martes, abril 26, 2016

Carta del Doctor Prieto al Estrábico

¿Por qué será, José Luis, que todos los maricas desean tener la moral de su lado luego de despreciarla con sus afeminados aspavientos y exageraciones? Tiene gracia. El tipo nos trata amablemente luego de hacer lo que sea que haya hecho (en realidad no lo sé a ciencia cierta ni me importa, sólo sé que hasta el más ligero rumor tiene su fundamento en alguna verdad; si no, mira a los judíos) y luego de no obtener lo que desea va subiendo de tono hasta amenazarnos veladamente y rematar con unas conmovedoras reflexiones que casi consiguen hacerme reír. 
Es un estúpido. No voy a negar que entre nuestros empleados tenemos gente tanto o más histérica que el putito, gente a la que hemos prestado atención porque es parte de nuestro trabajo y porque nos conviene para espantar a los colegas que aún objetan la manera en la que hemos trepado hasta la cabeza de la organización: deben saber que podemos castigar y que no reparamos en magnitudes ni pesquisas, últimamente ni siquiera en consecuencias, pues ya te habrás dado cuenta de que este asunto va para largo; pero la diferencia entre el feminoide y sus más conspicuos acusadores es la eterna preocupación de aquel por demostrar su superioridad moral, por elevar la discusión por encima del lodazal al que quieren arrastrarlo la Doctora y la Secretaria, a cuyos delirios hemos dado crédito y aún ampliado con testigos que, con tal de no ver afectados sus intereses, son capaces de jurar que el diablo se apareció en las instalaciones. Es una alegre coincidencia entre un par de viejas con los estrógenos hechos polvo y un invertido que se comporta como ellas: en vez de hacer lo que un hombre haría tragándose la afrenta y continuando su vida como si nada, él responde como lo que es en esencia: una mujer ofendida que se desgreña con otras mujeres, lo que bien visto permite reducir el asunto a lo que los gringos llaman una cat fight. No hace falta decirte cuánto nos conviene esta percepción aunque hayamos obrado con solemnidad aparente en las escasas ocasiones en que nos hemos dignado contestar. Pleito entre verduleras, es la opinión que predomina entre nuestra dócil y bien educada gente; gracias a esta simplificación descartan el asunto, no reflexionan al respecto y guardan un silencio que yo disfruto enormemente como prueba de que hemos vencido. 
Sí, ya sé que te preocupa el proceso que nos siguen, la comisión y la visitaduría, los citatorios cuajados de esa redacción amenazante de la jerga jurídica, ¿pero en qué país crees que vives José Luis? ¿te das cuenta de la suerte que tenemos? Aquí no ha muerto nadie ni hay drogas de por medio, el gobierno federal no va a gastar tres millones de dólares en pagarle a un grupo de expertos para saber si el joto tiene razón en que hemos atropellado sus presuntos derechos, claro que no: el pobre imbécil va en línea recta hacia el ridículo y luego al ostracismo, ya lo verás. No lo defiende nadie, ni siquiera su empresa, amigos, o beneficiarios: todos han guardado un prudente silencio que han querido venderle como solidaridad. Me da lástima, pero debe pagar las consecuencias de lo que sea que haya hecho y, sobre todo, las consecuencias de ser quien es. ¿Crees que defendemos algo injusto? Yo no. Yo creo de verdad que hemos hecho lo que nos correspondía: somos las nuevas autoridades del centro y decidimos lo que es mejor para la organización, la defendemos de cualquier influencia degenerada. No vamos a permitir que ese joto venga aquí a burlarse de nosotros con sus agudos sarcasmos ni a hacer gala de ironías que nadie le ha pedido, ofendiendo a quienes sencillamente no tienen ganas de escucharlo. Se cree muy inteligente, pero no advierte que para serlo de verdad debe moverse como nosotros: con ambigüedad, con sí, pero no, con elipsis e insinuaciones, con intencionada vaguedad. Y allá cada quién entienda lo que guste. No le ha servido al nenaza su sexualidad incierta para tomar lecciones prácticas que le ayuden a conducirse con más éxito en la vida. Quiere definiciones y contornos precisos, como si la vida fuera asunto de matemáticas. Pobre diablo.
Y bueno, a fin de no ser enteramente superficial, me gustaría profundizar en lo que fue mi punto de partida: el empeño enfermizo de nuestro putete en pasar por adalid de la dignidad moral. ¿A qué viene semejante obcecación, José Luis, tan retorcido despropósito? No lo sé bien, pero sé que es el mismo que manifiestan otros de su especie por entrar al seno de la Iglesia o por unirse en matrimonio civil; es la misma insistencia del ateo que explica patéticamente que no creer en dios no lo hace mala persona; la del tatuado o el melenudo que luego de sus idioteces abogan por ser considerados normales; la del negro que quiere ser considerado blanco... ¿Por qué? ¿Por qué desean vernos la cara de idiotas y hacerse pasar por uno de los nuestros? ¿Por qué si a ellos les gustan las heces y lo abominable? ¿Por qué abjuran de la sordidez por la que están fascinados y a la que no pueden resistirse? Advierto en todo esto una inconformidad de la que quizá sea su última parte de conciencia sana en contra del ser en el que se han convertido; una última rebeldía de la conciencia a la que sólo los más degradados logran vencer. En las encendidas quejas de nuestro maricón no veo un proceso en contra nuestra sino una manifestación de la insatisfacción personal con la que vive. Se detesta. No tiene ni siquiera una buena opinión de sí mismo. Y por eso ¡fíjate nada más! nos obliga a hacerlo pagar, porque somos su mejor oportunidad de redención. No nos dejará ir fácilmente. Yo, como la justicia de este país, no tengo desde luego ninguna prisa.

