viernes, agosto 25, 2017

Cerraduras

Una de esas mañanas del nuevo tiempo suyo se levantó, abrió las cortinas de la habitación y la sala, se dispuso a preparar café en la cocina y, mientras borbotaba la cafetera y él se quedaba de pie contemplándola incapaz de articular pensamientos concretos que no fueran imágenes antiguas —manos gesticulando en medio de una amarga conversación nocturna, una hoja de papel que cae desde el balcón de un hotel europeo, el recorrido por las calles del Camino Real, cuando niño, buscando flores para su abuela— advirtió que la puerta de la casa no tenía la llave echada. 'Debí olvidarme de poner el cerrojo anoche', pensó, un poco apesadumbrado por lo que entendía —y entendía bien— era una prueba más de las nubes que se cernían sobre su cabeza desde que se separó de su mujer y que no habían hecho más que aumentar desde que se quedó solo en casa del amigo que lo había recibido durante los primeros meses de separación. Abrió la puerta, recogió del buzón una postal de aquel y —ahora sí— cerró con llave:
'He aquí una visión del Foro desde la colina del Capitolio. Aunque no me vaya a quedar en Roma tenía que sacar provecho de mi visita a Europa yendo a un lugar menos muerto que el norte francés. ¿París? Es una vieja puta que huele a orines. De la Ciudad Luz no vale la pena enviarle ningún recuerdo. La Ciudad Eterna, en cambio, está tan viva como llena de ladrones. Reciba un fuerte abrazo, Maestro.' 
Hacía dos semanas que su amante también lo había dejado y, para su sorpresa, había disfrutado de un súbito alivio por haber sido descargado de la obligación del sexo. Alguna vez, de vuelta a casa de su amigo desde la casa de su amante, cerca de la medianoche, apoyado sobre el quicio de la puerta de la habitación de aquel, con el aire satisfecho de quien se ha refocilado bien y alcanzado turgencias que ahora se traducían en un saludable cansancio, le hizo la siguiente observación: 'Envidio a mi madre, ¿sabes? No sólo porque está retirada y así puede por fin dedicarse a lo que quiere, juzgar con equilibrio el mundo y sus pobladores, tomar distancia de competiciones y mezquindades, dar consejos sin segundas pretensiones, sino porque ella ya es posterior al sexo. ¿Me entiendes? Mi divorcio es un problema sexual. Mi amante es otro problema sexual. El sexo es siempre un engorro que nos impide pensar con claridad y acceder a niveles superiores de concentración, un trastorno desde la niñez hasta ese momento en que, aliviados, comprendemos que ya está y ella, mi madre, ha por fin alcanzado esa dicha. Lamento no estar preparado aún para dar un paso así y desear todavía acostarme con mi amante un día sí y el otro también, pero créeme y recuerda lo que te digo: dichoso aquel que sabe que ya no va a coger más'. Cuando su amante lo dejó —insolente y vulgar luego de ser descubierta en otro affaire con alguien mucho más joven que él— volvió a la casa de su amigo donde éste ya no vivía, cerró con llave y se recargó sobre la puerta repentinamente feliz, incapaz de resistir la sonrisa que se le dibujó en el rostro: 'Ya está', se dijo, 'ya está...'.
Ser relevado de sus obligaciones sexuales, sin embargo, no se tradujo en la esperada lucidez. Semanas con el pensamiento en brumas habían sucedido a los meses de culpa, como si el pasado hubiese decidido volver en forma de fantasma a todas horas del día y de la noche, el sueño y la vigilia cada vez más confundidos e indistinguibles. ¿Cómo podía sentirse culpable luego de haber sido maltratado hasta el hartazgo por su mujer, esa perra frígida que pasó de la noche a la mañana de llamarlo, con lágrimas en los ojos, el amor de su vida, a no hallarse jamás en su domicilio por, según ella misma dijo, rehacer su vida? ¿Cómo por esa que demostró ser capaz de violencia y estudiado desdén, que le quitó la posibilidad de ver a sus hijas, que no tuvo empacho en utilizar el dinero que él se sentía en obligación de proporcionar? Y ahora que la amante había desaparecido también —¿pero quién creía que eso iba a durar y cuán merecidos son los sufrimientos derivados de traicionar con nuestros actos lo que ya era del conocimiento de nuestros pensamientos?— se veía tan libre como falto de referencias, como un hombre en el espacio. No había durado nada la sensación de haber pagado una deuda quedándose completamente solo, esa ligereza de ánimo que sucede al ajuste de cuentas, cuando hemos devuelto lo que no nos pertenecía y nos ha sido dado nuestro merecido. 'Quizá no he perdido lo suficiente', se sorprendió pensando una noche.
