martes, mayo 30, 2017

Sector Libertad

Hace mucho tiempo, algunas tardes en mi pequeño y lejano pueblo, los muchachos íbamos a visitar a Álvaro a su departamento de San Andrés, donde, sin saberlo, él pasaba los que serían sus últimos años en casa de sus padres. La unidad habitacional constaba de seis o diez edificios, de unos cinco pisos de altura cada uno, separados por escasos espacios poblados de árboles delgados y arbustos enanos que resistían con estoicismo la continua invasión de los críos del área; éstos jugaban a las escondidas o a las canicas o a patear un balón sobre canchas imaginarias y asimétricas, pero apenas entraban en la adolescencia se hacían viciosos o se echaban novias encima, lo que en cualquier caso significaba que no volverían a pisar los entrepatios de la unidad para ninguna clase de juego. El padre de Álvaro, un hombre bonachón y de pelo cano que, contrario a la costumbre, rezumaba bondad y sencillez, nos recibía dándonos la mano a cada uno e invitándonos a tomar asiento en una sala cuyos muebles y decoración parecían directamente extraídos de una película de los años setenta: consola imitación madera con tocadiscos y bocinas aterciopeladas, esbeltos sillones color verde pistache con patas en punta, posacabezas bordados en cada asiento y un mantel que hacía juego decorando la mesita de centro donde solía haber discos de cuarenta y cinco revoluciones con dos canciones únicamente —una por cada lado— lo mismo de trasnochados cantantes de rock en español que de dipsómanos mariachis ejecutando rancheras. Su mamá, una señora que siempre llevaba anchos vestidos de  una sola pieza y el pelo, salvo un par de rulos a los costados, levantado en un ancho moño, nos ofrecía agua fresca de frutas que ella preparaba en una cubeta de plástico amarilla. Luego de servir los vasos, nos acompañaba sonriendo en silencio durante los breves minutos en que nos instalábamos en la sala antes de pasar al cuarto de Álvaro. Los hermanos de éste —Germán, dos años mayor que él, y Brenda, dos años más chica— se unían siempre a la conversación, como si consideraran una majadería permanecer en sus habitaciones o retirarse luego de habernos saludado. Éramos la visita, los amigos de Álvaro, de modo que tomaban asiento junto con sus padres y departían con nosotros, aunque la conversación —de todos modos escasa— la dominaran primero su padre y luego Germán, las mujeres más bien calladas y sonrientes, llevando y trayendo más agua o algún pequeño refrigerio. Brenda, con todo y ser casi una niña, nos dirigía miradas salaces acompañadas de un continuo humedecerse los labios con la lengua, lo mismo a Alfredo que a Jorge Luis o a mí, lo que al primero causaba más acné, al segundo material para sus solitarios escarceos y a mí una incomodidad que se deshacía apenas intercambiar un par de palabras con ella. Luego de unos diez minutos de comentar sucesos del pueblo o recibir admoniciones sobre los sitios por donde convenía transitar para evitar malos encuentros, los muchachos pasábamos al cuarto que Álvaro compartía con su hermano —dos camas individuales, un viejo clóset de puertas desvencijadas, repisas desde las que nos vigilaban desgastados juguetes intocados y un catecismo para niños— y apenas nos sentábamos en las orillas de las camas —un par frente al otro, normalmente Jorge Luis y yo de un lado, Alfredo y Álvaro enfrente— nuestros rostros se relajaban y empezábamos a hacernos bromas soeces y a reír a carcajadas. A media tarde Germán solía entrar luego de ducharse, se cambiaba de ropa y salía a ver a su novia a pocas cuadras de ahí. A pesar de ser sólo un par de años mayor que nosotros y de tratarnos con naturalidad, su comportamiento nos parecía el de un hombre adulto a todos los efectos. No bebía ni fumaba, menos aún a escondidas como a veces hacía Álvaro sacando