domingo, enero 31, 2016

Ponderación del asesinato

Felicia se rio de mí porque yo mismo lo hice ver como si fuera una broma. Culpa de mi carácter, supongo: exagerado, enfático, a veces histérico. No se puede tomar en serio a quien gesticula como yo con las manos, aunque esté dando cuenta de hechos graves y al discurso lo pueble la más nutrida sustancia. No importa: seré desdeñado. Pero yo conozco bien la ira que me recorre cuando veo el gesto despectivo con que me recibe mi jefe, parapetado tras su escritorio y sin siquiera mirarme a la cara ni intentar levantar la cabeza de los papeles que tiene enfrente. No recibe así a casi nadie y aunque hablar claramente no se cuente entre sus virtudes (¿o es que conducirse con opacidad es precisamente su cualidad?), me ha dado suficientes muestras de que me detesta simplemente por mi manera de ser.
Hay que verlo: se le endurece la expresión de sólo recibirme, no como sucede con sus enemigos políticos 
que los tiene, y abundantes ni como con su esposa o su suegra que suelen aparecerse en los momentos más inoportunos su expresión es entonces la de quien se apercibe de un repentino dolor de cabeza sino con desaprobación y asco, que en un principio confundí con turbación. Me dije en un comienzo: 'Ya está, otro homofóbico de estos a los que seguramente llama la atención mi ropa pegada o mis piercings, pero que no se lo reconocen. Cerdos cobardes. Putos in pectore. Pues tendrá que aguantarse las ganas porque él a mí no me gusta ni tantito. Vaya mierda, por fin un trabajo en donde tengo posibilidades, ¿eh?, verdaderas posibilidades, y viene a tocarme este facha embozado al que habrá que mamársela para subir de nivel. Hay que joderse'.
Pero no. No era así. O no del todo. Yo no le gustaba, eso que quede claro. Ni turbación ni leches. Él no es maricón. Pero indudablemente le resulto inmanejable y desearía no tener que tratar conmigo, el pobre. Bueno, qué digo pobre, rediós, si el muy cabrón gana tanto dinero como para comprarse una casa nueva cada año y a mí me sigue tratando con la punta del pie a pesar de que respondo solícito a todo lo que nos encarga a los profesores: que si la junta de tal por cuál, ahí estoy yo el primero; que si el informe de las actividades de no sé qué, pues no hay quien me iguale de los interinos; que si la evaluación de los estudiantes o el mejor maestro auxiliar, ahí está mi nombre siempre entre los premiados. Pero en la ceremonia me extiende la mano torciendo el gesto y, bueno, no es que yo busque su aprobación, sino que ya son cinco años en la brega y de los diez colegas que empezamos en aquel tiempo como auxiliares sigo siendo yo al que nunca promocionan. ¡Es él, lo sé, es él quien me está cerrando el paso!
¿Quién no lo ha pensado? le dije a Felicia Ya no digo hacerse justicia por su propia mano cuanto suprimir un obstáculo con decisión: ¡bang, bang! Dos tiros y listo.
No tienes la cabeza fría, querido. Apenas tuvieras que hundirle un cuchillo o te dieras cuenta de que chorrea sangre y estarías listo, necesitando tú también asistencia médica respondía Felicia, rematando en carcajadas.
¿No me crees capaz de hacerlo? Dímelo, vamos a ver, ¿no me crees?
Pero por favor, Argel, dame tregua que me meo aquí mismo de la risa.
¿Ah sí, ah sí? Ya verás cuando desaparezca el imbécil ese y te tengas que tragar la risa a pesar de los titulares: "Encuentran muerto a célebre hijo de puta. La comunidad festeja su muerte".
Ya, ya, por favor... qué risa... a ver, ¿qué haces con el cuerpo luego de pegarle dos tiros como dices?
En eso entró su mujer esa vieja amargada dueña de la librería y los dos nos pusimos de pie como si entrara el Santo Padre. Nos saludamos dos besos, a la francesa y luego de que nos dejó ya había perdido yo el hilo de la conversación y Felicia se puso a hablar de otras cosas. 