Otra mañana de calor sofocante en Santa Teresa y la puerta de la casa entreabierta. Ya no es sólo que no estuviera echada la llave, sino que la puerta misma estaba emparejada. Había pasado la noche así y, luego de un rápido vértigo en la boca del estómago durante el cual consideró la posibilidad de ser sonámbulo o de haber sido visitado por ladrones, recogió otra postal de su amigo y leyó:
'Los ricos productivos son gringos, los improductivos europeos; éstos últimos —que heredan fortunas y pulen apellidos y heráldicas— están siendo reemplazados por los primeros —que compran costosísimos muebles de pésimo gusto en los mall de Houston. Pero si quiere entrevistarse con los últimos vestigios de los segundos antes de que se extingan definitivamente, venga a Madrid. O vaya a Chapalita, que le queda más cerca. Salud de roble, Maestro, para sus andanzas.' 
No había tales: las andanzas habían terminado. En el trabajo estaba nervioso y dejar de tomar café no había ayudado de mucho. En las clases, fugazmente asomados entre los estudiantes que semejaban sacos de aserrín, distinguía cada vez más frecuentemente los rostros de sus abuelos, de su hijo fallecido, de algunas viejas amantes a quienes ya no había forma de volver a contactar por haberse perdido en la noche de los tiempos. Haciendo esfuerzos por no alterarse, repitiéndose para sus adentros que sólo eran alucinaciones, volvía a su oficina pasando primero por el baño donde se mojaba la cara y se humedecía el cuello en la esperanza de centrarse. Pero apenas transcurrían unos minutos y la niebla de su cabeza volvía a instalarse, cerrada, como un impenetrable enigma. Por las noches, antes de dormir, empezó a dejar de tomar agua por el temor a levantarse después a orinar, pues el pasillo que comunicaba al baño se le aparecía poblado de presentimientos y la puerta, al final, siempre estaba abierta sin que pudiera recordar nunca si la había cerrado o no. Se acercaba, encendía la luz de la cochera que nunca dejaba apagada por considerar que ello daba mayores ventajas a los ladrones, examinaba la calle y el piso lleno de cucarachas en medio del sopor de Santa Teresa, cerraba y volvía a la cama con el corazón desbocado. Se cubría con las cobijas que olían a sudor y almizcle y en el que aún se distinguía —tenue y lamentable— el perfume de su amante, pero a pesar de sus esfuerzos no conseguía aprehender su rostro ni su cuerpo que se intercambiaban con los de cientos de personas —algunos hombres— sin que el alivio erótico ni la paz de haber terminado esos escarceos lo condujeran de nuevo al sueño. 
Una mañana estaba la puerta abierta con las llaves sobre la cerradura. 'Ya no es momento de alarmarse', pensó. 'Sé lo que debo hacer'. Recordó haber leído hacía varios años sobre Philip K. Dick y el tres-dos-setenta y cuatro, de modo que echó las llaves a la basura y dejó la puerta abierta, no sin antes recoger la última postal que recibiera de su amigo:
'Es invierno, Maestro, al final del golfo de Botnia. De niño dibujaba mapas, afición que mi madre alentaba comprándome libros de geografía y que luego quiso quitarme cuando me vio levantar, cada vez más frecuentemente, planos de sitios inexistentes, algunos con divisiones políticas, otros relativos a ciudades con malecones, avenidas, centros históricos. "Eso te va a pudrir la cabeza", decía la buena señora. Y Usted comprenderá ahora, mientras disfruta del ejercicio de su virilidad, cuán importante es tener esta u otras actividades para no dedicarse al sexo exclusivamente. No lo critico, Maestro: le envidio. Escandinavia es limpia: aquí están las ciudades que dibujé. Ojalá se decida a venir cuando ocurra esa liberación de la que Usted me advertía con frecuencia. Le esperaré y no me sorprenderé de verlo, ni siquiera si se me aparece como un fantasma. Un abrazo.'