medio cuerpo por la ventana de su cuarto con un cigarrillo corriente que luego le dejaba una prolongada tos. En aquella casa y pese a su insistencia, ninguno nos atrevíamos a encender un cigarrillo. Poco a poco, según nos exigía el ritmo de una conversación centrada en criticar a los maestros de la preparatoria y describir con ridículo exceso lo que haríamos a las chicas buenas de la escuela en caso de tenerlas en la cama, éramos nosotros, los muchachos, quienes convencíamos a Álvaro de bajar a alguno de los entrepatios a fumarnos un cigarrillo. En lugar de eso, alguna vez subimos a la azotea y nos entretuvimos viendo cómo el cielo se iba encendiendo en el horizonte por encima de las casas y las lejanas montañas, hasta que todo se apagó y al azul marino le sucedió una noche estrellada. Brenda nos espiaba y chantajeaba a su hermano pidiéndole a su vez un cigarrillo con tal de no denunciarlo a sus padres. Su presencia, aunque no hablara casi, nos inhibía; pero eso a ella no parecía importarle: en no escasas ocasiones, sobre todo cuando no estaban sus padres en casa, se colaba entre nosotros y cogía del brazo a alguno para acariciarlo con ritmo suave, mitad la yema de sus dedos, mitad sus uñas mal pintadas, por el cuello o la espalda, una y otra vez, una y otra vez, hasta que Álvaro reparaba en ella y la echaba de su cuarto o le pedía que se devolviera a casa si estábamos en la azotea o la calle, dándole a entender que era mejor mantener a su madre despreocupada para poder seguir contando con sus escapadas. Sin menoscabo de nuestra afición por el metal que en aquellos años se consideraba satánico ni de nuestro torpe vicio tabacalero, éramos saludablemente sentimentales: escuchábamos nuestras confidencias con atención, nos abrazábamos con naturalidad, alguna vez, incluso, nos hicimos regalos. Yo le di a Álvaro un pato de barro, pintado de muchos colores, del que me costó mucho trabajo deshacerme; él me dio a su vez un muñeco de plástico de rostro beatífico que, enfundado en un traje azul de luchador, levantaba unas minúsculas pesas negras de halterofilia. Alfredo no solía regalar nada, tímido como era de ser tenido por maricón, pero a Jorge Luis sí que le entusiasmaba dar todo lo que no tenía, pues su casa era la más pobre de nosotros cuatro, su padre —un macho de ojos grises, fanfarrón, alcohólico y violento, todo lo opuesto al de Álvaro— apenas se ocupaba de alimentar a su familia. Ninguno tenía bicicleta, pero acostumbrábamos hacer largas excursiones de fin de semana hasta la barranca de Oblatos, atravesando largos terrenos baldíos y colonias a las que faltaba pavimentación o alumbrado, las mujeres de esos sitios acarreando baldes de agua todo el día por faltar el agua corriente en sus casas. Vivíamos en aquel lejano y pequeño pueblo de espaldas a la ciudad que se estaba gestando, cada vez más empujados a la orilla, cada vez más cerca de un final imperceptible, la libertad que nos cobijaba lenta e inexorablemente reemplazada por una modernidad hecha de dientes. Aquello duró una eternidad, aquel abrazo, aquella geografía... 
Hasta que nos expulsó el tiempo.

domingo, mayo 07, 2017

Samovar

Nos encontramos en la salita de maestros de aquel edificio de una planta todavía no reemplazado por uno de esos cubos de veinte metros de altura, sin ventanas ni baños ni salidas de emergencia, que la acomplejada moda de rancheros sin educación convertidos en gerentes académicos había venido impuesto en los últimos años a toda la ciudad universitaria: bodrios rodeados de concreto en vez de árboles, rematados con mosaicos multicolores del Artista Local, obligados a consumir enormes cantidades de energía eléctrica en iluminación artificial —luz de anfiteatro— y aire acondicionado —permanente olor a caño. Era mi amigo. Era viernes.   
—Lo han vuelto a hacer —dijo furioso. 
