sábado, enero 16, 2016

Mala persona

Aquí cerca queda la universidad y, como no podía ser de otro modo siendo esto una librería, he terminado por conocer a muchos y hacer amistad —aunque superficial— con algunos de sus miembros. No me vanaglorio de independiente ni de empresaria, aunque ha predominado mi sentido práctico y mi fuerza, pero sobre todo mi incapacidad para soportar jerarquías, en la decisión de sostener este apenas pasable negocio. Voy tirando, no me interesan las grandes ganancias, sino la solvencia y la tranquilidad. En contraste, las vidas de esos maestros de universidad me parecen una pesadilla de mediocridad y burocracia, siempre sometidos a las modas que dicta el secretario de educación en turno o el cacique local que, cuando no quiere ser rector, mete la mano hasta la entrepierna en consejos de administración o patronatos. Los que no tienen ninguna cultura terminan así por establecer directrices; debajo de ellos un hervidero de compadres y conocidos instrumenta una serie de medidas no ya tendientes a mejorar la educación, cuanto a cerrar jugosos robos disfrazados de negocios. Y es que, según le explicaba hace poco a Argel, un maestro amigo de Felicia, a mi modo de ver hay sólo dos modos de obtener dinero: trabajando o robando. Y la universidad pública, como variante de la burocracia gubernamental, pertenece al segundo modo de obtenerlo.
Él ha fingido escandalizarse, por supuesto, pero la amistad le permite zanjar estas diferencias con risas, llamándome lerda o pesada, adjetivos suaves y bien acomodados a su naturaleza delicada. No es persona particularmente culta ni bien enterada, lo que aun le permite mantener algunas dosis de felicidad por cuanto es inconsciente del destino que le espera. No estaría tan contento si se diera cuenta de que nunca tendrá la plaza que ansía, no sólo porque la matrícula va a la baja cuanto porque los que lo contratan no admitirían nunca en su seno a uno como él de tan evidentes gustos y con estudios insuficientes a los que no pueden sacarles ningún provecho presupuestal. Doble cruz la suya, qué mala suerte: un afeminado que es visto con simpatía porque divierte a sus compañeros sin darse cuenta de que nunca es tomado en serio, pero también otro de esos profesionistas malogrados que lo mismo dan clases que atienden en un supermercado, empleados perennes que sueñan como todos los pobres con comprar un terrenito o, en su caso, con hacerse de una estética allende la frontera. Cree que me refuta cuando me menciona los nombres de los varios funcionarios y directores a los que les pasa lo mismo que a él, sin darse cuenta de que esos individuos sí cuentan con las credenciales y ambiciones para hacerse tolerar: 'Por favor, Argel, todos los que mencionas tienen un grado académico que a la universidad le da nombre y dinero. No son ejemplo de tolerancia o diversidad, sino de conveniencia. Y usan ese grado académico para seguir ordeñando el presupuesto federal con pretexto de proyectos y programas peregrinos, ¿de verdad no te das cuenta? ¿o te has creído que están ahí porque son científicos notables? ¿o grandes pedagogos? ¿o gente siquiera con un mínimo de curiosidad intelectual? Ninguna institución —menos una universidad— es lo que dice ser: tienen una fachada de misión, visión y un largo bla bla bla, pero luego, ya entrando en acción, son todas lo mismo: negocios, negocios con los motivos más diversos'. Pero Argel no entiende y prefiere burlarse de mí diciendo que su sueldo sale de los impuestos que los contribuyentes como yo no tienen más remedio que pagar. No le falta razón, si bien su sueldo es un porcentaje minúsculo de un mordisco ridículo al dinero que cae de la mesa de los políticos; el botín lo obtienen éstos asaltando a los que producimos riqueza bajo la justificación de que el sostenimiento del Estado es indispensable para proteger la propiedad privada y la seguridad de los ciudadanos. Y una mierda, ya lo creo.
