miércoles, agosto 30, 2006

Maestros en extinción

Aunque la mayoría de mis antiguos maestros resultaron ser un fiasco, hubo excepciones. Leonardo Luna, un profesor de matemáticas que cubrió cuatro semestres de mi preparatoria fue una de ellas. Empezaba la década de los noventas y el noble caballero fumaba sin parar dentro y fuera de clase, defendiendo así, quizá involuntariamente, una de las últimas trincheras para detener el avance de la ñoñez antitabaco ahora lamentablemente instalada en todas partes. Algo grueso, siempre bien vestido, con sus escasos cabellos pasando ordenados sobre su lustrosa cabeza, Leonardo Luna debió tener una pierna de palo que junto con sus enormes zapatos bostonianos le imprimía un aire grave, severo. No obstante, era un maestro cordial, inteligente, claro y justo, clásico en el sentido de que no había en su discurso lugar para dudas, antes bien, elaboraba categorías de casi todo sembrando la tranquilizadora -si bien falsa- idea de que todo el mundo era perfectamente ordenado, euclídeo, sin fisuras ni contradicciones ni disidencias.

Años después, ya en la Facultad, el Ing. Luis Jorge Aguilera me pareció el legítimo heredero de la personalidad de Luna. Amén del parecido físico entre ambos -robustos los dos, en sus cincuenta y tantos años, bien trajeados- había una similitud extraordinaria en su magisterio: claridad, exigencia, justicia. El Ing. Aguilera había trabajado en la Comisión Federal de Electricidad por largos años, tenía mucha experiencia laboral y docente, sin que una tarea obstara para el buen desarrollo de la otra. Su caso era el de muchos otros profesores que, sin embargo, ya eran escasos para los tiempos en que yo estudiaba la carrera: ingenieros que dividían su tiempo entre la enseñanza y el ejercicio de sus respectivas carreras, por lo general buenos en el aula y competentes en su ejercicio profesional, personas que no necesitaban las legiones de pedagogos, psicólogos y terapeutas que hoy se erigen en maestros e invaden escuelas y universidades sin dominio de materia alguna y sin ejercicio profesional efectivo, pretendiendo dictar los criterios para ser buen maestro con la cabeza infectada de teorías y nulo sentido práctico.

Estos tiempos son crueles con la lógica y la honestidad, seguidores ciegos de modas que pasan por modernísimos y muy científicos métodos. A los ingenieros Luna y Aguilera los sucedió una horda de ingenieros que nunca ejercieron y prefirieron permanecer para siempre entre las paredes universitarias, enseñando en teoría lo que nunca han tenido la curiosidad o el talento de ejercer en la práctica. La moda de los noventas y del nuevo siglo ha dictado que a nivel universitario no deben volver a darse casos irregulares como los de Luna o Aguilera, sino que todos los profesores deben ser individuos con maestrías y doctorados, de preferencia diplomados en alguna disciplina pedagógica o didáctica, presuntos profesionales de la enseñanza aunque de tanto ocuparse de ello se olviden de los contenidos que efectivamente debían enseñar.

Así, hoy en día, no es extraño el caso del individuo doctorado y con aspecto de estudiante que se resiste a abandonar la pubertad, engreído y presuntamente dueño de la verdad sobre cómo enseñar lo que nunca ha ejercido, un teórico que muchas veces adolece no sólo de falta de sentido práctico, sino incluso del dominio de aquellos aspectos teóricos a los que presuntamente ha consagrado su existencia. Estos guiñapos no sólo no han elevado el nivel universitario, sino que lo han colocado cada vez más en un atolladero del que quizá no se recupere jamás, y lo han hecho por lo general sin ninguna de las viejas cualidades de los grandes maestros como Luna o Aguilera: sin inteligencia, sin claridad, sin justicia, sin exigencia. Delante de ellos la mayoría de los estudiantes, con todo y su juventud, sabrán que están ante farsantes y no ante maestros. Y lamentablemente será cada vez más difícil que conozcan alguno de estos últimos. Una especie, pues, en extinción.

viernes, agosto 25, 2006

El incomprensible celo de los subordinados

Recientemente padecí un altercado típico de las culturas hispanoamericanas, a saber, el encuentro con algún empleado que parece no tener otro quehacer que obstaculizar sistemáticamente los trámites ajenos, una actitud que se encuentra no sólo en las oficinas e instituciones públicas (donde ya es legendaria), sino también -y cada vez más- en las tiendas o empresas privadas, también llamadas -nótese la ironía- de servicios.