Pero en la duermevela he repasado todo con minuciosidad, medio despierto, medio dormido, tal vez en sueños...
'Voy a interceptarlo a la salida de la escuela. Es lo mejor. Justo cuando baje por la colina le cierro el paso como un conductor distraído que ha querido regresar por el camino equivocado e intenta una imposible vuelta en U. Como me reconocerá, sabrá que no bromeo si lo amenazo con la pistola obligándolo a subir a mi carro. Saldremos a gran velocidad y puedo liquidarlo ahí mismo y llevarlo en el asiento del copiloto hasta mi casa, aunque esto sería peligroso porque no faltaría la mala suerte y un policía podría detenernos por alguna infracción (yo conduciría nervioso, quizá dé una vuelta indebida o me pase una luz naranja), y entonces sería el fin. No, definitivamente es mejor llevarlo vivo hasta la casa, aunque luego los vecinos podrían decir que lo vieron ahí, tal vez dé de voces y requiera un forcejeo del que no pueda salir bien librado, capaz que hasta yo termino siendo el muerto y entonces sí que la habremos cagado. Volvamos mejor a que ya le pegué dos tiros y conduzco hacia mi casa. ¿Pero y la sangre? Los cuerpos baleados han de sangrar, ¿no? ¿será mucho? Depende de dónde se les haya disparado. Las películas nos enseñan que los tiros en la cabeza salpican, ¿será mejor en el abdomen? ¿y si le pego a esas venas gruesas del tronco? La cava, creo que se llama. ¿O sería la aorta? No lo sé, pero como le pegue a esas se muere enseguida y la sangre no se hará esperar. Qué pesadez, qué desorden. Debe haber alguna solución. ¡La cajuela, desde luego! Llevarlo en la cajuela amordazado para que no haga ruido. Amarrado también, no vaya a ser que se le ocurra patear la carrocería histéricamente y en algún crucero uno de esos mugrosos limpiaparabrisas 
gente vulgar a la que le encanta el chisme quiera hacer de buen samaritano y se apresure a contactar al policía de la esquina, joder, ya me veo ahí en mitad de la calle, esposado, con el tragafuegos ese entrevistado por algún diario amarillista vespertino mientras el flash de las cámaras me deja ciego. Pero amarrarlo con rapidez y echarlo a la cajuela requiere ayuda, ¿y de dónde voy a sacarla si no es de con los mismos mugrosos de las esquinas? Ya alguna vez le pagué a uno por sexo y a otro por drogas y a otro más por mantenerme al tanto de las actividades de un cabrón con el que estaba obsesionado, son sobornables, quizá unos dos y yo podamos con mi jefe. ¡Qué emoción! Ya va tomando cuerpo esto. Claro, con tres personas la cosa cambia, lo someteremos enseguida, a punta de golpes si es necesario, ¿será que todos se desmayan con unos cuantos golpes? Veremos, pero da igual: amordazado y atado va o quizá ya muerto porque en la cajuela sí que podemos pegarle un tiro y aguanta bien sin derramar nada hasta llegar a casa. De los mugrosos puedo deshacerme en el camino: 'aquí está tu dinero, Carlitos; acá está el tuyo Daniel, no se lo gasten todo en pingas ni en putas que luego no hay quien los aguante, a ver si nos volvemos a ver', aunque quizá sea mala idea deshacerme de ellos si al llegar a la casa, que no es ninguna residencia ni tiene cochera cerrada, tendré que bajar con el cuerpo de mi jefe, vivo o muerto, de día o de noche, pero rápida y discretamente, hasta el interior de la vivienda, donde cavaré una fosa profunda donde meterlo todo sin que nadie sospeche, mejor que me acompañen Carlitos y Daniel y me ayuden a bajar el cuerpo una vez que tranquilamente haya abierto la puerta de la casa y no haya moros en la costa ni en las ventanas vecinas, ni en los balcones, ni en las lejanías donde nunca falta un voyeurista desempleado al que mantienen sus padres y que tiene a bien registrarlo todo y dar aviso a la policía para así pasar por héroe antes de ser detenido un día por acosar muchachitas. Sí, que se queden y ayuden, no sólo a meter el cuerpo hasta el jardín sino a cavar, que no es cualquier cosa hacer un agujero de seis pies de profundidad en este suelo duro de Santa Teresa, pero ¿y si Carlitos y Daniel se vuelven locos? ¿si ya instalados en casa les da por robarme y echarme a mí también a la fosa junto con mi jefe? Los drogadictos son así: un rato están bien y cooperan y hacen filosofía y al siguiente se han vuelto de revés y creen que uno les va a hacer daño y que para defenderse han de hacer daño primero, no hay manera de hacerlos concentrarse en nada como no sea conseguir la dosis siguiente, y a saber en qué estado se encuentren. Definitivamente no es bueno involucrar a terceros, vamos, tal vez ni siquiera usar la propia casa para esconder un cadáver, ¿qué desfiguro es ese? Las perras de futuros dueños un par de criollas de poodle y terrier, por ejemplo serían capaces de desenterrarlo todo y ya estaría la policía encima de mí y el asunto resuelto, ¿cuántos casos no hemos visto así, que revelan sus secretos al salir un cadáver a la superficie en un apacible hogar? No, no, mejor pegarle los tiros yo solo, yo mismo echarlo en la cajuela y llevarlo al río a donde puedo arrojarlo sin que le falten unas pesadas piedras para que no aparezca flotando y entonces empiece una indagatoria a la mexicana donde siempre aparecen culpables a los que luego piden disculpas por no ser los responsables, pero donde los expedientes nunca se cierran; y mejor usar cubetas de cemento, ahí en el patio tengo dos, no será complicado, ¿pero no sería mejor metérselas al cuerpo? Digo, ya hundido y sujeto a piedras por dos extremos el cuerpo habrá de descomponerse y tarde o temprano un trozo grande ha de flotar: una tibia carcomida, una mano a la que le falten varios dedos, qué se yo, la descomposición tiene sus cosas y no hay forma de controlarla salvo en las tumbas que hoy en día son casi herméticas. Tumbas, eso es, ¿cómo no haberlo visto antes? He ahí el sitio ideal para esconder un cadáver, al no sospechar ni asombrarse nadie de que un cuerpo esté tapiado en el cementerio, al no facilitar ni siquiera la exhumación por ser vista como un sacrilegio contra la santa paz de los muertitos. Pero bueno, esos son sitios vigilados y vaya disparates los que se me están ocurriendo, hay que ver, mejor sería probar con las montañas cercanas y los cañones intermedios, eso tiene más posibilidad de éxito. Ya los han dejado sembrados de cuerpos nuestros asesinos narcotraficantes, ¿por qué yo no? Un simple maestrito de escuela, un auxiliar que en los retenes puede mostrar su credencial: 'doy clases en tal sitio', se dice, y con eso se abren las puertas de cualquier lugar, tal vez incluso me dejaran en paz los gatilleros de la zona en caso de encontrarme en alguna brecha al comprobar que soy un pobre diablo, 'siga su camino', dirán, y llegaré al punto donde pueda dejar el cuerpo y regresar a la ciudad, quizá por otra ruta para evitar coincidencias, aunque este método también tiene sus queveres: ¿no es verdad que a donde yo llegue ya habrá llegado otro hombre antes y llegará otro después? ¿no es verdad que el que recorre un camino hace la ruta de otro futuro que terminará indefectiblemente por hallar el cuerpo? Mejor no involucrarme más de lo necesario. Un poco más de dinero a Carlitos y otro tanto a Daniel, que ellos le peguen el tiro, que sean ellos los que lo dejen tirado por ahí, total, si los agarran son lo que son y no hay más que averiguar. ¿O es que hablarán? ¿Es mejor pegárselo yo, tal vez afuera de su casa, luego de vigilar sus rutinas y definir bien la mejor hora del día, y salir corriendo? Sí, eso es mejor, por supuesto. ¿Por qué andar ocultando cuerpos o cargándolos o amarrándolos? Eso es estúpido. ¿Quién diablos soy yo? ¿Buffalo Bill? No necesito cuerpos en mi bañera ni convertir mi casa en carnicería ni llevar más drogadictos que los justos (y para muy distintos fines). Sí. Eso es. Golpear y correr... Nada sale mejor que lo que hace uno mismo... Eso es... Dos tiros, ¡bang, bang! Dos... Y a todo esto, ¿no debería tener una pistola?'