—¿Vuelto a hacer qué, maestro? —pregunté sirviéndome una taza de té del samovar.
—Los profesores de tiempo completo, ya sabe, ese club de adocenados compadres, mitad cerdos, mitad corderos, lo han vuelto a hacer. Han vuelto a aprobar para sí mismos, como los diputados, la repartición más conveniente de los fondos de gobierno.
—¿Y eso qué tiene de malo?
—¿Cómo que qué tiene de malo, maestro? ¡Esto de jugar a la escuelita es el negocio perfecto! Usted nomás fíjese cómo se fundan las universidades estatales: un buen día, los riquillos del pueblo juntan su dinerito para repartirse credenciales en forma de títulos universitarios, un negocio privado que increíblemente tolera esta irresponsable república laica. Luego, estos cristianos caballeros y damas católicas, estos hijos de puta que encima se dicen benefactores de la sociedad a la que han parasitado, deciden que ya tienen un tamaño respetable y que lo suyo es un bien público que, administrado exclusivamente por ellos, debe beneficiarse de una tajada de los impuestos recogidos por el gobierno de la capital. En otras palabras, parecen razonar de la siguiente manera: hemos invertido dinero en un noble negocio llamado educación, nos ha dado muchos dividendos y ahora exigimos que, preservando nuestro exclusivo control, sea sostenido por esa misma sociedad a la que hemos enculado. ¡Pues qué panda de cabrones más astutos!
—No creo que sea prudente hablar aquí, maestro —traté de moderarlo señalándole con la mirada las cámaras que la administración más reciente había colocado en la salita de maestros. La universidad como centro penitenciario. ¡Y todavía me sorprendía que se presumiera en internet la adquisición de nuevas patrullas para vigilar ciudad universitaria!
—¡Que me oigan! A mí qué más me da. Por eso los pueblos latinos somos tan acomodaticios, ¿sabe? Por cobardes. A fuerza de no querer pasarla mal y de ir de pachanga en pachanga, nos hemos envilecido irreversiblemente. Es imposible que se nos tome en serio. El mundo va a lo suyo sin perder el tiempo en más trato con nosotros que el comercial o el turístico. Es vergonzoso. Alguna vez escuché a un historiador presumir que Latinoamérica era un paraíso terrenal donde nunca tuvimos que enfrentarnos a grandes guerras como en Europa ni a racismos extremos de corte anglosajón; que el mestizaje nos ha convertido en una raza cósmica y tolerante, nuestras dictaduras —cuando las hubo— únicamente preocupadas por el aspecto político de la situación y no por meterse con las libertades civiles. ¡Es el colmo del cinismo que pretende hacer pasar el vicio por virtud! Las guerras europeas —si bien atroces, si bien devastadoras— no estuvieron nunca motivadas por la rapiña más elemental de nuestras sociedades, sino por ideas y concepciones, por la inteligencia y la pasión, las mismas que ahora ponen en cuidar sus democracias, acrecentar su cultura y multiplicar su riqueza. Nosotros, en cambio, no queremos hacer nada que cueste demasiado —mucho menos una guerra, mucho menos una infraestructura mínimamente consistente— porque nos da hueva, esa expresión onomatopéyica de la holgazanería y la dejadez que explica nuestra indolencia mezquina hacia la injusticia.
—¿Como la injusticia del reparto de los dineros gubernamentales para la universidad, quiere decir? —dije provocándolo y arrepintiéndome ahí mismo de haberlo hecho. Él era un profesor de tiempo completo con fama de atrabiliario, pero con seguro médico y fondo de pensiones; yo un profesor auxiliar al que pagaban por hora para hacer suplencias y que, a diferencia de aquella mañana, solía únicamente ir a dar mis clases y marcharme inmediatamente después a mi casa, a leer libros de segunda mano e intentar escribir una inacabable novela: a mí podían despedirme en cualquier momento sin mayores explicaciones; a él no.