sábado, abril 23, 2016

Todos los días se acaba el mundo

'Esto ya lo he visto', me dije, y seguí conduciendo por las calles del centro sin prestar demasiada atención al incendio de la tienda de muebles que, cuando me iba alejando, hizo una explosión sorda a la que parecieron acallar los escombros que hasta hace unos momentos eran paredes y techos. Llevaba más de una hora buscando algún jovencito que quisiera subir al auto, pero Santa Teresa, como es su costumbre, deja sus calles desiertas apenas pasan las diez de la noche. 'Sí, esto ya lo he visto', pensé, '¿no fue caminando por López Mateos luego de una desvelada de trabajo con los compañeros de la maestría? Una mañana de diciembre, seguro. Hacía frío entonces y los proyectos de la escuela nos mantenían ocupados incluso de noche, de modo que había pernoctado en casa de José (¿o fue Ambrosio?), y al salir por la mañana los ojos me ardían de tanto acercarme a las placas de los circuitos "Al menos no hace sol", recuerdo haber pensado mientras me calaba las gafas oscuras bajo un cielo nublado, somnoliento lo mismo la garganta que llevaba irritada de tanto fumar y gritar por encima del ruido de la música de los Smashing Pumpkins con que Marcos nos había castigado por horas. Entonces, cerca del bolerama, vi la columna de humo espeso sobre la mueblería y las lenguas de fuego asomarse por dos o tres ventanas ya rotas. Era temprano, sábado o domingo, no recuerdo, pero casi no había gente en la calle y la poca que pasaba no se detenía a mirar, apenas giraban sus cabezas mientras se alejaban como si temieran que aquello los alcanzara traicioneramente. "Se está acabando el mundo", pensé de pronto como si me lo hubieran susurrado, yo mismo asombrado de lo que pensaba. Me esperaba un largo camino a través de la ciudad para volver a mi casa: la ruta 258-D, Plaza del Sol, el extraño descenso por Prisciliano Sánchez, el hedor de San Juan de Dios, la vista de la ciudad desde las alturas del Estadio (¿o era Circunvalación donde daba vuelta el camión? ¿quizá desde Federación?) y luego el ascenso por Belisario Domínguez como quien se adentra en territorio seguro, el sol siempre dando por culo a la derecha por la mañana y a la izquierda por la tarde, luego la cima del cruce con el Periférico donde me apeaba, antes de que el autobús se acercara a la terminal de Huentitán, ya en la Barranca. "Se está acabando el mundo", me repetí apropiándome de las palabras que hasta hace unos segundos me parecían prestadas, imbuidas. Me detuve. Examiné mi mochila y pude hallar todavía dos cigarrillos entre el montón de cables, alambres y estaño que había utilizado la noche anterior. Llevaba dos libros: Sistemas de Control Discreto, de Ogata, con la portada negra despintada por el uso, y La Nueva Mente del Emperador, de Penrose, préstamo de Manolo que la noche anterior había dicho que nos morimos muchas veces en la vida, no recuerdo ya en qué contexto. Encendí el cigarro, anduve unos cuantos pasos y me senté en la parada de autobús, viendo la columna de humo en la distancia y repentinamente nervioso. Una mujer muy delgada, joven y elegante, con una mascada de rosas pálidas sobre fondo marfil, también con gafas oscuras, se acercó a la parada y se quedó de pie con las dos manos muy juntas sujetando un bolso pequeño de color verde esmeralda. Se apoyaba en un pie, se apoyaba en el otro, ella misma también inquieta o desesperada, me parecía. No pasaba ningún autobús. Entonces era frecuente que hubiera lagunas de tiempo en las que los camiones de determinada ruta no pasaban, lagunas que a veces podían durar hasta media hora, sin importar si eran horas pico o ya estaba por terminar el servicio. El incendio de la mueblería, a lo lejos, ya no dejaba ver tanto el fuego como la sombra de un humo denso. Después de cinco minutos de evadir mirar hacia mí, me abordó:
