sábado, marzo 23, 2024

Dos chilenos

Uno

Una noche a finales de mil novecientos noventa y siete, cuando yo contaba veintiún años y empezaba a enfermar por las muchas horas de trabajo dedicadas a un proyecto de electrónica, veía la televisión estatal echado en un sillón de la sala y envuelto en una cobija, cuando de pronto, en mitad del perturbador silencio de la madrugada, encontré en el canal siete de Guadalajara una película hecha de escenas espeluznantes y sórdidas de las que, sin embargo, no me fue difícil deducir una trama casi lógica. Entonces no sabía que Santa Sangre era una película mexicana de mil novecientos ochenta y nueve dirigida por un chileno de apellido ucraniano; no tenía forma alguna de hacerme con una copia de la cinta en aquel mundo sin tiendas de películas ni búsquedas de internet ni enciclopedias en línea, un mundo en el que se hallaban las cosas por casualidad o preguntando por ahí hasta dar con 'ese obscuro objeto del deseo' (Luis Buñuel). Yo encontré así, a los pocos años, una copia de mala calidad de la perturbadora cinta, en el tianguis cultural que se ponía los fines de semana a lo largo de la explanada frente al Agua Azul; entonces ya sabía el nombre de la película, pero también el nombre de su director: Alejandro Jodorowsky.
Fue una extraordinaria coincidencia que hubiera sido precisamente en aquel año cuando entré en contacto con la obra de Jodorowsky, el mismo año en que mi familiaridad con la obra pictórica, pero sobre todo escrita, de Salvador Dalí, había alcanzado su mayor cota; el mismo año, también, de la conclusión de mis estudios universitarios, mi breve paso por el 'cieno de números y leyes' (Federico García Lorca) y el inicio de mi carrera científica por medio del posgrado; el año en que salí del hogar materno para vivir por mi cuenta y riesgo; el mismo de mi iniciación sexual en la Barranca de Huentitán. La retórica surrealista no fue para mí letra muerta, sino una forma de supervivencia en un mundo que, de otro modo, hubiese sido mortal; gracias a ella pude construir una mirada que no sólo lo poblaba de significados y juegos, de fantasía y misterio, de ironía y absurdidad e inteligencia, sino que me liberaba de sus aspectos más embrutecedores poniendo a salvo mi espíritu. 
La entrada de Jodorowsky a mi vida fue el enriquecimiento cinematográfico del surrealismo, que hasta entonces se había limitado a la pintura y los escritos, pero también el acceso por vía psicológica y simbólica a las profundidades culturales del país en que vivía, el mismo que había hecho decir al padre del surrealismo, André Breton, 'Le Mexique est le pays le plus surréaliste dans le monde'. En efecto, Santa Sangre no era sólo una acumulación de imágenes inquietantes capaces de narrar, casi sin decir palabra, una historia de liberación con respecto a una infancia macabra, sino un universo inequívocamente mexicano hecho de sordidez, suciedad, degeneración y locura, un centro de la Ciudad de México con sus putas, borrachos y travestis, pero también un extrarradio sin nombre con hordas de miserables, circos siniestros y bestias salvajes. Es una historia en la que asoman aquí y allá la corrupción imperante en el gobierno, la influencia de la Iglesia, el fanatismo de la sociedad. Quizá involuntariamente, por el hecho de que el protagonista está poseído por la voluntad de la madre que vive en su imaginación y que no le permite ser responsable cabal de los crímenes que comete, la película aluda a los sótanos de la conciencia mexicana visitados por José Vasconcelos en Ulises criollo, por Samuel Ramos en El perfil del hombre y la cultura en México, por Octavio Paz en El laberinto de la soledad, o por Monsiváis en Amor perdido (libro que, por cierto, leí a las pocas semanas de ver la película), todos los cuales reflejan implícita o explícitamente 'el papel de víctimas pasivas e impotentes' de 'fantasmas maternos y paternos' que asoma tan frecuentemente en la conducta del mexicano (Enrique Krauze).  
Diez años después, en dos mil siete, pude adquirir en Francia las primeras tres películas de Jodorowsky —Fando y Lis (1968), El topo (1970), La montaña sagrada (1973)— y un cortometraje suyo llamado La corbata; también ese mismo año, en el edificio del British Film Institute de Londres, a pocos pasos de la estación de Waterloo y casi frente al Támesis, compré por fin un DVD de la inencontrable Santa Sangre. Ignoraba que todas estas películas estaban hasta entonces envueltas en litigios legales y que sólo ahora, casi cuarenta años después de la primera, por fin se ponían a la venta. Todas habían sido hechas en México y, al tiempo en que retrataban —acaso mejor que nadie— las profundidades del país en que habían sido producidas, trascendían todo carácter local para inscribirse en el arte universal, en el ancho río de la cultura del hombre, un paso que la mayoría de los cineastas mexicanos —pero también la mayoría de creadores en general— no podían dar. 
Así pues, el mejor cineasta mexicano —en tanto artista universal— es chileno. Y el segundo mejor es Luis Buñuel tan sólo por Los olvidados, lo que desde luego no remedia mucho el equívoco.