En esta ocasión me topé con el celo administrativo de una secretaria de mi propia universidad que se indignó hasta la cólera porque tomé uno de los cinco paquetes de plumones para pintarrón (horrible palabreja; disculpas por el espantoso neologismo) que ella tenía bajo resguardo como sobrantes de los cursos de verano. Como no la encontrara en su oficina cuando fui por los plumones y ante la urgencia de dar mi clase, los tomé dejándole un aviso con otra oficinista. Al terminar mi clase me encontré con que la indignada dama se dolía de que hubiera tomado sus cosas sin su permiso, cuando además no eran suyas y las tenía inventariadas (no le pedí explicaciones por la contradicción, pues los lógicos han probado ya que a una contradicción puede seguirle cualquier cosa: ella ganaba). Fue en vano que le explicara que tenía que dar mi clase y que la toma de los plumones era provisional, en tanto llegaban más al almacén.

Todavía más: ante mi argumento -creía yo que incontestable- de que la universidad tenía que proporcionarme el material necesario para mi trabajo, contestó que "la universidad no tiene esa obligación, pues antes los alumnos pagaban los plumones". Yo sabía que la universidad pública era escenario de toda clase de imbecilidades administrativas, pero a un punto tal que la actividad esencial de la docencia no contase con las herramientas necesarias y, en cambio, millones fuesen invertidos en fabricar el informe del rector en grandes tirajes y papel de primerísima calidad, era algo que rayaba en el absurdo, ¿o debo decir en lo folclórico para que semejante entuerto parezca gracioso?, ¿es esto parte del carácter mexicano?

Mi altercado, decía, encaja en una serie de eventos similares con los que ya estoy muy familiarizado. No es inusual que el empleado de una tienda sea más celoso que el dueño de la misma, que cuando se le pida probar alguna mercancía lo permita con pichicatería o de plano se niegue con argumentos peregrinos, que desdeñe a los clientes o de plano les dé tratamiento de pubertos o retrasados mentales, estableciendo todo el tiempo una relación donde ellos son los que generosamente nos hacen el favor de recibir nuestro dinero o trabajo a cambio de sus invaluables bienes o servicios. Suele ser, también, que los verdaderos dueños de los negocios o las autoridades más altas de una tienda o institución, muestren más flexibilidad y mejor trato que sus subordinados y empleados, conscientes como están, quizá, de que nuestra preferencia por ellos está en función de ese trato y esa flexibilidad. Prefieren mantener clientes o relaciones de trabajo a perderlos por ahorrarse cualquier miseria.

¿Qué operación se produce en el cerebro de los subordinados mezquinos? Se antoja pensar que los que así se comportan son individuos inseguros, que creen estar todo el tiempo a punto de perder el empleo y que jamás han tenido un trato horizontal con el resto del mundo, de modo que creen hacer méritos ante sus superiores con su celo irracional y su mal trato a todos los que desgraciadamente echan mano de sus servicios; imbéciles pues, incapaces de vivir con la libertad que da tener un criterio propio y una empatía sin distingos, ensoberbecidos para mejor ocultar sus miedos y fobias; subproductos desafortunados de sociedades profundamente desiguales como las nuestras. Qué pena.

miércoles, agosto 16, 2006

El siglo XX entre nosotros

Desafortunadamente, mis recientes vacaciones no consiguieron aislarme de la agitación política que vive el país y tuve la paciencia -¿o resistencia o imbecilidad?- de escuchar algunas de las abundantes declaraciones y pronunciamientos, amenazas y diatribas falsas o verdaderas, que los políticos, pero también los comunicadores, empresarios y gente común, lanzaban por las ya demasiadas bocinas del país. No pude rescatar mucho, desde luego.