Al pasar por casa de su madre la encuentra atareada a la mesa con un dibujo. '¿Qué es esto, madre?', le pregunta. 'Una ciudad', le responde ella levantando la mirada para verlo por encima de sus lentes, una escuadra sujeta en una mano, una pluma fuente en la otra. Ella sonríe, pero advierte debajo de su sonrisa la angustia de quien trata de advertirle de un peligro inminente sobre el que no le está permitido hablar. 
Despierta de madrugada, empapado. Una larga sombra se acerca por el pasillo...

domingo, agosto 20, 2017

Mañana

Señor G, señor G, lo intenta con ganas
al pensar que mañana hará lo que no hizo ayer.
Pero otra vez, señor G, pretexta el mal tiempo,
el aburrimiento o que no se encuentra bien.
Y dice: "Es que es tarde, es que es demasiado tarde,
ahora es tarde, qué le voy a hacer".
Un desastre manifiesto, Nacho Vegas.

En la librería debajo de los arcos, frente a la Rotonda de los Hombres Ilustres, una soleada mañana de sábado revisa los títulos y contrasta la etiqueta del precio con las monedas que trae en el bolsillo. Ha venido caminando desde la parada de las combis, donde la Plaza de los Caballos, atravesando la explanada frente al Hospicio con sus malolientes fuentes eternamente apagadas, la incomprensible escultura por encima de la Calzada en cuyos costados se sientan sospechosamente lo mismo cincuentones que hojean El Libro Vaquero que adolescentes con pantalones ajustados de chillantes colores que indias de trenzas fuertemente atadas y canastos repletos de bolsitas con papas en los que se destaca la boca roja de una botella de salsa Valentina hundida entre decenas de limones verdes. Ha hecho pausa, luego de cruzar los arbolados canales de las ranas, en el Rincón del Diablo, cuyo nombre evoca en él acendrados miedos y teológicas amenazas. Se ha masturbado esta mañana luego de volver de la Barranca, poco antes de ducharse, preocupado porque su madre interpretara correctamente el hecho de que el agua corriera tan uniformemente como si nadie estuviera debajo de la regadera. Así que de vez en cuando metía la mano en el agua hirviente, el reducido espacio llenándose rápidamente de vapor, el espejo en el que le gustaba verse cascarla convertido en una ventana de niebla. Se entretuvo, culposo, a un costado del Teatro Degollado, mirando a los artistas improvisar paisajes con pinturas de aceite sobre platos de diversos tamaños, siempre árboles a los lados y cascadas de brillantes espumas al centro, bajo cielos de incomprensibles colores. En agosto le regaló uno de ellos a su abuela diciendo que él lo había pintado. Dios puede castigarlo por eso. Por la masturbación de la mañana también. Por no ayudar a su madre sabiendo que los cacharros sucios del desayuno estaban ahí. Por haber dicho que iba a casa de la maestra Paty cuando en realidad sólo quería recorrer el centro y ver muchachos calzados con vans, las bastillas dobladas descubriendo sus calcetines. No basta con ir bien en la escuela para compensar tanta maldad ni con asistir a misa cada domingo para evitar las recaídas: debería emplear su tiempo libre en algo más que leer tirado en la cama, pues los libros sólo llenan su cabeza de lúbricas fantasías. ¿No dijo el maestro que mente sana en cuerpo sano? ¿no se curará de sus vicios haciendo sentadillas y lagartijas? Este libro para el que sorprendentemente le alcanzan las monedas de su bolsillo— seguramente puede ayudarlo: Ejercicios para vivir mejor. Ha sido torpe en los deportes, débil con los brazos, abusado por sus compañeros que se aprovechan de que sea un enclenque. Pero eso está por terminar porque va a hacer ejercicio y, una vez fuerte, va a defenderse. La secundaria no volverá a ser la misma. Quizá convenza a su madre de que lo inscriba en karate. Empezará mañana mismo luego de seleccionar la rutina más conveniente y hacer un minucioso calendario. Masturbarse ni pensarlo: es una pérdida de energías y un pecado. Los ejercicios isométricos prometen los mismos resultados con mucho menor tiempo invertido, quizá sea mejor empezar por ahí. Quizá alternarlos con ejercicios normales antes de cenar. ¿O será mejor al levantarse? Como quiera que sea empezará mañana.
