domingo, agosto 23, 2015

Entrelineados

Ya estaría bueno que las cosas estuvieran escritas de una sola forma y con un único significado. Que quien escriba 'el pastel verde' quiera decir el pastel verde y nada más (ni menos). Que desaparecieran la ambigüedad y la necesidad de interpretación, al menos en aquello que estamos (casi) seguros que no admite doblez ni entrelineado. Y del lenguaje a la vida, también, que no vengan los cínicos disfrazados de intelectuales a decirnos que es infantil desear que las cosas sean lo que parecen. Que la leche sea leche y no excrecencias blancas aguachinadas. Que una banqueta sea tal y no una raya de tiza sobre la tierra. Que el concurso de matemáticas permita conocer quién fue el más ducho en la materia en tal lugar y hora.
Pero resulta que no: que debemos entrenarnos para desmantelar todo aquello en lo que fuimos educados por los maestros de primaria y nuestros primeros padres, porque de no hacerlo seremos tenidos por tontos y desquiciados, excluidos de los beneficios de los que sí gozan quienes entendieron a tiempo (cuanto antes mejor) que detrás de las apariencias hay otros significados y que hacer double-thinking orwelliano deja mucho más provecho que insistir tercamente en consistencias vacuas, especialmente en países caracterizados por su burra pasión por la apariencia y su incapacidad para los contenidos: "Nadie dice que pases a los estudiantes que no reunieron los requisitos, sino que busques maneras alternativas de que aprovechen el curso", "La ley dice que los niños no pueden trabajar, pero tampoco vamos a dejarlos morir de hambre, ¿verdad?", "La fecha límite fue hace una semana, pero aun se reciben solicitudes", "Es verdad que ha hecho mucho menos y ganado mucho más, pero cumplió con todos los requisitos". La excepción hecha regla; la solución temporal, permanente.
El río revuelto de la dialéctica es el medio ideal de quienes usufructúan a la sombra de las interpretaciones y tecnicismos, los que mejor saben sacar partido de los entrelineados aunque en el proceso desarrollen la enfermiza paranoia de ver mensajes donde no los hay y enemigos donde sólo hay gente aburrida. Trabajan a favor de ellos hechos independientes que parecen anularse mutuamente: por un lado, la tesis de que debe superarse en la adultez la vocación de justicia que se le inculca a los niños (uno no debe esperar compensación de todo lo que hace, uno no debe medir su propia valía contrastándose con los demás, uno debe entender que todos somos iguales aunque no hagamos lo mismo); por el otro, la antítesis de equiparar la justicia a la repartición arbitraria de beneficios (uno debe entender que las instituciones son humanas, que la suerte también opera, que hoy por ti y mañana por mí). Y como síntesis, concluir amparados por las magnitudes extraordinarias de tiempo y espacio del universo, que nuestros actos no tienen absolutamente ningún impacto ni trascendencia, que dan igual, que no tienen peso ni significado el esfuerzo, el mérito, la responsabilidad, ni nada de aquello en que los adultos se empeñaban por aleccionarnos y que ahora despachamos simplemente como 'cosas de niños'.
El argumento es especioso, pero inatacable. Tiene éxito porque a los hombres les puede más la vanidad de saberse entendidos y al cabo de la calle que reconocer la incómoda verdad de que los están follando vivos. Es mejor parecer inteligente golpeando con el codo al de al lado para guiñarle un ojo y decirle "¿cómo ves? creen que nos toman el pelo, pero no, yo sé que la policía es corrupta aunque el comisario diga lo contrario; que el grado de doctor no significa nada porque ya se lo dan a cualquier pendejo aunque las instituciones digan que se trata de programas de calidad; que aquella es en realidad una perfecta idiota aunque cobre mucho como académica y se crea una lumbrera, ya te digo, ¡por supuesto que no nos ven la cara!", es mejor, decía, soltar estos discursos y ese gesto de astuta complicidad que tomar cualquier suerte de medidas para recuperar en los hechos el significado de las cosas.
Pero si de la irrelevancia de las acciones humanas pudiese desprenderse un hedonismo amoral completamente incompatible con la obtención de beneficios económicos y políticos, y más bien inclinado al placer y a la contemplación, no es este el resultado que tenemos a la vista. Todo lo contrario: el mundo nunca fue más prolijo en hombres de negocios ni contaron estos nunca antes con más apoyo discursivo y publicitario (la publicidad: esa gran puta, reina de la ambigüedad y de la confusión). Se instalaron en las empresas, sí, donde aparecieron por primera vez, pero invadieron insaciables laboratorios, escuelas, fábricas, gobiernos, asociaciones civiles, iglesias, asambleas, manifestaciones, museos. Tienen prisa por decirles a otros qué hacer para producir más, por pedirles cifras más abultadas, por dirigir cretinizantes presentaciones donde someten a su auditorio cautivo al repaso de los números por él conseguidos, por ser adorados no sólo por los (a sus ojos) extraordinarios méritos técnicos, sino también por ser amigables, de extracción humilde, carismáticos, y, faltaba más, humanos, demasiado humanos. En su desesperado alimentarse del trabajo de los demás mientras hacen con las palabras una sopa de la que nunca pueda desprenderse un compromiso en firme o una rendición de cuentas sin maquillaje, tratan de mantener a raya el monstruo paranoico de su interior que no deja de susurrar y señalar con el dedo a cuantos le rodean, más alto si se trata de alguien que exacerba su íntimo complejo de inferioridad, quienquiera que no se pliegue a la lisonja y le dirija una mirada que le haga creer que se le sabe farsante y embaucador, asno en vez de brillante, primitivo en lugar de refinado, payaso en traje de seriedad.
Pero no deben preocuparse: aun queda algo de pan. Y mucho circo.

