuando ya no había nada que pudiera llamarse sexo. Entonces podíamos conversar. Nos queríamos. Hoy sabemos que contamos el uno con el otro. Nos lo hemos dicho en alguna fecha señalada. Nos lo hemos probado con algunos favores concretos. Ayudas de orden práctico. Servicios. Pero no podemos conversar. Y no estoy seguro de quererlo ni de que me quiera. Acaso al contacto al que llamamos amistad lo sostiene sólo un vago sentimiento de culpa, no por las circunstancias concretas de la separación, sino por la responsabilidad implícita en el fracaso último de un proyecto que consumió muchos años de nuestra vida y que se suponía destinado a durar indefinidamente. Tal vez esta es nuestra forma de seguir abonando al compromiso a fin de hacernos disculpar, ya no por el otro como por uno mismo. Quizá es todo un malentendido y, de ser posible hablar, de poder hacerlo —oídos que no hay, palabras como llaves perdidas— desharíamos el trato y no habría más comidas no solicitadas ni favores como compensación de deudas inexistentes. Quizá la geografía —extranjeros ambos de la misma tierra— nos obliga a buscarnos acomodo en nuestras vidas cuando ya no lo hay, agotados como están por nuestra larga relación el enamoramiento (si lo hubo) y la amistad, el amor (que sí hubo) y su sucedáneo. Hemos muerto y no nos enteramos. Ahora somos fuerzas del más allá en la vida del otro. Espíritus útiles. Intercesores ocasionales de milagros. Pero nadie habla con los muertos, ni siquiera para el pasado. Cuando he querido invocar, ya no digo los viejos tratamientos —la verdadera amistad, tierna y firme—, sino tan sólo la lógica y la sensibilidad mínimas para atravesar la primera de las muchas capas que en tiempos solía horadar sin problemas en su investigación atenta y sagaz de nuestros pensamientos y emociones, me he encontrado con un bruto orgulloso de su primitivismo al que no le importa ser incoherente o simple, esquivo o desmemoriado. Pretexta vivir instalado en el presente. Alega que la vida es demasiado corta como para complicarse. Me mantiene al tanto de sus acciones más audaces o irresponsables, sin dar explicaciones. Hitos temerarios. Marcas deportivas. Hace tiempo que no me preocupa, sólo me entristece. Creo que empezó a vivir de esa manera para sobreponerse a nuestro divorcio, pero ahora ya es efectivamente esa persona y no la que era. ¿A dónde se habrá ido la que conocí? ¿Por qué no conseguí nunca volver a conversar con ella? ¿Vivirá aún dentro de este hombre grotesco que no quiere envejecer solo? Se dice que cada uno tenemos nuestra manera de lidiar con el dolor y yo acepto la suya. Quiero decir: no hago nada para cambiarla. Asumo que esta incapacidad para razonar y sentir que no estorba su disposición a traerme comida de vez en cuando e incluso a cuidarme si yo cayera gravemente enfermo, es su manera de lidiar con el dolor derivado de nuestra mutua pérdida. Por eso no hago nada para cambiarla pese a echar en falta —pero cada vez menos, cada vez en forma más amortiguada— sus antiguas perspicacia y sutileza, su hilar fino en lo que requería cerebro, pero sobre todo en lo que necesitaba corazón: porque temo causarle dolor si lo intento. No debe resucitarse a los muertos. ¿Pero está bien procurarles, quiero decir, de muerto a muerto? Acaso no es un gran sacrificio estar al tanto uno del otro viviendo la frustración, quizá compartida, de no alcanzar nunca la vieja complicidad, el viejo afecto. Una incomodidad permanente como el último rescoldo de una relación. Una cuenta pendiente que no va a saldarse nunca y cuyos montos exactos no se pueden conocer. Una injusticia irreparable que nos es recordada día con día. Una presencia fantasmal que no podemos esconder ni disimular. 'Hola de nuevo, soy yo, el que podría hablarte interminablemente de lo que vivimos juntos porque fue extenso y profundo y tiene infinitos matices y guarda sin duda incontables lecciones, pero no lo haré, no hablaré de eso ni de nada más que se identifique con ese tiempo y esa hondura, soy la persona más significativa de tu pasado y sólo he de hablarte de si he dormido bien o mal, si ha venido el plomero a reparar la gotera o ha vuelto a escaparse el gato, diré contigo que hace calor cuando sea verano y que hace frío cuando sea invierno, mi vida nueva —mi vida sin ti, la verdadera vida de ahora— transcurrirá oculta a tu escrutinio, plana como una cinta, no podrías reconocerme de todos modos si asistieras a ella y acaso me avergüence por impostada e inferior, por inmediata y sin expectativas, por eso nos ceñiremos al guion y no nos andaremos por las ramas porque nuestro árbol hace ya tiempo que fue cortado, hecho leña, y ya sólo arden las últimas brasas, mejor así, mejor este limbo eterno y no perdernos de vista, por si acaso, mejor algo que nada'.  

No hay comentarios: