domingo, febrero 17, 2013

La bola

Desde la terraza vi cómo se alzaba la columna de humo y me cerraba la vista a los volcanes. Llevaba cuatro días con la tienda cerrada y los crecientes disturbios no parecían sugerir que fuera a reabrirla pronto. Me consolaba que Adriana y los niños hubiesen salido a Guadalajara a visitar a mi suegra, apenas dos días antes de que iniciara el motín de la Ciudadela, ocasión que al principio me pareció extraordinariamente propicia para saciarme de Gabriela, a quien llevaba ya algún tiempo viendo clandestinamente y a la que ahora podría llevar a mi casa todas las noches hasta hartarme de su cuerpo y luego buscar algún pretexto para ya no verla más. No hubo necesidad de buscarlo, el pretexto, porque apenas nos vimos dos noches y no volví a saber de ella; la tercera, ya sin luz eléctrica, tuve que desahogar la ansiedad de su ausencia en el banco que a ella le gustaba utilizar para nuestros encuentros, iluminado apenas por la luz del quinqué y apretando con los dientes el corpiño que le obligué a dejar la última noche. Una muchacha dócil, Gabriela, a la que no tardarán en echarle cerrojo sus padres para evitar más murmuraciones y vergüenzas. Pero de mí no saben nada, estoy seguro.
Al principio nadie se sorprendió. Era sólo cuestión de tiempo para que los hombres más bragados se decidiesen a terminar con ese gobierno pusilánime al que sólo una triste sucesión de circunstancias pudo instalar en Palacio Nacional. Los pueblos se equivocan. Las revoluciones se tuercen. Hombres mediocres acaban instalados en responsabilidades que exceden con mucho a sus capacidades. La tienda había conocido mejores tiempos bajo la dictadura, por supuesto, y aunque la inflación creaba la sensación de que nos volveríamos ricos en poco tiempo, el aumento generalizado de precios nos quitaba por un lado lo que nos daba por el otro. Adriana estaba molesta, claro, es ambiciosa y pese a mis reconvenciones, sobre todo en circunstancias sociales, no se abstenía de opinar sobre política y echar pestes del Chapito (ella se crió en Sonora, parece que así hablan por allá). Yo suelo ser más callado, pero opinaba igual que ella: la anarquía se estaba apoderando del espíritu de los ciudadanos y apenas iniciado lo del motín todo mundo perdió la compostura y se sintió con derecho a incendiar, robar, asesinar y pasar de un bando a otro con entera naturalidad y frescura. 
Gabriela sabía lo que iba a ocurrir porque su marido es militar y parece estar entre los sublevados. Tendría que confirmarlo, pero a ella no la he visto y el recuerdo de sus conversaciones se me confunde rápidamente con el de sus pechos tibios. No creo haberle prestado demasiada atención y ahora lo lamento porque al menos sabría dónde ir a buscarla o a qué atenerme con lo de la tienda. He sabido de saqueos horrendos donde la chusma se ha escarcido con los gachupines y los chinos, al menos yo soy connacional y no creo que vengan a forzar la puerta. Sólo han venido las vecinas habituales y se han conformado pacientemente con mis explicaciones. Son las ventajas de ser una persona decente, inspira uno confianza con su sola presencia, los instintos se neutralizan ante nuestra parsimonia, conocen a Adriana -Adrianita para ellas- y van a misa entre semana junto con ella, también a rosarios, paseos de la virgen del barrio y vistas del Santísimo en los sagrarios. Ella no es precisamente devota, pero se aburre en casa porque Nacha se encarga de fregar los pisos y lavar la ropa sin darle suficiente conversación -india renegada, la llama- y entonces busca a las damas de su clase que a cambio de soporíferas y muy hipócritas actividades religiosas le participan de jugosas comidillas sobre la vida privada de la gente del barrio y de no pocos personajes públicos importantes. Así supe, por ejemplo, que el Chapito padece impotencia coeundi, lo que desde luego confirma su falta de descendencia pese a los muchos años de matrimonio con Doña Sarita. La debilidad de carácter va siempre de la mano de la sexual.