domingo, agosto 16, 2015

Descreimiento

Y así, no es extraño que siga sin reconocer lo que ha ocurrido, no ya por el dolor que le representa cuanto porque la ley y una formación no exactamente forense le han privado de comprobaciones científicas: la primera obligándolo a enterrar el cuerpo en tiempo y forma, la segunda reduciendo sus conocimientos al sólo hecho de que la materia viva se transforma en muerta. Dimos por sentada su desaparición porque dejamos de verlo y nos fueron explicados hechos de los que no fuimos testigos; porque asistimos al hospital y en nuestra calidad de escépticos apenas pudimos distinguir su sueño de la inconsciencia y su palidez extrema de la muerte; porque para su sorpresa la formación liberal de la que hacía gala, alejada de supersticiones y aun de la religión formal que se avergüenza de detalles escatológicos si no se hacen acompañar debidamente de las adecuadas virtudes espirituales, resultó insuficiente para superar su cada vez mayor desacuerdo entre la certeza de lo ocurrido y el desvanecimiento de las evidencias que supone el paso del tiempo, esas conclusiones que debieron sacarse en medio de la pesadumbre y con la interseción de médicos y funcionarios, amortajadores y sepultureros, empleadores y agentes de seguros.
A las agudas noches de whisky y lágrimas y mucho repasar lo que entonces parecía completamente real y sólo mentalmente se evitaba una y otra vez modificando un detalle, a veces directamente (una llamada telefónica que lo distrajera del sino), a veces confiando en la naturaleza caótica del mundo más que en su presunta predestinación (qué tal si la conversación hubiera sido otra, otro el restaurante del domingo), le ha seguido ese viaje absurdo que aun sin ser turístico ni de trabajo debió distraerlo por fuerza, aunque Europa no fuese ya novedad alguna y su interés por los museos y los paisajes no estuviera ya justificado más que por explicar detalles o hacer recorrer sus propias rutas a quienes le acompañaban obviando su malestar y atribuyéndolo, ya al extremo calor de este verano, ya a su característica crispación que no ha hecho sino aumentar a través de los años, aunque insista en descreer de la relación entre tiroides y bilis, entre la alergia a sí mismo y los espumarajos en ayunas, siendo la verdadera razón de aquel abismarse la persistente idea de que en este avión debería estar quien fue sepultado al pie de la montaña y no este o aquel niñato de mierda, seres por los que no siente ahora más que repugnancia o hastío, harto por sobre todo de que sigan vivos y el otro muerto, hecho no por dudoso menos cierto, hecho no por cierto menos debatido en la desazón de las horas del alba que en las distintas habitaciones de hotel le saturan la cabeza de fragmentos: acá una imagen, allá un diálogo, aquí un presentimiento, allá un texto que no alcanza a leer y en el que sabe con angustia que está la clave del misterio, ¿se duerme en el sueño o se cierran sus ojos en este mundo frente a la página desleída? Luego el sol.
Le he visto anoche revolverse incómodo en su asiento frente al televisor cuando en esa película de malos actores animales el perro inválido tiene una experiencia cercana a la muerte y se mira en campos idílicos brincando y agitando la cola. Parecía preguntarse sin esperar respuesta y aun censurando su propio atrevimiento interrogatorio así como la vulgaridad de la comparación, si él estaría ahora brincando en algún campo, superada su invalidez cualquiera que fuera (y todos tenemos alguna), por fin fuera de su silla de ruedas mental o anímica, libre, ¿pero de qué si no de la vida que es el único terreno conocido y donde hubiera valido la pena ensayar algo? ¿libre para qué si los que lo echamos en falta estamos en este otro sitio donde