sábado, enero 23, 2016

El primer día de clases

En mis pesadillas recurrentes suele aparecer una escuela. Gris, deslavada, con aspecto de presidio y luces blancas de halógeno sucias o descompuestas, que dan a todo el escenario un aspecto de viejo anfiteatro. Las más de las veces hay butacas metálicas grises con los asientos o el respaldo abollados; en otras, las aulas están pobladas de mesabancos de madera para dos personas, con las tablas carcomidas y obscuras de tanto pasar por ellas lápices y plumas, navajas y antebrazos sucios. Siempre es muy temprano o demasiado tarde, pues las luces están encendidas (las que sirven) y cuando logro ver el cielo se advierte un color cerúleo en el que se adivina, más que verse, la aurora o el ocaso, el titilar incierto de una estrella.
Los pasillos no están demasiado poblados, pero es claro que no conozco a nadie. Siento un embarazo tremendo ante el sólo planteamiento de abordar a alguno de aquellos desconocidos para saber dónde está el salón que busco. Voy siempre con retraso. Cuando finalmente me atrevo a hablar, personajes de indefinidos rostros me responden como desde muy lejos y ríen con sorna mostrando el rosario de sus dientes. No los entiendo, a pesar de mis esfuerzos por concentrarme en sus respuestas. Jeroglíficos. Enigmas. Mensajes cifrados. Dominado por la vergüenza de hacer el idiota sin saber por qué, examino mi ropa, me toco la cara, trato de mirar a mi espalda aprovechando el reflejo de algún vidrio: no encuentro nada, pero eso sólo aumenta la sospecha de que llevo puesto algo ridículo. Que me he olvidado los zapatos. Que estoy despeinado. Que llevo una falda en vez de pantalones.
Nunca consigo llegar a mi destino. Si decido entrar a una sala corrillos de gente sin rostro y una maestra de gafas puntiagudas soy inmediatamente despachado con severidad. Sé que en algún sitio, el que me corresponde, están ya llenando la pizarra con aquello de lo que debiera tomar apuntes, pero miro los anuncios en las paredes, subo y bajo escaleras, consulto mi propio horario una tabla de colores donde los días de la semana están representados por columnas y las horas por renglones y no consigo entender nada. Crece la angustia, no ya del retraso que todo esto traerá consigo, sino de la insuperable desconfianza que se abrirá entre el maestro que registra mi falta y yo. Sé que mis excusas no serán creídas, que seré visto con sospecha hasta por mis propios compañeros, que ya puedo irme olvidando de sacar dieces.
Es mi primer día, no sólo de clases, sino en la escuela misma. En mi desesperación llego a los linderos del plantel, detrás de los edificios lúgubremente iluminados. Protegido por matorrales, abro lo que a veces es una mochila y otras veces un portafolios de piel. Un fuerte olor a carboncillo y madera de lápices, revuelto con los humores de mi habitación que se han impregnado al papel de los cuadernos, sube hasta mi nariz. Intento consultar de nuevo el horario, pero parece que los ojos se me han vuelto niebla y no consigo enfocar nada. Por los cristales de los edificios se alcanzan a ver maestros impartiendo clases, estudiantes casi siempre uniformados en café, gris y blanco; aunque ligero, se escucha venir desde su interior el rumor de voces y movimiento. Me falta el aire adivinando en cada uno de esos pupilos a un potencial enemigo, un individuo guasón que hará escarnio de mí todos los días a la cabeza de un grupo de niños crueles que me patearán hasta quitarme el refrigerio que preparó mi mamá.