¿Tienes fuego?
Sí, claro, permíteme y al rebuscar en mi mochila sin encontrar el encendedor (aquello era un desorden: vi que había un hueso de aguacate entre los cables), preferí interrumpirme y acercarle mi cigarrillo al suyo, delgado y largo, que ya llevaba en los labios pintados de carmesí brillante.
Muchas gracias me dijo dando una profunda calada Es un día muy extraño, ¿cómo es que estás en la calle?
Su pregunta me cogió por sorpresa, llenándome de temor.
¿Lo dice por el incendio? dije sonriendo tímidamente mientras que con la mano que sostenía el cigarrillo apuntaba a la columna de humo. Sentí ganas de besarla.
No contestó con una sonrisa aplanada pero creo que sabes a lo que me refiero.
Pensé en la letra de Ángel, de Mecano, esa canción de mi infancia en la que se describía el fin del mundo como el frustrado intento de organizar a una humanidad precipitada e histérica para que entrara por las recién abiertas puertas del Reino. "Y sólo pudo entrar el ruido del viento", repetía el estribillo. Como los años setentas con los ovnis, los ochentas estaban obsesionados con el fin del mundo, la amenaza del holocausto nuclear que reprodujeron numerosas películas en formato beta y en autocinemas. Nada asombroso, pues, que en mitad de esa década haya venido Mecano con esto. «Pero estos son los noventas. Y casi terminan», me dije para mis adentros comprendiendo demasiado tarde que era mi turno para contestar.
Sí, creo que sé a lo que se refiere dije mintiendo y pensando luego (o queriendo pensar): «Esta mujer está loca».
Una explosión sacudió la mueblería, algo moderado y poco vistoso que apenas consiguió hacernos mirar hacia allá. Ella dio una última calada a su cigarrillo y yo me preguntaba cómo era posible que ni el camión ni los bomberos acudieran, que la calle pareciera desierta, que esta mujer se condujera de forma tan enigmática. Me decidí a traer el mundo de vuelta a la normalidad:
¿Y usted a dónde va, si se puede saber?
Yo... 
Un auto largo y negro, con los vidrios velados, se detuvo frente a nosotros. Ella subió por la puerta trasera sin contestar mi pregunta, pero abrió ligeramente la ventanilla para gritarme mientras el auto avanzaba:
¡Se está acabando el mundo!
Me quedé aturdido y el sueño retrasado que llevaba desde anoche me invadió súbitamente. Cuando desperté, seguía sentado, apoyada la cabeza sobre uno de los postes de la parada. Circulaban autos, esperaban al camión decenas de personas, el sol ya estaba en alto. Del humo de la fábrica ya no quedaba nada.'
Frené repentinamente cuando se atravesó un tipo drogado cerca del mercado municipal, se acercó por la ventanilla y dijo que traía globitos de cristal y mota. Lo despedí como pude y decidí orillarme para tranquilizarme, encendiendo un cigarrillo. 'Hace tanto de eso', pensé, 'y el mundo no se acabó, ni en dos mil ni en dos mil uno ni en dos mil doce; o es más bien que se está acabando todos los días, que a todos nos toca vivirlo y presenciarlo, advertir los signos, leer la historia de una humanidad en decadencia que un buen día —mira qué casualidad, ¡este día!— se acaba. El muchacho que anduvo López Mateos, el que llegó aquel día a tirarse en su cama mientras su hermana cocinaba, el que pasó la noche en casa de Ambrosio (¿o era José?) no existe más, su memoria distorsionada la recoge este hombre de cuarenta años que ha salido a buscar jovencitos qué follar y se ha encontrado con un incendio, ¿se está acabando el mundo? ¿son ciertos los libros de historia? ¿el armagedón que viene, el que ya pasó?'.
Bajé del auto buscando un rincón oscuro para orinar. En medio del chorro largo vi pasar a lo lejos las torretas de la policía. 'Una ciudad peligrosa según el Departamento de Estado, Santa Teresa', pensé divertido. Terminaba cuando escuché unos tacones acercarse.
—¿Tienes fuego?