Pero Argel, como muchos de los suyos, es demasiado superficial como para seguir estos razonamientos y sutilezas. La frivolidad y juventud de Felicia, que se hace acompañar de él para gastar mi dinero en las horribles tiendas de Santa Teresa, no ha de ayudar a mejorar la conciencia del señorito. Cada semestre acude a la repartición de materias, le dan los horarios que nadie quiere, le obligan a comprar sus propio gises para la pizarra. Cuando aparece una convocatoria de plaza docente de tiempo completo —una vez cada uno o dos años— a Argel le brillan los ojos, cree que ya le toca y reúne un grueso expediente curricular que es sistemáticamente rechazado por las comisiones dictaminadoras. 'Ese no sabe tanto como yo', alega después resentido, 'no tengo idea de cómo pudieron darle ese puesto si no sabe nada, si ni siquiera es de aquí'. Le irrita no tanto la evidente corrupción detrás de las contrataciones cuanto que ésta no le beneficie a él. A veces tengo la impresión de que cree que el suyo es un trabajo productivo, ignorante como es de que cada plaza de esas a las que aspira significa un parásito más que nosotros debemos sostener. Si hay suerte, el parásito en cuestión hará algún trabajo desquitando los céntimos; si no —que es lo más seguro siempre, como que la ley de la gravedad hace más fácil andar por el suelo que caminar erguido— el animal en cuestión se dejará engrosar el trasero en un cubículo. Este engrosamiento, para mayor detalle, puede tener dos causas: o bien por no hacer nada (un mantenido que al menos no aspira a más), o bien por degenerar en burócrata duro (un insaciable jefe obsesionado por decir a los demás lo que deben hacer sin hacerlo él mismo, los más peligrosos con diferencia). Y a este ambientazo cree el pobre de Argel que puede incorporarse. Vamos, ni de broma.
Quizá se haga realidad su sueño de ser alguna vez dueño de una estética o, en el peor de los casos, empleado con privilegios de alguna, pero no porque así lo haya dispuesto ordenada y decididamente. No. Ello ocurrirá porque la universidad prescindirá de él tarde o temprano, como ya lo ha hecho con muchos otros auxiliares y seguirá haciéndolo por el tiempo que dure el negocio. Él, aunque no lo note, es gente de paso. Personal flotante o interino, creo que le llaman. Miembro de una gran masa de seres anónimos que deben ser permanentemente sustituidos para garantizar su anonimato, su carácter prescindible e intercambiable. Deseo que cuando esto ocurra, el vicio de vivir de un sueldo no haya echado en él hondas raíces y se decida a poner la estética de la que tanto habla a veces. Porque lo peor que pudiera ocurrirle al salir de la burocracia gubernamental sería que fuese a los brazos de la burocracia industrial. Aquí mismo en Santa Teresa, pese a las quejas de muchos empresarios transnacionales que quisieran quintuplicar sus ganancias en vez de sólo multiplicarlas por cuatro, no faltan maquiladoras dispuestas a masticar lo que quede de él cuando la universidad lo abandone. Obreros, operarios, supervisores, cajeros, un ejército de individuos que para no exponerse a la incertidumbre de hacer su propio negocio, prefieren la engañosa certeza de acogerse a fábricas fantasmagóricas que un día son inauguradas con bombo y platillo por el gobernador en turno y bendecidas por el arzobispo, y al otro desaparecen discretamente dejando cientos de desempleados y abandonadas naves industriales por donde pasan chamizos. Van a la China. Van a la India. Van a donde sea que la productividad dicte. 
Ni modo de explicarle esto a Argel mientras se acomoda el mandil en nuestra cocina y, con gran gesticulación, preparando el salmón en salsa de nueces que tanto nos gusta, nos cuenta a Felicia y a mí cómo le fue con el tipo que ayer lo invitó a subir al auto a pocas cuadras de la universidad. ¿Sería cruel amargarle la comida, la alegría sexual de anoche a cambio de dos o tres conclusiones lapidarias a las que yo misma, pese a esta librería, no escapo? ¿De verdad sé yo algo más o es que él sabe algo que yo ignoro? Le doy otra calada al puro mientras esto reflexiono y me río de buena gana cuando él alza las manos y grita para explicarnos cómo lo puso sobre la cama el cuarentón de anoche y cuánto le dolió el trasero. Es un buen tipo Argel. Y yo, mala persona.