—¡Por supuesto! El sector académico en este país está completamente podrido; la universitaria es, sin duda, su parte más sinvergüenza y descarada. El pueblo no lo sabe porque los dueños tienen a bien mantenerlo en la más estúpida ignorancia mientras le venden el camelo de la educación para sus hijos, pero si por casualidad un día examinara a dónde van sus dineros y en qué estúpidas frivolidades se gastan, reaccionaría con la misma violencia que le provocan los políticos más fanfarrones o los pederastas más destemplados. Da igual si se trata de maestros que se ven obligados a servir de niñeras para los hijos imbéciles de padres que ya no los soportan; da igual si se trata de guiñapos que desean a toda costa cobrar como científicos por haberles sido regalado un título de doctorado por otros cerdos igualmente inescrupulosos; da igual si se trata de gerentes académicos que cobran sumas exorbitantes por el sacrificio de ponerse a la cabeza de esas voraces empresas privadas disfrazadas de universidades públicas, pontificando a diestra y siniestra lo mismo sobre valores católicos en ambientes laicos que sobre pedagogía y docencia en la inopia de no haberse parado nunca en ninguna aula; todos, absolutamente todos, son unos irredentos hijos de puta que merecen ser pasados por las armas como la primera medida sanitaria de una hipotética revolución.
—Cálmese profesor, cálmese. Siguiendo sus propios razonamientos y generalizaciones, ¿no será que está así sólo porque no le tocó suficiente en el reparto de dineros públicos?
La conserje acababa de entrar para limpiar el samovar, pero apenas había pasado el trapo por la tapadera y servido una taza de té cuando, visiblemente escandalizada, salió cerrando tras de sí la puerta de la salita de maestros. Olvidó la taza al lado del samovar, donde fue enfriándose lentamente.
—A mí no me hace falta más dinero, sino menos asco. A este paso no llegaré a la jubilación —se pasó la mano por la canosa barbilla y se acomodó los lentes con la otra mano. Luego musitó: "una revolución, una revolución..." 
—¿De qué revolución habla, maestro? No diga tonterías. Esto es el siglo veintiuno.
—Nosotros nunca tuvimos ninguna revolución verdadera. Aquello a lo que llamamos y glorificamos con ese nombre fueron sólo saqueos desorganizados, rapiña sobre rapiña sin más idea que la de mandar sobre los demás. Europa, en cambio, sí las tuvo, precedidas por sesudos textos teóricos sobre anarquismo y socialismo, las primeras acciones terroristas, las sociedades secretas, los masones, los carbonarios... Quizá... Sí, puede ser...
—¿Quizá qué? ¿Qué está pensando, maestro?
Hizo un ademán con la mano como si se quitara del rosto el humo de un cigarro. Salió de la salita de maestros con la misma agitación con la que entró.
[...]
Días después leí en la mala prensa de Santa Teresa sobre el misterioso accidente en que murió el Doctor Rodilla: por las abolladuras, un carro se le debió emparejar de noche sobre la carretera para luego empujarlo al canal que corre paralelo. No queda claro si murió por el golpe contra el parabrisas o por los cuatro litros de agua terregosa con que reventó sus pulmones.
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Días después de aquella muerte, corrió el rumor de que la dirección había recibido una carta amenazando con nuevos accidentes si los profesores no renunciaban voluntariamente a sus privilegios. En la junta, el director y otros jefes trataron de calmar a todos diciendo que aquello era muy probablemente sólo una broma de pésimo gusto, que no debía tomarse en cuenta ni debía alterar una sóla de las actividades universitarias, que seguramente se trataba de un alumno resentido que aprovechó la tragedia para amenazarlos. Todos sabíamos que ningún estudiante —ni el más talentoso— y casi ningún profesor —pero eso era comprensible— hubiera podido organizar siquiera la mitad de aquellas líneas. He querido encontrar al profesor para hablar con él, pero no lo he hallado. Nadie lo ha visto últimamente, pero el ausentismo no es ni muy raro ni muy castigado por aquí en estos días.
