sábado, septiembre 20, 2008

Meridiana

Meridiana lo comprendió aquel día, mientras esperaba a que Xavier saliera del trabajo, metida en el coche, con las fotos reveladas y la vieja música que solía poner en su humor nostálgico. Como de costumbre, intervino un sueño, apenas cinco minutos después de mirar algunas imágenes de aquel rollo que esperó veinte años para ser revelado; un sueño instantáneo, de esos que vencen la vigilia apenas aflojar un músculo tras una semana de fatiga acumulada y obligada concentración.
Se había recargado en el asiento, de costado, cuando de pronto sus manos ya no tenían la decolorada foto del día en que terminó el bachillerato, sino el mango plateado de una puerta conocida. La abrió advirtiendo que la cerradura aun tenía el juego habitual con la manivela y que la puerta todavía se frenaba en el mismo ángulo, al contacto ligero con un relieve de la moqueta mal puesta. Ahí estaba su cama, su cabecera infantil con los ejemplares de la suscripción a la revista que pagaba su madre, su ropa doblada, su mesa-banco con la maquinilla de escribir de cinta rojinegra, la radio en forma de cubo donde además podía tocar los quince cassettes que tenía, el reloj con brújula que nunca funcionó…
Se acercó a la cabecera. Quiso escuchar una canción que había grabado del radio y supo exactamente en qué cinta estaba. La tomó, la puso en la rejilla, adelantó lo que hacía falta identificando la canción que estaba antes de la que deseaba (una capela ridícula de un grupo al que entrevistaban) y entonces la escuchó: el cubo reproducía el sonido apretándolo en los graves y desdeñándolo en los agudos, justo como eran las cosas, aunque ahora la cama se hundiera más al peso de su cuerpo de mujer de treinta y cuatro años, no de niña de trece…
No lo notó enseguida, si bien se miró las manos al pasarlas por la colcha azul de delgadas rayas blancas y las percibió muy grandes y rugosas, con venas azuladas y visibles, nada suficiente para distraerla del cuaderno de resúmenes que tenía al pie de la cama: las hojas enganchadas a sus pequeños aros y separadas en cinco secciones por laminillas plásticas de colores. Pasó las hojas con fascinación, recordando datos, encontrando dibujos, mirando el doblez de la última hoja –sobre los asirios- cuya esquina sufría al rozar con los bordes de la contraportada y despegaba lentamente la etiqueta de la orilla. ‘Yo sé que sé’ –se dijo en el sueño con el pensamiento- ‘y ahora sé lo que no sabía que sabía’.
Entonces fue al clóset y encontró sus blusas y los vestidos con holanes y los zapatos de charol, tres discos enormes envueltos en plástico, el sombrero de paja que le regaló su tía Benigna y la caja de música que ya no sonaba. Pensó en su diadema blanca y recordó que todavía no la compraba. Lo mismo pasó cuando abrió el último cajón de la cómoda sabiendo que encontraría cartas de su padre y perfumes en frasquitos diminutos, pero no el suéter olvidado de Septentrión al que todavía no conocía; destapó cada envase confirmando el olor y su circunstancia, acaecida o por venir, pero ya sabida.
Entonces levantó la vista y comprobó que ya era de noche. Se acercó a la ventana donde faltaba el tercer barrote y miró el cielo estrellado, luego escuchó al perro olfatear por ahí y pasearse haciendo sonar sus uñas, rascando la pared para que ella bajara una mano y le acariciara la cabeza. Una extraña angustia la invadió al comprobar que estaba a la altura del barrote faltante, que sus brazos eran tan largos y sus pechos tan grandes. Terminó la música en el cubo, buscó el interruptor de la luz. Frente al espejo lanzó un grito de espanto…
En el estacionamiento ya no había nadie. Se pasó una mano por la boca, se miró en el retrovisor y apagó el estéreo. Sonrió convencida de que no importaba el tiempo ni el lugar, porque ya habría estado allí, porque ya sabría dónde estaba cada cosa, porque al despertar también se reconocería. Xavier se acercaba por la explanada y, como de costumbre, ella fingió no darse cuenta de su aproximación para dejarlo creer que la sorprendía, abrirle la puerta hasta que él le señalara que los seguros seguían puestos, y entonces preguntarle “¿Cómo te fue?”.