Dos

Llegó un momento, a finales de la primera década de este siglo, en que preferí leer libros gordos; entre más monumentales y voluminosos, mejor. De entre los que se empezaban a acumular en  aquel tiempo en mi breve biblioteca, escogí entonces uno que me había regalado Elvira, mi amiga madrileña, dos años antes, en dos mil ocho, titulado enigmáticamente 2666. Su autor, Roberto Bolaño, se había hecho muy conocido en aquella época, quizá más por influencia de sus lectores anglosajones que de sus lectores hispanohablantes; quizá también por el aura de misterio que rodeaba su temprana muerte en dos mil tres, cuando apenas contaba cincuenta años; pero sobre todo, indudablemente, por su prosa fluida e inquietante que parece querer comunicarnos bastante más de lo que transcurre en su superficie: la interpretación del río subterráneo que recorre sus entrelíneas, la posiblemente aterradora verdad revelada por una escritura en clave que demanda nuestra investigación, la tesitura enigmática y cosmopolita de sus borrosos personajes, que lo mismo se mueven en los escenarios más conspicuos de la civilización occidental que en sus antípodas más periféricas.
La lectura de 2666 llegó en un momento en que parecía hecha a posta para significar un trasunto de mi vida. Luego de ocho años de residir más en Europa que en México, volvía a Ciudad Natal con el ingenuo propósito de reanudar la vida personal y profesional que había quedado interrumpida, haciendo caso omiso de que 'un antes y un después nunca se sueldan' (Javier Marías). El año de dos mil diez demostró la imposibilidad de este propósito y me condujo, poco a poco, del lluvioso norte francés a la costa mediterránea (La parte de los críticos) y de Ciudad Natal a Santa Teresa (La parte de Amalfitano), la imprecisa ciudad de Sonora a la que me mudaría con mi hijo Cruz del mismo modo en que el profesor de la novela se muda a ella con su hija Rosa. Santa Teresa es una ciudad criminal en donde Cruz (Rosa) corre siempre peligro y de la que finalmente desaparecerá para no volver (La parte de los crímenes), una ciudad en la que el calor y la incuria corroen la psique hasta disolver las fronteras entre lo real y lo imaginado, entre lo que ocurre y lo que se presiente, y donde lo que ha de venir ha de ser siempre terrible.
Ficciones y paralelismos aparte, me resultó claro desde aquel momento que estaba ante una obra original que ensanchaba el canon literario occidental, una obra que hablaba a todos los hombres aunque fuese desde una perspectiva inequívocamente mexicana. ¿Mexicana? Vamos a ver. Roberto Bolaño había nacido en Chile, donde vivió su infancia y adolescencia; pasó diez años de su juventud en México, junto con su familia, donde se unió a movimientos artísticos más o menos radicales como el de los infrarrealistas, en oposición al establishment literario liderado por Octavio Paz; finalmente emigró a Cataluña donde tuvo un par de parejas, dos hijos con la primera de ellas, trabajos diversos mientras intentaba publicar sus escritos y, por último, el éxito de ventas y el reconocimiento de su obra poco antes de morir. 
¿Cómo era posible —me pregunté entonces doblemente cuando a fines de dos mil diez leí también Los detectives salvajes— que el mejor novelista mexicano haya sido un chileno? ¿Por qué los mexicanos no habían escrito jamás la gran novela mexicana como hicieron Proust en francés o Joyce en habla inglesa? ¿Por qué nuestro único Premio Nobel de Literatura era un ensayista muy lúcido y un poeta significativo, pero no un novelista? ¿Por qué las novelas mexicanas son tan cortas de longitud y de miras, tan folclóricas en oposición a universales, tan faltas de personalidad? Obras tímidas o afectadas, obras perezosas o aburridas, obras hechas al amparo del Estado para ganar los premios que da el Estado, obras insustanciales capricho de señoritos: eso era la literatura mexicana. Bolaño no podía ser más distinto: independiente aún a costa de terribles incertidumbres económicas, cosmopolita para el que no existieron fronteras ni sujeciones, tenaz en el ejercicio de su vocación literaria por encima de la incomprensión general.
Así pues, el mejor novelista mexicano —en tanto artista universal— es chileno. Y acaso lo fuera por tener la capacidad de mirar a este país sin prejuicios ideológicos, por escribirlo a buena distancia geográfica y temporal luego de haberse bañado una década entera en él, y por haber vivido siempre abierto al mundo gracias a su cultura universal.