Entonces me interrumpe un prefecto calvo o tal vez un maestro con pajarita al cuello, incluso el director con su aspecto de sacerdote pervertido. "¿Qué hace Usted aquí?, ¿no debería estar en clase?", me imprecan levantándome de las patillas como hiciera mi tío Xavier. No logro responder ni entender nada más de lo que dicen. Me hacen esperar en una oficina dominada por la bandera mexicana y una imagen del Sagrado Corazón de Jesús. Fuman. Llamarán a mi madre, me dicen. De su discurso ininteligible se desprenden de vez en cuando algunos fragmentos como "eso no se hace" o "a las personas como usted se las llevan al manicomio" o "voy a avisar a los padres del otro niño"...
Cuando despierto, suele ser que no han pasado ni diez minutos de haberme quedado dormido, la televisión o la lámpara todavía encendidas, la reja del vecino que se cierra, la tos del condensador de la nevera cuando se apaga. 'Argel, Argel', me digo, '¿hasta cuándo?'. Y apago la luz, preocupado por el presente.

sábado, enero 16, 2016

Mala persona

Aquí cerca queda la universidad y, como no podía ser de otro modo siendo esto una librería, he terminado por conocer a muchos y hacer amistad —aunque superficial— con algunos de sus miembros. No me vanaglorio de independiente ni de empresaria, aunque ha predominado mi sentido práctico y mi fuerza, pero sobre todo mi incapacidad para soportar jerarquías, en la decisión de sostener este apenas pasable negocio. Voy tirando, no me interesan las grandes ganancias, sino la solvencia y la tranquilidad. En contraste, las vidas de esos maestros de universidad me parecen una pesadilla de mediocridad y burocracia, siempre sometidos a las modas que dicta el secretario de educación en turno o el cacique local que, cuando no quiere ser rector, mete la mano hasta la entrepierna en consejos de administración o patronatos. Los que no tienen ninguna cultura terminan así por establecer directrices; debajo de ellos un hervidero de compadres y conocidos instrumenta una serie de medidas no ya tendientes a mejorar la educación, cuanto a cerrar jugosos robos disfrazados de negocios. Y es que, según le explicaba hace poco a Argel, un maestro amigo de Felicia, a mi modo de ver hay sólo dos modos de obtener dinero: trabajando o robando. Y la universidad pública, como variante de la burocracia gubernamental, pertenece al segundo modo de obtenerlo.