lunes, septiembre 08, 2008

Querer

–¿Diga?- dije al contestar el teléfono luego de subir a toda prisa hasta el cuarto de los diccionarios (tengo muchos, una manía, ni siquiera los he abierto para consultas) donde llevaba ya un minuto sonando como si fuera urgente.
–Buenas tardes- dijo la voz incongruentemente: eran apenas las diez de la mañana –Le llamo para preguntarle si sabe lo que quiere...
Tardé unos segundos en responder, pensando que faltaba algo en su frase, luego creyendo que se trataba de un pedido mío que debía completar, pero no me vino ninguno a la memoria.
–¿Eh? ¿Lo que quiero? ¿De qué?
–Le he preguntado si sabe lo que quiere- repitió obstinado el individuo, una voz neutra con un posible rango de edades muy amplio, entre 25 y 50, me parecía. Pensé entonces que se trataba de una broma y le dije en tono de guasa:
–Quiero que me deje en paz, ¿qué le parece?
–¿Y de verdad se quedaría en paz? ¿es eso lo que quiere, es decir, le falta?
Con lo que venía ocurriendo en el país temí que se tratara de un secuestro, pero luego mi cerebro se inclinó por la simple idea de publicidad por teléfono. Quizá sólo debía contestar la pregunta y descubrir las últimas ofertas de Todotiendas o recibir el premio. Me atreví:
–No, no me falta paz. Y sí sé lo que quiero, naturalmente.
–Qué bien, le felicito. ¿Qué es lo que quiere?
Era una pregunta impertinente, desde luego. Recién acababa de intentar por todos los medios quedarme en el país, sin mucha convicción y sin éxito, y ahora estaba a sólo un día de largarme de nuevo a donde no quería: la bien conocida combinación de orden y progreso por un lado, y alienación, soledad y extranjería por el otro. Pero volvió a mi cabeza la idea de una promoción:
–Quiero ganarme el premio…- dije tímidamente, casi en forma interrogativa.
–Me temo que la vida no guarda más premios que el de su transcurso, señor, y eso ya es difícil de apreciar. ¿Se refiere al premio de estar vivo?
La idea me parecía insoportablemente ñoña. Y aun así alcancé a pensar: “Sí, prefiero estar vivo a morir. Prefiero que mañana no caiga el avión ni descarrile el tren. Prefiero la vida, pero….” Y entonces supe lo que contestaría:
–Oiga, la vida no puede ser premio porque ello implica nuestra existencia antes de ganarla: ¡es absurdo!
–Fue usted quien mencionó el premio, señor. Pero ya que lo aclara, ¿qué es lo que quiere, entonces?- dijo sin darme tiempo a celebrar mi escolástica antiteológica.
Estaba distraído y sosteniendo una conversación ridícula con un desconocido mientras Adriana arreglaba la cocina abajo y un improvisado jardinero cortaba el pasto del pequeño rectángulo verde, en el patio. Un humor melancólico anticipado, parecido al de quien sabe que pronto morirá, se instaló en mi cabeza y me hizo suspirar hondamente con el teléfono pegado a la cabeza. Me llegaba todavía el olor del desayuno de hace una hora, pasé una mano por los lomos de los diccionarios y me percaté de que se había nublado un poco.
–Usted gana- dije. –No sé todo lo que quiero, a veces deseo imposibles, cosas irreconciliables entre sí.
–Lo entiendo, caballero, lo entiendo. Pero querer imposibles también es saber qué es lo que quiere, ¿no le parece?
–¡Menuda victoria! ¿y de qué me sirve si no soy feliz?
–¿Felicidad? Esa es una idea peligrosa, señor, yo no me atrevería a tanto. En cambio saber lo que quiere le da voluntad, lo mueve, lo mantiene ocupado. ¿Está haciendo lo que quiere?
“Y lo que no quiero también”, pensé haciendo una mueca y contemplando en su totalidad los distintos actos de mis tres meses de forzadas vacaciones. “A cada hecho, a cada movimiento lo impulsaba el deseo de consumarse, pero también la esperanza de su rechazo, de su impedimento, de su frustración última”, pensé en breves segundos. Y dije:
–Indudablemente. Y me complace y no me complace.
–Entiendo, señor, es lógico… parece que efectivamente hace lo que quiere- aseguró mi interlocutor.
–Así parece- dije con nuevo aire de suficiencia. Ya había sol de nuevo, algunos rayos caían sobre el globo terráqueo iluminando mi destino.
–Que tenga buen viaje- completó el desconocido para enseguida colgar y dejarme preguntando:
–¿Cómo? ¿Quién le dijo que voy a viajar? ¿Oiga? ¡Oiga…!

Oí la voz de Adriana llamándome: el jardinero ya había terminado.