viernes, agosto 25, 2006

El incomprensible celo de los subordinados

Recientemente padecí un altercado típico de las culturas hispanoamericanas, a saber, el encuentro con algún empleado que parece no tener otro quehacer que obstaculizar sistemáticamente los trámites ajenos, una actitud que se encuentra no sólo en las oficinas e instituciones públicas (donde ya es legendaria), sino también -y cada vez más- en las tiendas o empresas privadas, también llamadas -nótese la ironía- de servicios.

En esta ocasión me topé con el celo administrativo de una secretaria de mi propia universidad que se indignó hasta la cólera porque tomé uno de los cinco paquetes de plumones para pintarrón (horrible palabreja; disculpas por el espantoso neologismo) que ella tenía bajo resguardo como sobrantes de los cursos de verano. Como no la encontrara en su oficina cuando fui por los plumones y ante la urgencia de dar mi clase, los tomé dejándole un aviso con otra oficinista. Al terminar mi clase me encontré con que la indignada dama se dolía de que hubiera tomado sus cosas sin su permiso, cuando además no eran suyas y las tenía inventariadas (no le pedí explicaciones por la contradicción, pues los lógicos han probado ya que a una contradicción puede seguirle cualquier cosa: ella ganaba). Fue en vano que le explicara que tenía que dar mi clase y que la toma de los plumones era provisional, en tanto llegaban más al almacén.

Todavía más: ante mi argumento -creía yo que incontestable- de que la universidad tenía que proporcionarme el material necesario para mi trabajo, contestó que "la universidad no tiene esa obligación, pues antes los alumnos pagaban los plumones". Yo sabía que la universidad pública era escenario de toda clase de imbecilidades administrativas, pero a un punto tal que la actividad esencial de la docencia no contase con las herramientas necesarias y, en cambio, millones fuesen invertidos en fabricar el informe del rector en grandes tirajes y papel de primerísima calidad, era algo que rayaba en el absurdo, ¿o debo decir en lo folclórico para que semejante entuerto parezca gracioso?, ¿es esto parte del carácter mexicano?

Mi altercado, decía, encaja en una serie de eventos similares con los que ya estoy muy familiarizado. No es inusual que el empleado de una tienda sea más celoso que el dueño de la misma, que cuando se le pida probar alguna mercancía lo permita con pichicatería o de plano se niegue con argumentos peregrinos, que desdeñe a los clientes o de plano les dé tratamiento de pubertos o retrasados mentales, estableciendo todo el tiempo una relación donde ellos son los que generosamente nos hacen el favor de recibir nuestro dinero o trabajo a cambio de sus invaluables bienes o servicios. Suele ser, también, que los verdaderos dueños de los negocios o las autoridades más altas de una tienda o institución, muestren más flexibilidad y mejor trato que sus subordinados y empleados, conscientes como están, quizá, de que nuestra preferencia por ellos está en función de ese trato y esa flexibilidad. Prefieren mantener clientes o relaciones de trabajo a perderlos por ahorrarse cualquier miseria.

¿Qué operación se produce en el cerebro de los subordinados mezquinos? Se antoja pensar que los que así se comportan son individuos inseguros, que creen estar todo el tiempo a punto de perder el empleo y que jamás han tenido un trato horizontal con el resto del mundo, de modo que creen hacer méritos ante sus superiores con su celo irracional y su mal trato a todos los que desgraciadamente echan mano de sus servicios; imbéciles pues, incapaces de vivir con la libertad que da tener un criterio propio y una empatía sin distingos, ensoberbecidos para mejor ocultar sus miedos y fobias; subproductos desafortunados de sociedades profundamente desiguales como las nuestras. Qué pena.