La ignorancia es temeraria, ya se sabe, y ello puede explicar la histeria de los más ignorantes lanzados a defender lo indefendible, sea ello el voto por voto (no parecen ni siquiera querer enterarse de que ya lo hicieron los ciudadanos avalados por los representantes de los partidos) o la defensa de la estabilidad (que no pueden ni quieren concebir de otra forma que no sea por la vía conservadora del continuismo). Pero el ambiente universitario al que me reincorporo luego de quince días de ausencia ha tenido a bien recordarme que la ignorancia arriba citada no es patrimonio exclusivo de los pobres ni de la gente sin estudios. La ignorancia es menos un asunto de falta de conocimientos que de desprecio por el sentido común, la lógica y la honestidad intelectual.

Un tipo doctorado en Inglaterra afirma que López Obrador hace bien en tratar de impedir la imposición de Felipe Calderón, cuando ninguna instancia legal ha declarado al michoacano presidente electo. Encima, parece ignorar que dos conteos generales (el de los ciudadanos y el distrital) más el reciente muestreo de casillas impugnadas (del Tribunal Electoral) no sólo se han confirmado entre sí, sino que indican que Calderón tiene una ligera ventaja sobre el tabasqueño. Luego entonces, ¿quién impondrá a Calderón si es declarado presidente electo?, ¿se habrá referido a la imposición que por medio del voto hizo una mayoría -si bien extremadamente precaria- de mexicanos?, ¿creerá sinceramente que a Calderón lo va a imponer el presidente Fox que ha mostrado incompetencia e inoperancia en casi todos los órdenes?, ¿cómo lo haría? Me cuesta trabajo creer que a este tipo le convenzan los procedimientos y "razones" de López Obrador: ¿cree sinceramente que tenemos un sistema electoral que permite fraudes como el de 1988?, ¿de verdad le parece que el gobierno que tenemos es tan represivo como el de Díaz Ordaz?, ¿le resulta sensato comparar el desalojo de manifestantes violentos del Palacio Legislativo con la matanza de Tlatelolco?

No puedo entender, por ejemplo, que la simpatía por un movimiento social que aspira -en teoría-a la justicia social, sea tal que termine destruyendo el raciocinio y la autocrítica de millones de personas, arrastrándolas en su inercia a la fe y la acción por consigna. El siglo XX debería haber bastado para curarse de estos espantos, para alejarse con gran reserva de cualquier concentración donde miles y miles repiten cualquier consigna del líder infalible, llámese Hitler, Stalin, Mussolini o Castro. Veo con pena que el paso por la universidad o la estancia en otros países no bastan para estar a salvo de demagogias. Veo con más zozobra que aun cuando a algunos les parezca palmaria la contradicción y la mentira, la dilución amañada de categorías y la destrucción del lenguaje por medio de discursos baratos, no tengan la suficiente honestidad intelectual para denunciarlo y decir francamente lo que ven, prefiriendo la "alineación política" a la alineación con la verdad.

La verdad y la mentira no son la misma cosa, por más que a algunos les guste confundirlas a fin de pescar mejor en río revuelto. Felipe Calderón es un hombre gris, sin arraigo, impopular. Parece que los que votaron por él más bien lo hicieron votando contra López Obrador. Pero ello no debe obstar para que llegue a la presidencia con la anuencia de todos si ganó en buena lid. López Obrador es un hombre popular, demagógico, teatral. Pero ello no debe obstar para que llegue a la presidencia con la anuencia de todos si ganó en buena lid. Desconocer al juez es un lujo que puede darse el tabasqueño porque ya hay millones enceguecidos por su retórica. Dinamitar las instituciones y confundir la historia para mejor ganar la partida es un camino peligroso e irresponsable al que la mayoría de los intelectuales -y universitarios, ya se ve- se están prestando. Parecen necesitar urgentemente creer en alguien, parece que el siglo XX sigue instalado entre nosotros.