[...]
Ahora que él se ha mudado a casa y que no volveré a tener invitados en mucho tiempo, quizá sea el momento de retomar el ejercicio. Él es un deportista, seguro que sabrá decirme qué debo hacer y querrá que su pareja también tenga un buen cuerpo. Hay mucho espacio: con independencia de la cama y el escritorio, el librero de aglomerado, el portagarrafones, todo lo demás está libre: dos habitaciones y un salón enorme con baldosas de barro y azulejos azules, dos patios y una cochera sin auto. Sólo tengo la tesis para ocuparme y los compañeros de maestría no sé si porque han comprendido que ya tengo pareja o porque han notado mi manifiesto desinterés han dejado de buscarme. Es una coincidencia afortunada que, encima, las más prestigiosas instituciones de educación privada en esta ciudad me hayan contratado para dar clases: los recursos están asegurados, especialmente en estos momentos en que él todavía no termina la carrera y necesita mi apoyo. No creo que ello interfiera demasiado con mis planes porque sólo debo dar clases en los horarios especificados y retirarme enseguida, ¡podré incluso leer más! Ya no hay pretextos, me parece, para continuar con tanta holgazanería. Mi madre me ha regalado un par de shorts y tres camisetas para ejercicio, además de unos tenis con los que tal vez pueda salir a correr: hay muchos terrenos baldíos alrededor, seguro que si el terreno está seco será agradable correr por ahí, aunque en la época de lluvias se hacen lodazales cuyos inconvenientes sólo compensa el verde de los campos y la calidad del aire. Pienso en los inviernos por venir y me llena de emoción la posibilidad de que él y yo nos levantemos tarde de la cama luego de pasar la noche acurrucados bajo las cobijas, de que desayunemos viendo el noticiero donde darán cuenta de los crímenes de los que fueron víctimas los que la noche del sábado salieron a entregarse al desenfreno. Quizá deba apartar de mi cabeza pensamientos tan acomodaticios: ¿por qué no se me ocurre mejor que él y yo salgamos a correr? ¿por qué no se me ocurre que compremos un par de bicicletas o un banco de ejercicios? Apenas me descuido y todo lo que se me antoja es estar tirado leyendo o comiendo. También follando. No tengo remedio, pero no se hable más: empiezo mañana.
[...]
Hakim se ha llevado la bicicleta elíptica. No tenía caso que la siguiera conservando cuando los propios médicos me han dicho que no debo retomar mis rutinas. Primero debemos estabilizar la tiroides, luego pensar en soluciones más permanentes. Cirugía, desde luego, pero también yodo radiactivo para liquidar la hiperactiva glándula, lo que sea que resulte mejor. No era el ejercicio diario en la bicicleta de spinning ni la saloprie de la elíptica los responsables de que yo adelgazara tan dramáticamente, tampoco tenían que ver con las madrugadas en que me despertaba un hambre atroz que liquidaba prontamente con pain au chocolat y patatas fritas. ¡Eran las hormonas que una mañana sencillamente me impidieron andar y me obligaron a ser conducido en ambulancia hasta el hospital! En el fondo, aunque a mi jefe al que por ser francés le asiste el derecho divino y republicano de saber qué sentimientos y maneras de pensar son aceptables y cuáles no le parezca una ridiculez, lo cierto es que no me cuesta trabajo relacionar los cientos de días fríos, grises y lluviosos transcurridos entre la residencia y el laboratorio, las separaciones de meses puntuadas por visitas vacacionales respecto de mi pareja y familia, con este trastorno físico que me tiene postrado y al que ninguna ventaja profesional, económica o cultural puede justificar. Confieso que esperaba más alarma de parte de mi