hombres vestidos de negro predican desde púlpitos sobre los hijos que no tienen y los matrimonios que les están vedados y los muertos que no son suyos y un más allá del que saben lo mismo que el perro callejero que entra al templo para orinarse en una banca en mitad de la consagración? Ya daba pasos hacia atrás, ya lo creo, deshaciendo lo pensado como quien se espanta una mosca, pidiendo un pico y una pala para ir ahora mismo hasta el cementerio y comprobar que ahí están los despojos, intentar asociar el rostro recordado con aquellas oquedades y pellejos, meter los dedos como Santo Tomás y retirarlos hirviendo de gusanos, toser y escupir y echar la pota tras respirar los vapores putrefactos, ya lo creo que quisiera, sí, hacerse entender de todas estas formas lo ocurrido para no seguir padeciendo los tormentos del alba con sus puntiagudas hipótesis de que sigue vivo en algún lugar: la montaña desde la que alguna vez contemplaron el pueblo y donde no había nada, el arroyo donde se mojaron los pies y bebieron cerveza hablando del futuro, los pasillos de la universidad cuando está a punto de ocultarse el sol y en los que se proyectan larguísimas sombras en el hálito diabólico del verano, vivo en este mundo porque no conoce otro y representarlo entre putti y vírgenes, dioses barbados o profetas, le resulta todavía más ridículo que imaginar a estos niñatos sobrevivientes de su propia torpeza y mezquindad, ejerciendo de doctores y sabios y demasiado humanos, grandes representantes de la canalla contemporánea a la que, si hay suerte y los tiempos históricos sometidos a la teoría pendular lo permiten, serán un día arrastrados en la plaza pública y quemados para que nazca el hombre nuevo. Y vuelta a empezar.
Lo veo leer historia y detenerse en los combates antiguos y modernos donde los hombres quedaban malheridos o muertos en mitad de los campos, desear que como entonces hubiera forma de ir a comprobar que ha ocurrido una desgracia, ir junto con los pobladores a visitar el yermo sembrado de cadáveres y luego de minuciosa comprobación (aquí el cráneo reventado, allá la lanza que salió por la espalda o la deformación causada por las balas), levantar el cuerpo reconocido con los brazos y estrecharlo sin reparar en las moscas impacientes, llorar al caído tal vez con la misma histeria y cercanía con que aun los envuelven en banderas en Oriente Medio y los pasean por las calles y aun permiten que su cuerpo siga relatándonos su tragedia sin que corra prisa alguna por apartar de la vista al caído para volver a los negocios, no dejarnos presionar por la salubridad y tener manera de volver como los elefantes en peregrinaje hasta donde dejamos el cuerpo, hasta que no queden más que huesos y hayamos tenido una larga y dolorosa pendiente para ser nosotros mismos forenses de lo que amamos y hemos perdido. Entonces de verdad creería que él ha muerto, qué digo creer, lo sabría, y aun se mostraría dispuesto a abandonar este domicilio donde vivió con él algunos años sin pensar que le traiciona, como si no fuese ya suficiente traición la de la memoria que le hace pasar por destacado lo que en su momento fue rutinario o aburrido, que hace criba del desplazamiento que en su atención, si no en sus afectos, causaron estos niñatos que ahora lo acompañan sobre el único que ahora falta.
Pero como no habrá comprobación ni forma de encajar nada está condenado a abrigar esperanzas que sabe falsas, a descreer de lo que sabe cierto, a acariciar la ambigüedad que dejó el súbito partir como quien se entretiene, muy a pesar suyo, en imposibles. Yo le observo y le doy mi mano y mi alimento y mi comprensión. Le doy mi sueño y mi firmemente acumulado cansancio. Le comprendo. Le amo. Y lo preparo para lo peor. Que no ha llegado.