[...]

Jodorowsky y Bolaño nacen en Chile, viven un tiempo central en México (al que hacen parte esencial de su obra), y emigran allende el Atlántico para residir en el viejo mundo. Uno muere con cincuenta años y el otro vive con casi el doble. ¿Qué extraño hilo los conecta? ¿Qué conjunción de estrellas o sinos? ¿Qué misterio ocultan? Que venga el surrealismo y lo diga. O lo insinúe.

domingo, marzo 10, 2024

Dos épicas

Como sucede con las personas que al contar su vida se extienden sobre los episodios más presentables y omiten aquello que les avergüenza, los países escogen períodos de presunto heroísmo para contarse a sí mismos una historia edificante donde, por supuesto, se exageran las virtudes y se resta importancia a los vicios. Quizá la literatura o el cine se ceben en los episodios más controvertidos o directamente oprobiosos, pero la televisión, con su carácter más inmediato, indiscriminado y masivo, vigilada de cerca por el poder en turno, fue siempre más ñoña —o acaso prudente o vendida— al momento de contarse la historia nacional. En la tradición hispanoamericana fue la así llamada telenovela histórica —esa especie de serie, como se diría ahora, de producción más pobre y diálogos más acartonados que los actuales— la que se encargó de contarnos la historia patria de forma que no resultara demasiado aburrida ni bochornosa. Dichas producciones solían inventar una familia a la que, por bien escogidos azares, ocurrían distintos hechos que los ponían en contacto con las circunstancias de la época, incluso a veces con acontecimientos históricos de envergadura. 
En Senda de Gloria, transmitida en México entre mil novecientos ochenta y siete y mil novecientos ochenta y ocho, se escogió el período que va de mil novecientos diecisiete a mil novecientos treinta y ocho como el arco temporal en el que asistiremos a las vidas de los distintos miembros de la familia Álvarez, vidas fuertemente entrelazadas con la historia de México que, no por casualidad, se presenta en esos años como el ascenso casi ininterrumpido del caos revolucionario al orden institucional, de la promulgación de una constitución más hecha de promesas que de realidades al cumplimiento apoteósico de sus preceptos más difíciles, como la expropiación petrolera o el reparto agrario. Los aspectos más controvertidos del periodo referido —la guerra cristera, la intentona reeleccionista de Obregón o el Maximato— se presentan acríticamente desde la perspectiva oficial de la época de transmisión de la telenovela: los cristeros son fanáticos religiosos frente a un presidente que sólo aplica la constitución; la reelección de Obregón es un breve desvío de la doctrina revolucionaria que, circunstancialmente, remediaron las balas de León Toral; el Maximato era la única forma de transitar por un período de inestabilidad política hasta que llegara otro hombre fuerte, Cárdenas, capaz de institucionalizar el sistema político mexicano. Que la telenovela se transmita luego de casi sesenta años de un cada vez más descompuesto régimen de partido único, no impide la desvergüenza de que el General Eduardo Álvarez —el personaje principal interpretado por Ignacio López Tarso— hable repetidamente de democracia y maderismo, de aglutinar a las distintas fuerzas revolucionarias en un solo partido y de rechazar el ascenso de la reacción, representada entonces por José Vasconcelos y antecedente directo del panismo que, setenta años después, inauguraría la alternancia democrática en el país. México intentaba construirse así, por medio de la telenovela histórica, una épica, acaso también una justificación de las décadas que nos separaban del periodo novelado y una inspiración para las décadas del futuro. Dudo mucho que estos propósitos se hayan cumplido: primero porque al terminar la transmisión de la telenovela se daría la primera gran escisión dentro del partido único de cara a las elecciones presidenciales de mil novecientos ochenta y ocho, cisma dirigido nada menos que por el hijo del ex-presidente Lázaro Cárdenas en cuyo periodo se alcanza el momento culmen de la telenovela; segundo porque Carlos Salinas de Gortari, el hombre que se quedó finalmente con la presidencia tras esas elecciones, reformaría la constitución poniendo fin al reparto agrario, reestableciendo relaciones con la Iglesia Católica y permitiendo la inversión privada en sectores antes vedados por el dogma revolucionario; tercero porque, aunque con formidable retraso y sin el menor aspecto glorioso, México inició en mil novecientos noventa y siete su tránsito hacia una vida con elecciones libres y alternancia política, dejando atrás (aunque sólo fuera por unas décadas) aberraciones como el fraude patriótico, el hombre fuerte y el régimen de partido único.
España decidiría a su vez, en dos mil uno, contarse su propia épica a través de una serie televisiva (entonces ya no se llamaban telenovelas y menos si trataban de hechos históricos) llamada Cuéntame cómo pasó. ¿Qué época podría escoger un país al que sus enemigos habían hecho tristemente célebre por la Inquisición, el oscurantismo más cerril y una larguísima decadencia de siglos que arranca desde los últimos reinados de los Habsburgo hasta la dictadura de Franco? La respuesta fue, desde luego, la ahora tan denostada transición democrática, es decir, el período que va del tardofranquismo de mil novecientos sesenta y ocho hasta la llegada del siglo veintiuno. Creó para ello a la familia Alcántara a la que, como en el caso mexicano, le suceden toda clase de cosas que nos permiten apreciar las circunstancias de la época y no escasos acontecimientos históricos notables. Igual que en Senda de Gloria, donde la voz del narrador es la del General Eduardo Álvarez que nos habla desde la superioridad moral de su personaje instalado, cómo no, en el tiempo triunfal de su país, así la voz del narrador de Cuéntame cómo pasó es la de Carlos Alcántara, que nos habla desde un presente triunfal que ha superado definitivamente los entuertos de su pasado. Ni en el caso mexicano ni en el español se plantean demasiadas dudas sobre la superioridad del presente desde el que nos habla el narrador: poco importa que en el caso de Senda de Gloria el General Álvarez nos hable desde una época de partido único y poder presidencial omnímodo con ropajes republicanos, la dictadura perfecta como la llamó Vargas Llosa, como tampoco importa que Carlos Alcántara nos hable en Cuéntame cómo pasó desde un presente español hecho de separatismo, consumismo, frivolidad y corrupción pecuniaria frecuentemente ligada al poder político, una época de ideologías diluidas en favor de los negocios más cínicos y trapaceros; poco importa todo esto porque la narrativa impuesta a ambos personajes y transmitida por televisión a millones de personas que, para bien o para mal, olvidarán todo lo dicho e insinuado para volver a sus respectivos y miserables presentes, es la narrativa de un país triunfador, un país épico que, si bien vivió periodos oscuros en el pasado, se ha reivindicado más allá de toda duda, al menos en el intervalo al que aluden las respectivas series. Ascenso histórico con aspecto de ley física, convicción de que así tenía que ser, certeza, aunque sólo sea al pasajero hervor de una emoción barata arrebatada al espectador por medio de sensibleros trucos que apelan a su rancio nacionalismo o a su todavía más estrecho chauvinismo, de que a los países como a sus personas, les espera un futuro glorioso al que no empañarán jamás sus turbios pasados perdonados.