pareja, pero quizá el hecho de que sea médico le hace ver esto como una trivialidad, algo facilitado por su actitud pasiva que prefirió dejarme partir antes que organizar una huida juntos. Si el hecho de que me hayan hospitalizado no lo ha hecho venir, no lo hará ya nada. Se acumulan los años y no veo cuándo podremos volver a la vida que teníamos: él está cada vez más fuerte de los brazos, el abdomen con los músculos como adoquines, encantado de mantenerme a una distancia sexual que no deja de crecer mientras más ropa y zapatos se compra. ¿A dónde va a conducir todo esto? ¿Cómo puedo tener confianza en el futuro si sólo me rodean payasos? El endocrinólogo me ha sugerido la natación y quizá aproveche el hecho de que mi jefe va a la piscina dos o tres veces por semana para unírmele: no es demasiado sacrificio soportar sus fanfarronadas de adolescente sobre cuántas vueltas puede dar en cuánto tiempo ni cómo es irrelevante fumar siempre que haya actividades físicas que lo compensen. Quizá deba empezar mañana para evitar rebotes bruscos de peso como consecuencia del tratamiento. La natación ejercita muchos músculos simultáneamente: quizá logre por fin el cuerpo que deseo. Quizá, también, deba disuadirme de este pensamiento el hecho de que mi jefe nade todas las semanas siendo un cerdo de generosas proporciones. Ya veremos.
[...]
Harto de la rutina de levantarse todas las mañanas a las cinco y media, tomar el auto hasta la salida sur de la ciudad, recoger a Selbor en su domicilio, pasar por el Monofiera al suyo y llegar hasta el gimnasio de la laguna para repetir infructuosamente grupos de ejercicios en aparatos con asientos planos, inclinados o verticales, poleas, cuerdas y resortes, bandas, botones y tubos, dio por terminadas sus voluntarias obligaciones una mañana de marzo. No soportaba, además, seguir desayunando cereal para completar la actividad física con una dieta razonable, ni sentir el cuerpo entumido por varias horas durante la mañana, mientras en la oficina no dejaban de acumularse actividades. Doscientos cincuenta microgramos de levotiroxina sódica todos los días y una actividad sexual nula no mejoraban el humor de quien experimentaba, como en ciclos, una desilusión tanto de las actividades en que había sido exitoso como de las personas en las que había depositado sus esperanzas. Recibió, por error, una postal dirigida a su vecino, que decía: "...llegará un día [...] en el que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos sucitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya variado de temas ni estos hayan perdido interés". Se sentó en la sala a acariciar el lomo pecoso de la perra que se echó pensativa entre sus piernas. Entrecierran los ojos. Primero él. Luego ella. Huele a sopa recién hecha y pasa una hora sin que nadie diga una palabra mientras se mueven los trastes y cacerolas en la cocina. 'Cómo me gustaría ir ahora mismo a la Barranca', piensa. Pero eso está en otra ciudad. Pero eso está en otro tiempo.
[...]
Terminó de limpiar los clósets que su ex-marido había vaciado de sus cosas e instaló el banco de ejercicios y la bicicleta de spinning cerca del cuarto de baño. 'Otra vez estoy solo', pensó, 'tanto mejor para ponerme en forma y cuidar lo que como. Mañana puedo empezar. Es lunes. O quizá deba esperar al inicio del mes. O al año nuevo. O a mi cumpleaños. No siempre se cumplen cincuenta. ¡Medio siglo! ¡Qué barbaridad! Qué pronto se pasa el tiempo. Será mejor mañana, sí. Mejor mañana empiezo. Esta vez es en serio. También podré leer más frecuentemente y a la hora que quiera. No voy a detenerme hasta que consiga lo que quiero. Mañana empiezo, sí. Mañana...' 
Y se quedó dormido.