domingo, abril 10, 2016

Para que nada cambie

Días después de los atentados en el aeropuerto y metro de Bruselas, Luis González de Alba publicó un artículo titulado "¿Islamofobia? ¡No: islamo-odio!", donde expresa opiniones sobre los musulmanes y más específicamente sobre aquellos que viven en Europa, opiniones que, como es su costumbre, están apoyadas en numerosos hechos, sentido común e inteligencia. No obstante, la relectura del artículo produce incomodidades crecientes: se echan en falta numerosos matices, se padece una vehemencia atropellada menos cerebral que visceral, se resiente la prisa indignada en vez de la reflexión serena ante los atroces hechos. Es claro que en tiempos de insoportable corrección política, cualquiera que hable a las claras encuentra el aplauso de los que tuvieron más escrúpulos para expresarse, aunque lo que digan no sea producto de una reflexión pausada. Ello emparenta, indeseablemente, a quienes usan la cabeza como Luis González, con quienes vomitan consignas incendiarias como Donald Trump.
"Europa puede disponer de transporte gratuito... para volcar en Arabia, Yemen y califatos los millones de musulmanes de Europa y América", dice. Dejemos de lado la por así decirlo propuesta y atendamos al criterio: si por musulmanes entendemos a aquellos que se declaran como tales entonces estamos hablando de un espectro muy amplio que incluye a inmigrantes ilegales, extranjeros con residencia legal y nacionales cuyos padres o abuelos también gozaron de la nacionalidad en cuestión. Luego entonces ¿es posible que la religión que alguien declara constituya un criterio para que se le traslade tan gratuita como forzosamente hasta las fronteras de las teocracias musulmanas, sin importar que se trate, digamos, de un francés de padres y abuelos franceses? ¿por qué deberían ser llevados a otros países los que no estén de acuerdo con los sistemas de gobierno, cultura y tradición de los países europeos? ¿porque causan problemas? ¿porque "los musulmanes de ahora... son el huésped [que] arroja sobre el mantel las chuletas que le sirven porque son de cerdo y llama puta a la anfitriona por traer escote y pantalones"?
El Estado laico, como es el caso de casi todas las democracias europeas y (al menos en principio) de los países latinoamericanos, tiene bien entendida una lección: la religión no debe ser criterio para nada que tenga qué ver con el gobierno. Los responsables de los atentados en Bruselas deben ser juzgados según el delito cometido, quizá con la agravante de tener una inspiración intolerante como la de los crímenes de odio (homofobia, misoginia, por ejemplo), pero nada más. Que las estadísticas prueben que la mayoría de los crímenes cometidos en Estados Unidos los hacen hispanos o negros, o que la mayoría de los atentados suicidas en el mundo los cometan musulmanes, no es causal para que el Estado laico tome medidas sistemáticas en contra de esos grupos. La intervención preventiva del Estado sólo puede ser educativa apoyada en la ciencia y la razón, no en convertir musulmanes en cristianos o a negros e hispanos en blancos mientras que la coercitiva sólo debe producirse cuando existe un crimen de por medio, no antes. Proceder de la manera sugerida por Luis González aún tratándose de una figura retórica para cargarse de razón y no para ser tomada literalmente en serio es coquetear con el fascismo más tradicional.