Por eso, para evitar que Gabriela me tomara por un romántico y nuestra relación cargada de morbo se volviese una rutina de poco vigor, la empujé paulatinamente a actos cada vez más abyectos y en los que no faltaron el cinturón, las cuerdas, el atril donde Adriana posaba la biblia, las mascadas que alguna vez le dejaron marcas en los ojos y en los pechos, incluso la trampa para presas pequeñas y el gancho del jamón que tuve que descolgar de la viga que cruzaba por encima del mostrador de la tienda. Sé que esto sugiere que nos hemos visto muchas veces. No ha sido así. Pero el prestigio de un amante, incluso en una ciudad de este tamaño, depende tanto de su osadía como de su discreción. Y Gabriela era una amante muy propicia a estos excesos, como pude comprender de su ligero coqueteo con la mariguana y el coñac de su marido, pero también de las frecuentes marcas de palizas que el sargento (¿o era coronel?) le daba un día sí y otro también.
Ahora todo ha terminado, me temo. Son ya varios días de balaceras y de Gabriela ni sus luces. De Adriana llegó un telegrama ayer, pero no me interesaba en lo más mínimo. Ella y los niños estarán bien de cualquier modo y yo tengo derecho a divertirme en su ausencia, aunque lleve ya varios días sin poder hacerlo. El humo que entra ahora por la ventana es claramente el de un crematorio al aire libre. Dice Nacha que hay montones de cadáveres a los que simplemente se les prende fuego, ahí, en la calle, como si fuesen animales, y este debe ser el primero de esos eventos que tiene lugar cerca de aquí. Por si las dudas, he reunido buena parte del dinero en el fondo de un pequeño saco de harina por si tuviese que llevármelo a plena luz del día sin despertar sospechas. He tenido buen cuidado de que Nacha no me vea, pero quizá por un sentimiento de culpa, quizá por garantizar una complicidad que no necesito, he accedido después de la comida a satisfacerla como mujer, pues desde la desaparición de Gabriela y en ausencia de su patrona, empezó a insinuárseme. Olía a cebolla y sólo espero que no me arruinen la siesta los torzones que ahora siento.
Corro a la orilla del canal de la Viga y de un salto ya estoy en una chalupa. Los arbustos de la orilla y los familiares sauces llorones, los ahuehuetes, van siendo reemplazados por una vegetación cada vez más densa que va obstruyendo la luz del cielo hasta obscurecerlo todo como en una caverna. Ya no me doy cuenta de si la barca sigue avanzando o no, pero al final distingo una luz que se acerca. Es la del quinqué de mi casa que lleva en la mano Gabriela, de pie sobre su barca, cruzada de carrilleras y sólo con sus medias negras hasta la mitad de los muslos. 'Acércate', me dice, pero temo caer al agua negra como petróleo. De pronto, cae el quinqué y la barca comienza a incendiarse. '¡Salta!', me grita. '¡Salta!'. La luz ilumina un círculo de árboles en los que brillan cientos de ojos. '¡Salta!' gritan todos. Estalla una ventana invisible y abro los ojos. 
Es mi casa la que se incendia y hay un griterío allá abajo que me obliga a levantarme tan pronto como puedo, sudoroso. Gritan con una furia inexplicable, reforzándose entre sí, sin apelación posible: '¡Sal cabrón!', '¡Sal que sabemos que estás ahí!', '¡Sal de una vez y da la cara!'. Si consigo huir no será por la puerta, sino por la azotea. Subo por la escalera de caracol, jadeando. En el trayecto todavía tengo tiempo de pensar en Nacha y en Adriana (en ese orden) y de pegarme con el borde de la puerta que es tan pequeña que ni el Chapito cabría por ella. Por fin cruzo y doy la vuelta hacia casa de los Martínez -la única azotea contigua- pero ya es tarde. Allá arriba me encuentro con hombres armados de machetes y fusiles viejos. '¿Lo fusilamos mi generala?', '¿Nos lo quebramos?', preguntan a una tipa que se abre paso a mi encuentro. Es Gabriela, que sonríe. Intento articular palabra, pero aun no me repongo del agitado ascenso y apenas me da tiempo de gritar "¡No!" cuando ya ella levanta su carabina y me revienta el pecho.
El sol de la tarde no calienta y el frío me invade rápidamente. Nacha no quiere pasar hambre: se ha llevado el saco de harina.