sábado, agosto 12, 2017

La marcha del orgullo gay en Santa Teresa

Querido Jorge:

Todavía no hace todo el calor que suponíamos cuando decidí venir para acá, ¿recuerdas? Los preparativos para el viaje, las maletas, los abrigos europeos que se quedaron colgando de las percheras del Reino porque en este desierto resultarían totalmente inútiles (ello no fue completamente cierto, como quedó probado en febrero cuando se congelaron los cultivos de alrededor y los vidrios amanecieron cubiertos de un hielo finísimo; pero eso fue una excepción). Nos dijeron que hacia junio el calor sería peor que todo lo que hubiéramos conocido con anterioridad. Llegado junio, nos dijeron que en julio sería peor. Pero julio llegó y nos dijeron que esperáramos a agosto. La providencia ha querido que el crío y yo viviéramos en esta vieja casa sin aire acondicionado para mejor entender qué significa el calor. Una vez nos metimos juntos a la ducha con todo y ropa, antes de irnos a la cama: despertamos completamente secos y con la frente perlada de sudor. Curiosidad científica, supongo.
Curiosidad. La misma que me ha hecho recorrer las calles de nuevo en busca de chicos y a desentrañar con minuciosos patrullajes las zonas y horarios en donde puedo encontrarlos mejor dispuestos a mis inclinaciones. Plaza dieciocho de marzo, plano oriente, la calle Galeana o la California, los alrededores de la central camionera. Soy un gran geógrafo, ¿recuerdas? Desde pequeño adoro los mapas. Explorar, saber, hacer taxonomía. Pues bien: esta no es la ciudad del Reino con sus escandalosas discotecas y centros comerciales, con ese saludable anonimato que anima a los homosexuales a salir del clóset. Hoy he pensado en el poco mérito que tiene todo ello cuando ningún conocido te ve: ¿de verdad son libres y desprejuiciados quienes se exhiben de noche en zonas señaladas, quienes se circunscriben a guetos? Te apuesto a que la mitad de esos cuya exhuberancia te hacía estallar en carcajadas tanto como te excitaba tienen jornadas laborales ordinarias y discretas o, en el peor de los casos, vidas familiares contritas, hechas de padres y hermanos que dicen quererlos mucho mientras no hablen de su modo de vida ni se acerquen a los niños. Esto tampoco es una ciudad europea, desde luego. En aquellos sitios, como alguna vez te comenté, se entiende por mente abierta la capacidad hipócrita de guardarse las opiniones verdaderas que tenemos sobre los demás, mientras ellos, los otros, pasean libremente por los estrechos canales que dejaron despejados los ojos y la censura de las mayorías. Es ominoso. Salvo en la zona detrás de la mairie de París o el madrileño barrio de Chueca, no hay manera de ver una sola pareja de hombres de la mano. Cuando por fin se divisa alguna, las personas fingen no verlos mientras sus ojos giran hacia ellos; si encima hay una diferencia de edad notable, apenas resisten la tentación de girar la cabeza con desaprobación. Y olvídate de la banlieu parisina o las periferias de Madrid, donde es impensable semejante atrevimiento so pena de ser atacados como, curiosamente, no lo serían en el sureste mexicano donde las categorías sexuales son más bien difusas. Como en muchos otros rubros, también en materia sexual los europeos son extremadamente respetuosos de la ley: por supuesto que la homosexualidad no es un delito y que en no pocos países dos hombres pueden casarse o adoptar hijos, pero es una libertad de forma cuyo objeto es contenerlos y eventualmente apartarlos de la mayoría, proporcionándoles el espacio que sobra. Exactamente como con otras minorías, el europeo parece decir 'la discriminación de los negros está prohibida, pero no nos mezclamos con ellos porque nadie puede forzarnos y en el fondo seguimos teniendo miedo y repulsa', así que la tolerancia se traduce en compartimentalización: cada quien dentro de su aburrido perímetro con el trabajo como único espacio donde se tocan siempre tangencialmente. La libertad sexual latinoamericana, en cambio, es real: no espera leyes para salir a la calle ni pide que un hombre diga que es homosexual para ponerse de rodillas a practicar una felación: se ejerce. Medida en palabras puede parecer mezclada y turbia y ambigua, capaz de herir a los teóricos; pero no desmerece de sus lúbricos resultados prácticos.