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Secuestraron a la Doctora Perica. Luego de tres días de infructuosa búsqueda, otra nota llegó a la dirección. Todavía desconcertados, los jefes tuvieron a bien dar parte a la policía y pasarnos la nota en una junta para que la examináramos: "No han seguido nuestras instrucciones y el pueblo tomará puntual venganza si no renuncian ahora mismo a sus privilegios. Sabemos dónde viven y en dónde han guardado los frutos de su robo consuetudinario al erario público. Sálvense ahora y abandonen su soberbia. Redímanse". Supe que era él. Por la noche intenté buscarlo en su casa, pero nadie me abrió y las luces estaban todas apagadas.
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Días después, mientras pensaba en la solitaria cocina de mi casa por qué todos los locos que quieren enderezar el mundo terminan convertidos en criminales —una revolución redentora que termina en dictadura, un acto terrorista que perjudica su propia causa, una organización caritativa que degenera en iglesia obligándonos a escoger entre la justicia sin libertad o la libertad en la injusticia, recibí una llamada de Patricia, colega también auxiliar de matemáticas, diciéndome que había estallado una bomba en la salita de maestros, hiriendo a cuatro y matando a una. La Doctora Perica sigue secuestrada, la policía sin pistas. Me resisto a hablar de lo que escuché hace semanas en esa misma salita, ahora destrozada. Es mi amigo. No logro dar con él. La histeria causa la renuncia de seis maestros que publican un manifiesto donde admiten algunos de los cargos hechos por el (¿grupo?) terrorista. Los demás resisten sin anunciar medidas.
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La dirección recibe el par de dedos medios de la Doctora Perica el mismo día en que secuestran al Artista Local. Por único mensaje, este: "Se hará justicia". La prensa, al dar torpemenente noticia de estos acontecimientos, empieza a hacer algunos análisis de los sueldos de funcionarios y profesores universitarios, con lo que la opinión pública empieza a manifestar animadversión hacia el profesorado. Sigo sin decir nada, pero no puedo concentrarme más en mi novela.
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El Artista Local ha sido encontrado patas arriba en un bote gigantesco de pintura. Muerto, naturalmente. Del puño y letra de la Doctora Perica, llega una solicitud detallada de los cambios necesarios para suspender aquel terror. Los altos directivos de la universidad se niegan "a darle alas a quienes han empleado semejantes medios para conseguir sus fines" y no ceden. Grupos de profesores protestan contra la terquedad de las autoridades. Algunas decenas de pandilleros, acuciados por el caldeado ambiente, han empezado a vandalizar casas de profesores y funcionarios sin que la policía pueda hacer nada. En el camino de regreso a casa, tras un nuevo e infructuoso intento de dar con el profesor, mi amigo, he leído una pinta que decía "Maestros comemierda". ¿Acaso toda retórica revolucionaria es trivial?
[...]   
Renuncia el Rector y se instala en los Estados Unidos. Las nuevas autoridades ceden en gran medida a las recomendaciones de la carta de la Doctora Perica, que inesperadamente vuelve de su cautiverio sin deseos de dar ninguna declaración. Hermética, con un estoicismo hasta entonces desconocido en ella, vuelve a las aulas luego de devolver al Estado el ochenta por ciento de sus bienes, detallando en una declaración pública los mecanismos tramposos que empleó durante años para exprimir el dinero del contribuyente. Parece que pronto se regularizará la situación, pero esto ha sido un escándalo de proporciones nacionales que amenaza con contagiar a otros países. Por la tele, de noche, anuncian disturbios en otras cinco universidades del país.
[...]
De madrugada, un ruido en la cocina. Sentada en la sala de mi casa, una sombra.

—Parece que me has estado buscando —dice, mientras se aviva una brasa que se lleva a la boca.
Un minuto de silencio y, recuperado el aliento, respondo:
—Qué gusto, maestro. Parece que se ha salido con la suya. ¿Le sobra otro cigarrillo?