domingo, agosto 09, 2015

Las palabras que sobran

...su ligero temblor al apagarse, cada ciertas horas, en la casa de muebles ya intocados, sin más sexo ni reuniones con los amigos, repitiéndose mientras ellos acumulaban ciudades europeas en compañías inverosímiles y bajo cielos a veces compungidos de tormentas o rematados de una fría bombilla solar —allá la bahía de Nápoles arrasada por los vientos, acá el pedante monóculo de Viena le visitaba en forma de recuerdo acústico causándole un vivo estremecimiento y algo parecido a la piedad hacia aquel refrigerador medianamente utilizado, único sobreviviente del reino de Miraflores y testigo de los vacuos empeños que él y el otro él pusieron en empezar desde cero lo que ya llevaba más de diez, el después que nunca soldó y que hubo que abortar para continuar la cuenta en el desierto, Santa Teresa de las tarántulas y de los malos presentimientos, ya sin la respiración del hijo que partió dos veces, esa concentración como de oficina que permitió cubrir la desnudez y les ha llevado hasta esta fotografía en medio de Santa Sofía o a aquella inexplicable conjunción de minaretes y falsos amigos, gente insegura a la que ha coleccionado como antes hiciera con los mapas y las estampitas, con menos placer acaso, adornando su discurso de gajes del oficio y responsabilidad, tocando de amistad lo que sólo fue conveniencia y accidente, eficaz colaboración con una inercia burocrática a la que cada cierto tiempo considera necesario amenazar con apearse: 'todo tiene un límite' y 'la libertad es lo más preciado' y además 'ha de llegar el tiempo de cerrar este ciclo', todo dicho con la misma gravedad con que ciertos católicos —doña María Luisa o don José, la mamá de Graciela— afirman tercamente lo que consideran dudoso y aun descreen por ser escasas las virtudes de algunos prelados y muy primitivo su sistema de creencias, no así el suyo que se dice ateo y llega hasta el enrevesado ridículo de empeñarse en manifestar una fe que su cerebro no tiene en extraer de estos que le rodean, jóvenes ambiciosos o apocados, pusilánimes o abusivos, la lealtad y generosidad que no tendrán jamás, las que no pudo pedir a sus propios amigos cuando era tiempo y que no puede pedir ahora mientras recorre ciudades europeas —una inmunda París poblada de excrementos, el pis de Bruselas simbolizado en el Manneken, un ejército de ratas sobrevolando Brujas, él y el otro él o los que le suceden, más fácilmente ahora que no existe el sexo, ocupado en negocios mundanos y en clasificar sus recuerdos según el sonido que hacen los refrigeradores de sus sucesivos hogares al apagarse, ahora que los que pudieron ser sus amigos en tiempo y forma son hombres de negocios ellos mismos, padres de hijos verdaderos, sangre y huesos y atronadores chillidos producto de verdaderas esperma y sangre, educándose en colegios privados a los que acuden mirando el mundo desde los cristales de sus autos, como en una pasarela donde les custodian violadores y asaltabancos, traficantes de narcóticos y prostitutas voluntarias, policías borrachos y travestis que se masturban, el país folclórico al que ha de regresar por hallarse demasiado instalado y sorprendido en mitad de la vida sin más opción que la de tirar hacia adelante como los cerdos, cada vez más deprisa, con mejor apetito y perfeccionado hartazgo, sin prestar demasiada atención a las contradicciones evidentes que suponen desear tener trece años y bajar alegremente la barranca de Huentitán y mirar desde el sendero previo al río el cielo encapotarse y allá abajo encontrar refugio bajo un árbol mientras cae una lluvia ligera que luego se hace una araña de arroyuelos que bajan desde los riscos y las cañadas y cruzan el camino llenando el aire de murmullos junto con las ranas, e instalarse en el pensamiento dulce de la cena en casa y en la habitación desde cuya cama podrá mirar por la ventana las estrellas y no tener más horizonte que la escuela ni más preocupación que el pecaminoso tocarse entre las piernas y eyacular entre las sábanas y quedarse dormido apaciblemente, no con esta tensión de hombros y cuello, los pies ampollados de tanto subir y bajar como turista moderno y sudoroso por las calles de Bratislava —Praga pequeña, sonrisa del antes antes de despedirse ni con esta mentirosa vergüenza de entusiasta pervertidor de juventudes ya de antemano perdidas, no así, que este no era el destino, se dice, el otro él roncando a pierna suelta a su lado y su cabello que una vez fue rizado hecho una maraña sobre la almohada y su respiración de toro maduro parecida a la de la nevera de Miraflores, potencia de otros tiempos que condujeron a estos caracterizados por la transfiguración del enamoramiento en angustia compartida y hacienda, por el rosario de cadáveres que han enterrado juntos, por esta habitación sobrecargada de Estambul y a la que llega el humo de los vendedores de castañas de la calle, sin importar que se trate del sexto piso, el olor a quemado acompañándole ahí a donde se muda, sea mil novecientos ochenta y nueve o la Semana Santa camino a Talpa con otros pies ampollados y otros sudores y el anochecer como un recorrido por todas las escalas del azul, ¿ves esa hormiga que cruza el piso de Miraflores que mandó poner este que ronca a mi lado? ¿la ves en pleno mediodía solitario acompasando sus pasos del rumor del condensador, los libros al fondo en la habitación silenciosa de ojos muy grandes, la estufa blanca aburrida y el comedor apenado de sus sillas manchadas y la salita cuya última visitante fue la catrina (¿o era la santa muerte?)? ¿la ves llegar al cristal que separa el salón del patio, titubear, llegar a la esquina y volver sobre sus pasos, perdida? Así es como el refrigerador deja de sentirse solo, su ligero temblor al apagarse, cada ciertas horas, en la casa de muebles ya intocados...