Él ha fingido escandalizarse, por supuesto, pero la amistad le permite zanjar estas diferencias con risas, llamándome lerda o pesada, adjetivos suaves y bien acomodados a su naturaleza delicada. No es persona particularmente culta ni bien enterada, lo que aun le permite mantener algunas dosis de felicidad por cuanto es inconsciente del destino que le espera. No estaría tan contento si se diera cuenta de que nunca tendrá la plaza que ansía, no sólo porque la matrícula va a la baja cuanto porque los que lo contratan no admitirían nunca en su seno a uno como él de tan evidentes gustos y con estudios insuficientes a los que no pueden sacarles ningún provecho presupuestal. Doble cruz la suya, qué mala suerte: un afeminado que es visto con simpatía porque divierte a sus compañeros sin darse cuenta de que nunca es tomado en serio, pero también otro de esos profesionistas malogrados que lo mismo dan clases que atienden en un supermercado, empleados perennes que sueñan como todos los pobres con comprar un terrenito o, en su caso, con hacerse de una estética allende la frontera. Cree que me refuta cuando me menciona los nombres de los varios funcionarios y directores a los que les pasa lo mismo que a él, sin darse cuenta de que esos individuos sí cuentan con las credenciales y ambiciones para hacerse tolerar: 'Por favor, Argel, todos los que mencionas tienen un grado académico que a la universidad le da nombre y dinero. No son ejemplo de tolerancia o diversidad, sino de conveniencia. Y usan ese grado académico para seguir ordeñando el presupuesto federal con pretexto de proyectos y programas peregrinos, ¿de verdad no te das cuenta? ¿o te has creído que están ahí porque son científicos notables? ¿o grandes pedagogos? ¿o gente siquiera con un mínimo de curiosidad intelectual? Ninguna institución —menos una universidad— es lo que dice ser: tienen una fachada de misión, visión y un largo bla bla bla, pero luego, ya entrando en acción, son todas lo mismo: negocios, negocios con los motivos más diversos'. Pero Argel no entiende y prefiere burlarse de mí diciendo que su sueldo sale de los impuestos que los contribuyentes como yo no tienen más remedio que pagar. No le falta razón, si bien su sueldo es un porcentaje minúsculo de un mordisco ridículo al dinero que cae de la mesa de los políticos; el botín lo obtienen éstos asaltando a los que producimos riqueza bajo la justificación de que el sostenimiento del Estado es indispensable para proteger la propiedad privada y la seguridad de los ciudadanos. Y una mierda, ya lo creo.
Pero Argel, como muchos de los suyos, es demasiado superficial como para seguir estos razonamientos y sutilezas. La frivolidad y juventud de Felicia, que se hace acompañar de él para gastar mi dinero en las horribles tiendas de Santa Teresa, no ha de ayudar a mejorar la conciencia del señorito. Cada semestre acude a la repartición de materias, le dan los horarios que nadie quiere, le obligan a comprar sus propio gises para la pizarra. Cuando aparece una convocatoria de plaza docente de tiempo completo —una vez cada uno o dos años— a Argel le brillan los ojos, cree que ya le toca y reúne un grueso expediente curricular que es sistemáticamente rechazado por las comisiones dictaminadoras. 'Ese no sabe tanto como yo', alega después resentido, 'no tengo idea de cómo pudieron darle ese puesto si no sabe nada, si ni siquiera es de aquí'. Le irrita no tanto la evidente corrupción detrás de las contrataciones cuanto que ésta no le beneficie a él. A veces tengo la impresión de que cree que el suyo es un trabajo productivo, ignorante como es de que cada plaza de esas a las que aspira significa un parásito más que nosotros debemos sostener. Si hay suerte, el parásito en cuestión hará algún trabajo desquitando los céntimos; si no —que es lo más seguro siempre, como que la ley de la gravedad hace más fácil andar por el suelo que caminar erguido— el animal en cuestión se dejará engrosar el trasero en un cubículo. Este engrosamiento, para mayor detalle, puede tener dos causas: o bien por no hacer nada (un mantenido que al menos no aspira a más), o bien por degenerar en burócrata duro (un insaciable jefe obsesionado por decir a los demás lo que deben hacer sin hacerlo él mismo, los más peligrosos con diferencia). Y a este ambientazo cree el pobre de Argel que puede incorporarse. Vamos, ni de broma.