Pero es difícil pensar en González de Alba como en un fascista. Numerosos artículos cargados de lucidez desmienten semejante aserto, siempre preocupado por desenmascarar los mitos más tradicionales de la historia reciente de México con extraordinaria agudeza (el de los que quieren hacer pasar el Estado mexicano moderno por el mismo Estado gorila de los tiempos de Díaz Ordaz, por ejemplo). ¿Qué puede entonces explicar el desliz de su islamo-odio al que desde luego tiene todo el derecho? Europa vive una paradoja histórica y migratoria interesante: por un lado, transmitió a sangre y fuego su matriz cultural al continente americano, pero lo separa de él un océano; por el otro, sus vecinos más cercanos geográficamente no lo son culturalmente: el mundo musulmán de África del Norte y Medio Oriente. Como resultado, la inmigración a Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial, con un continente afligido por los estragos del nazismo y temeroso de su resurgimiento, provino fundamentalmente de países musulmanes: magrebíes en el caso de Francia, pakistaníes en el caso británico, norafricanos libios o egipcios en el caso italiano, marroquíes en España, iraníes o sirios en Austria, turcos en Alemania. Por razones sobre todo geográficas, los americanos sus parientes más cercanos culturalmente, tanto en la tradición católica latinoamericana como en la protestante anglosajona no fueron a vivir con los europeos. El resultado es que la Europa de la posguerra, democrática y tolerante como consecuencia del sentimiento de culpa que le causaba su reciente pasado genocida, se volvió "vieja y cobarde" para intentar siquiera integrar a los millones de individuos ajenos a su matriz cultural. En aras del respeto a la diversidad y otros cientos de modas, los guetos que la escinden de manera dramática crecieron en su interior hasta parir las amenazas suicidas que ahora conocemos. Paradójicamente, los que sí comparten la civilización occidental, pero no radican en Europa González de Alba, por ejemplo ven con horror su transformación en lo que no es (¿o era?) y predican la expulsión de aquello que en su opinión le es foráneo y la destruye o, todavía más precisamente, de todo lo que no se ajusta al canon europeo del que, paradoja de paradojas, los americanos más cultos han terminado por ser adalides. Para que lo bueno no cambie, parecen pensar, mejor que nada cambie: que se vayan los inmigrantes musulmanes y aún los nacionales de esa religión. Que si no les gusta la democracia, salgan de Europa. Que si no quieren que se distribuya cerdo en los desayunos escolares, se retiren. Que vayan a países musulmanes y no quieran cambiar la bandera suiza que lleva la cruz helvética, ni siquiera aunque tengan pasaporte suizo y hayan nacido ahí.
Dejemos de lado el esfuerzo mental que supone pensar en París (como muchas capitales europeas) sin negros ni magrebíes ni musulmanes ni demás "extranjería". ¿Es el pensamiento conservador de la civilización europea original (si hay tal cosa) una buena idea? ¿Debe impedirse que cambie? Es elemental que los nacionales de cualquier país tienen el derecho de llevarlo por donde mejor les parezca, aún lejos de lo que en otro tiempo resultó tradicional y "canónico". Si Europa se vuelve intolerante o mayoritariamente musulmana, si llega el día en que como los iconoclastas del Estado Islámico decida volar en pedazos sus museos y edificios más significativos, será sin duda algo muy lamentable para quienes atesoramos dicha herencia, pero las sociedades no son organismos estáticos y eternos y, si algo enseñan esas ruinas de Pompeya o Atenas es justamente que, sin importar cuánto esplendor y vigor alcance una civilización, ésta también está sujeta al cambio, la degeneración y la muerte. Quizá, más que autobuses que conduzcan a millones de musulmanes a las fronteras de Europa, debiese fomentarse intensivamente el que todos los que viven dentro de ellas conozcan la herencia histórica, cultural, artística e intelectual, de la que son depositarios actuales. El conocimiento de esa herencia aunado a un mayor nivel educativo de sus individuos, dificultaría su destrucción e integraría sociedades que por ahora se encuentran compartimentadas. La educación permitiría a los suizos musulmanes no abogar por la desaparición de la cruz helvética, pero también a los suizos cristianos no prestar demasiada atención a que las sociedades evolucionen cambiando incluso su bandera, siempre que se preserve la cohesión social.

Si Europa es como es ¿no ha sido justamente porque sus gobernantes se han abstenido en los últimos setenta años de proceder como sugieren los defensores americanos de su civilización? ¿no es justamente porque no se aplican los "pragmáticos" criterios de González de Alba, Le Pen, Trump o Milosevic? Si los latinoamericanos que visitan Europa vuelven fascinados por la convivencia de avances tecnológicos y preservación de herencias culturales, si admiran la historia de la civilización occidental que ahí tuvo su cuna y que se actualiza con legislaciones muy avanzadas que protegen minorías, si abjuran de la influencia musulmana que podría echar todo eso por tierra, ¿por qué en sus propios países México, Perú, Argentina, por ejemplo no son capaces de vivir de esa manera que dicen defender? ¿por qué, ya que Europa está incapacitada por "vieja y cobarde", no proceden los brasileños o venezolanos a vivir como legítimos herederos de esa tradición en peligro? ¿estaría mejor Europa ante una inmigración masiva lationamericana? ¿en serio?
"Que Europa siga siendo la cajita de música que yo creo que es", parecen opinar. Porque me gusta así. Porque está bonita. Porque me da esperanza. Para que nada cambie.