miércoles, febrero 16, 2011

La insularidad universal


A Jason Anthony George Goddard

Dando sorbos al café bien cargado de la mañana, con apenas un poco de agua pasada por el cabello rubio y la chaqueta marrón encima para mejor aguantar estos meses de mínima calefacción e intenso frío, el buen inglés se pone los quevedos de su abuelo cuya graduación le permite apreciar -dice- los detalles de la pintura y las texturas de las capas inferiores, se coloca delante del caballete y pasa la mañana raspando aquí y allá como si fuesen los materiales y no las imágenes lo único que importara.
La luz se desplaza por la habitación lentamente, matinal. Sus ojos minerales asoman gigantescos y azorados por detrás de los cristales cuando el intenso olor a solventes y pinturas lo obliga a abrir una ventana y respirar el aire frío, ávidamente. "Este es el mundo", se dice, un poco avergonzado de la sospechosa oquedad de las frases grandilocuentes. Mira como borroneados los tranvías y la placita, las palomas de la fuente y la mezcla de nieve y lodo que las pisadas de los transeúntes han dejado de tanto pasar.
Echa de menos el verano, pero sobre todo a las chicas despreocupadas que entonces se tumban en el césped con las blusas escotadas y las faldas recogidas, las medias de diseños exóticos cubriendo sus largas piernas, riendo a carcajadas y fumando con el tiempo suspendido, infinito. Cuántas de ellas han venido hasta aquí movidas por la curiosidad o el deseo, cuántas se han dejado desnudar y hacer fotografías, cuántas han rodado por la alfombra o el sofá, poblado momentáneamente la cama de densos humores o aguantado que su mano callosa de dedos inmensos les tape la boca bajo la ducha, embistiendo.
¿Está envejeciendo? Con todo y ser larga, no es la memoria la que acusa el fenómeno. Tampoco su rostro redondo que aun le permite mentir aquí y allá sobre su edad (en el fondo es vanidoso, pero un buen narcisista no puede confesarse nada semejante). ¿La nostalgia entonces? La que siente por el verano es estacional y no merece tal nombre. "La vejez es el distanciamiento del presente, la desaparición del propio mundo", se dice. Lo contemporáneo le causa extrañeza, incomprensión. "¿Cuándo se volvió el mundo así de estúpido?", alcanza a balbucir. Y comprende ya seguro que envejece.
Por la tarde llega la hora de salir a las calles de esta ciudad extranjera de largas sombras y muros de piedra. Bocanadas de vapor, ojos eslavos de gato, la nieve goteando por los tejados y las ramas de los árboles como fantasmas ateridos. Tiene lugar el encuentro esperado con el extranjero aquel de inglés dubitativo y fina ironía que en el piso superior de aquella cafetería gusta de charlar enmedio de cervezas, spirits, agua mineral y café. Conversar es civilizado. Despotricar signo de inteligencia. No estar de acuerdo por sistema un ejercicio retórico de dulces consecuencias. "Hora de la justa, caballeros".
Llueven las opiniones sobre la guerra, la atmósfera de búnker del invierno, la pedantería francesa o la terquedad hindú. Se ventilan hechos bizarros cuajados de carcajadas, se le da forma a inverosímiles sentimientos, se despedazan modas o vestimentas, orgullos nacionales e instintos dictatoriales. Al caer la noche todo guarda la perspectiva brillante de la inmediatez, la vida espartana se abre paso entre las calles heladas de un país y una época empeñados en parecer escaparates. El optimismo lastimado se renueva, sin excesos.
"Misfits", define el buen inglés. ¿Cómo no darle la razón? ¿Cómo no creerlo ahora, tan lejano?