Quizá se haga realidad su sueño de ser alguna vez dueño de una estética o, en el peor de los casos, empleado con privilegios de alguna, pero no porque así lo haya dispuesto ordenada y decididamente. No. Ello ocurrirá porque la universidad prescindirá de él tarde o temprano, como ya lo ha hecho con muchos otros auxiliares y seguirá haciéndolo por el tiempo que dure el negocio. Él, aunque no lo note, es gente de paso. Personal flotante o interino, creo que le llaman. Miembro de una gran masa de seres anónimos que deben ser permanentemente sustituidos para garantizar su anonimato, su carácter prescindible e intercambiable. Deseo que cuando esto ocurra, el vicio de vivir de un sueldo no haya echado en él hondas raíces y se decida a poner la estética de la que tanto habla a veces. Porque lo peor que pudiera ocurrirle al salir de la burocracia gubernamental sería que fuese a los brazos de la burocracia industrial. Aquí mismo en Santa Teresa, pese a las quejas de muchos empresarios transnacionales que quisieran quintuplicar sus ganancias en vez de sólo multiplicarlas por cuatro, no faltan maquiladoras dispuestas a masticar lo que quede de él cuando la universidad lo abandone. Obreros, operarios, supervisores, cajeros, un ejército de individuos que para no exponerse a la incertidumbre de hacer su propio negocio, prefieren la engañosa certeza de acogerse a fábricas fantasmagóricas que un día son inauguradas con bombo y platillo por el gobernador en turno y bendecidas por el arzobispo, y al otro desaparecen discretamente dejando cientos de desempleados y abandonadas naves industriales por donde pasan chamizos. Van a la China. Van a la India. Van a donde sea que la productividad dicte. 
Ni modo de explicarle esto a Argel mientras se acomoda el mandil en nuestra cocina y, con gran gesticulación, preparando el salmón en salsa de nueces que tanto nos gusta, nos cuenta a Felicia y a mí cómo le fue con el tipo que ayer lo invitó a subir al auto a pocas cuadras de la universidad. ¿Sería cruel amargarle la comida, la alegría sexual de anoche a cambio de dos o tres conclusiones lapidarias a las que yo misma, pese a esta librería, no escapo? ¿De verdad sé yo algo más o es que él sabe algo que yo ignoro? Le doy otra calada al puro mientras esto reflexiono y me río de buena gana cuando él alza las manos y grita para explicarnos cómo lo puso sobre la cama el cuarentón de anoche y cuánto le dolió el trasero. Es un buen tipo Argel. Y yo, mala persona.

viernes, enero 01, 2016

Notas sobre el arte de pelar plátanos sin usar las manos

John Maxwell Coetzee nos cuenta que Ósip Mandelshtam, poeta ruso, solía recitar en tertulias privadas un poema satírico sobre su homónimo Stalin, que por una precaución que probó ser insuficiente, nunca puso por escrito. Alguien que no resultó suficientemente digno de la amistad del poeta se coló en alguna reunión y, sea sinceramente escandalizado o sólo por congraciarse con el Estado soviético, tal vez creyendo que al adelantarse en la denuncia se curaba en salud, lo señaló. A la paranoia totalitaria del gobierno no le fue suficiente para darse por vencida el hecho de que la policía no encontrara ninguna copia del poema y, puesto que el poeta Pasternak, a pregunta expresa que le hiciera el propio Stalin por teléfono, dijera que Mandelshtam era un maestro dando a entender con ello que no era prescindible (esto es, eliminable), el dictador decidió someter al indiciado al suplicio de escribir un poema para él, una oda a Stalin. Ya Coetzee nos explica en un detenido análisis cómo Mandelshtam logra salir airoso de la tarea —si tal cosa tiene sentido para quien después de todo perdió la vida en un gulag— por medio de un juego de desplazamientos que hace al poema avanzar en espiral alrededor del sujeto sin que nunca la voz cantante sea la del poeta; la esposa es menos analítica y explica que Mandelshtam sufrió tan terriblemente escribiendo la oda que debió hacerla fuera de sí, es decir, alienado, en trance, enloquecido.