Pero me estoy desviando, ¿verdad? Estarás esperando que te comparta algo más picante en vez de disquisiciones sociológicas improvisadas, ¿no? Ya habrás deducido que Santa Teresa, con todo y sus modestas dimensiones, no me ha decepcionado: gente de variadas condiciones se ha ido a mi cama à la mexicaine, es decir, sin considerandos: casados con hijos, jóvenes con novias, toxicómanos con lencería femenina puesta o dispositivos mecánicos imposibles de creer si no los hubiera visto. Los pueblos, ya se sabe, son tan atrevidos en lo privado como las grandes ciudades en sus escaparates nocturnos: es un error frecuente menospreciarlos. Casi no hay vida nocturna y una cochera de techos altos improvisada como bar hace de único local gay, pero ello no obsta para que en pleno mediodía uno pueda salir en el vehículo a abordar chicos más que dispuestos a subir al carro de un desconocido. De ahí en adelante ya depende de uno. Desde luego, están presentes todos los signos del provincialismo que me recuerdan a la ciudad del Reino hace veinte años: los hombres piden discreción, temen ser vistos, su lenguaje está plagado de eufemismos que les facilitan la tarea de no asumir lo que son. A mí me da igual, desde luego, en tanto abran las piernas. A la mayoría no vuelvo a verlos ni aunque me lo pidan. Store policy, me digo.
Quizá pienses que esta es una postura bastante cínica, pero optimista, de abordar el hecho de que nunca había estado en un sitio tan retrógrado en materia sexual. Puede ser. Pero déjame compartirte algo de lo que el crío y yo fuimos testigos esta mañana cuando nos disponíamos a hacer la despensa como todas los domingos. Si bien los habitantes del pueblo no se caracterizan por conducir sus vehículos de forma mínimamente eficaz ni segura, el tráfico cerca del mercado estaba particularmente lento, lo que me hizo preguntar a uno de los policías del área qué ocurría. 'Hay una marcha de jotos', me dijo riéndose. ¿Una marcha gay en Santa Teresa? ¿Uno de esos desfiles con carros profusamente decorados, hombres en ropa interior ajustada bailando y drag queens que lucen más esbeltas y femeninas que las ballenas locales? Estacioné el auto donde pude y, junto con el crío que ya soltaba pequeñas risitas de curiosidad nos acercamos a la marcha. Nadie se había reunido para verlos. Los transeúntes apenas hacían pausa o giraban la cabeza perezosamente para ver pasar el único carro de la marcha. Una veintena de hombres y mujeres sostenía cartulinas con letreros improvisados hechos a mano en los que se leían cosas como 'No discrimines' u 'Orgullo gay'. Algunos, quizá sobrepasados por el referido orgullo, se tapaban la cara con esas mismas cartulinas, lo que fue todavía más evidente cuando llegaron los del periódico local con cámaras fotográficas. El crío reía a carcajadas y yo no pude evitar reírme con él porque aquello me pareció ridículo comparado ya no con las marchas de Amsterdam o Berlín, sino con las de la ciudad del Reino. Pero luego lo pensé mejor: ¿no demostraban los miembros de esta patética marcha una mayor convicción y valentía que los de los sitios más cosmopolitas? ¿no hacían falta más huevos para hacerse visibles en un sitio con semejante modorra intelectual y moral, aún vestidos como obreros, que en las calles de San Francisco con las nalgas al aire y un jockstrap por única vestimenta? Ya lo creo, Jorge, ya lo creo.
No sé cuánto tiempo vaya a vivir en este lugar, querido amigo, pero por lo menos ha de ser hasta que el crío termine sus estudios. Veo remoto e indeseable que mi pareja se reúna conmigo, primero porque aún no estoy suficientemente asentado aquí, pero también porque estoy disfrutando mucho ser padre soltero. Te confieso que me emociona la perspectiva de reunir estudiantes en mi casa quizá los amigos del crío a beber cerveza y tocar música hasta tarde, discutiendo con la pasión generosa de quienes aún tienen la vida por delante, intentando contestar la única pregunta que vale la pena: ¿cómo vivir? Un fuerte abrazo, Jorge.

Luis