Los días recientes nos han expuesto a muchos a ser testigos, cuando no protagonistas, de un fervoroso intercambio de buenos deseos, expresados no ya con cuestionable sinceridad, sino a veces con una pasión rayana en el más descarado ridículo. Si Mandelstham logró escribir una apología de Stalin bajo la amenaza de perder la vida, en cuyo caso son comprensibles la lisonja y la adulación, ¿qué mueve a otros a un sobajamiento semejante si no existe amenaza? ¿Fue premiado el camarada que denunció a Mandelshtam o, como ocurrió con otros tantos entusiastas de la delación, terminó a su vez denunciado por algún malqueriente? Si en la guerra civil española se zanjaron viejos agravios familiares o vecinales con una oportuna denuncia ante la comisaría más cercana —una cuadrilla que se presenta en el domicilio de quien ni siquiera pensó verse acusado de nada algún día y de pronto se halla testigo de cómo un grupo de extraños revuelven sus papeles con la misma saña con que una piara de cerdos rebusca entre la mierda ¿qué mueve a los zalameros de tiempos pacíficos a empinar el culo para que mejor se ceben en él los superiores y aun los que ni siquiera tienen nada qué ver con su progreso material ni con su amistad?
Envidia y adulación, nos señalan en artículos y a través de novelas escritores como Pérez Reverte o Javier Marías, son dos propiedades casi inherentes al orbe hispánico. Mientras en los países anglosajones existe una larga tradición de crítica del poder, particularmente entre los intelectuales, en nuestra cultura suele preferirse la colusión entre poderosos y pensadores; estos últimos, encima, no son casi nunca científicos ni artistas, sino más bien, opinantes cuya voz accede a los medios públicos no en razón de su mérito sino de su relación con influyentes. No es así extraño que su discurso esté plagado de eufemismos y que, en caso de rompimiento o cambio de bando, al papel de lameculos lo reemplace el de repartidor de insultos; la razón ausente tanto en uno como en otro caso. Esta clase intelectual, si no otra cosa, sí es al menos representativa de la sociedad en que se inserta: una sociedad de aduladores y denostadores. Irracional. 
Con enorme propiedad lingüística, la figura del adulador en México ha terminado asociada a la del mamón, o sea, a la del que abyectamente se pone de rodillas para chuparla, el lambiscón que lame o, como dice el vulgo, lambe: al superior, al amigo, al compadre, al jefecillo. A veces sus motivaciones son transparentes; en otras ocasiones, su conducta sólo parece explicable desde la psicología: individuos que por algún defecto de carácter —al que siempre refuerza la incultura que no es capaz de reparar en su mal gusto— se ven precisados a buscar la aprobación y el cobijo de figuras paternas. Los obsequiosos, contrario a lo que se supondría, no son siempre la parte más baja del escalafón: los tiempos democráticos que corren permiten a cualquier hombre vulgar lo suficientemente hábil y ambicioso, parasitar estructuras de poder, aunque desde ahí limpien el suelo por donde pasan sus superiores y se deshagan en alambicados elogios para el compadre que los acompañó en sus borracheras.  
Hacer la barba es, sin embargo, la contraparte, cuando no la expresión, de la envidia: es el deseo de ver al compañero o superior convencido de nuestra nobleza para mejor sacar provecho de él. Cuando no la justifica ningún beneficio directo, cuando no es simple expresión de la cursilería más chabacana que se distribuye a peso el kilo por todas las redes sociales, bien podría tratarse de un eufemismo de la envidia: el lambiscón cultiva el arte de pelar plátanos sin usar las manos para mantener cerca a aquel cuyo éxito le quita el sueño, también para enviar el mensaje a quien quiera leerlo de que él está en el círculo íntimo del envidiado, en un mecanismo que no se distingue apenas del que ya despliegan los niños para no ser excluidos por quienes no los toman en cuenta: '¡mírenme, mírenme!', parecen decir detrás de sus alabanzas y loas, '¡yo estoy con él!, ¡lo admiro tanto, lo quiero tanto, haría todo por él!, ¡mírenme, mírenme!'. Es patético, sí, pero en una sociedad tan apegada a sus máscaras, tan poco afecta a la verdad, esta ridícula miel que lubrica las relaciones sociales —con motivo del año nuevo, por ejemplo— haciéndolas tan sentidas como superficiales, cumple la función de un ritual: '¿me ves o sigo lambiendo?', pregunta uno; 'ya, ya te siento', responde el otro. Y se corre.