miércoles, enero 31, 2024

La injusta medianía

No se vale sustraerse a todo para ganar seguridades, pero tampoco meterse en lo que sea para ganar méritos laicos o religiosos, aprender lecciones morales o conseguir una presunta elevación espiritual, así yo en la justificación interior de mi extravagante experiencia lumpen sonorense que al final ha resultado totalmente desechable en sus propios términos, pues no fui como resultado de ella ni más paciente ni más centrado, ni más tolerante ni más sociable; algunos dirán que lo parecía en medio de aquel entontecimiento y bobería condescendiente, aquella continua aquiescencia rematada de palabras suaves y cariñosas, más producto de un mecanismo de defensa preventivo que de un enamoramiento imposible, quién sabe si por razones orgánicas y desde siempre —la personalidad— o sólo por haber gastado la última cerilla con el gran incompetente moral que le precedió —el agotamiento—; al menos en ese aspecto el sufrimiento no tuvo ningún cariz emocional porque el alma nunca estuvo ni por un momento comprometida, no conocí entonces ni el llanto ni la tristeza, jamás el despecho ni la pasión, cuando mucho la zozobra más o menos fingida, más o menos autoimpuesta, derivada de los contratiempos de orden práctico que causaban los excesos del lumpen sonorense: sus toxicomanías y enfermedades, sus histerias y neurosis, su vulgaridad y su tozudez; es verdad que no había razón ninguna para lidiar con esas dificultades si la motivación no era el amor ni, como queda dicho, el aprendizaje, no el temor a estar solo ni un amor propio previamente herido, ¡ni siquiera el deseo sexual que por entonces iniciaba su larga agonía en medio de soluciones farmacológicas y pornográficas! Por largo tiempo me he preguntado cual fue la oscura razón para que yo accediera a meter en mi casa a semejante ficha y me obligara voluntariamente a lidiar con sus rutinas e industrias, sus agendas y necesidades, sus malestares interminables y su estupidez involuntaria, una tarea agotadora, desde luego, sin pausa ni compensación, aunque él jurara que esta última tenía lugar cuando ocasionalmente preparaba comida excesivamente salada o hacía ademán de sacudir muebles y fregar pisos; cuánto más inexplicable fue todo esto cuanto que ya había vivido casi dos décadas con un hombre cabal, respetuoso y paciente, amoroso a su manera, leal, para el que, sin embargo, tengo preparadas otras frases indiscutibles y verdaderas, como la de que no se vale ocultar la basura debajo de la alfombra, por pequeña que sea, esperando que un día no altere el suelo que pisamos hasta derribarnos, ni puede sostenerse un engaño indefinidamente hablando con la verdad o, equivalentemente, que no puede usarse la verdad como parapeto para prolongar equívocos; al mismo tiempo diría que, en materia de relaciones, no parece válido quedarse en el mismo lugar sólo porque es lo que más conviene ni parece legítimo abandonar por haber abrazado la decadencia en vez de remontarla, no está bien quedarse ni irse cuando las cosas se han torcido y caminamos por la injusta medianía; qué fácil fue, en cambio, decidir en el caso del lumpen sonorense, un buen día levantarse y decir 'ya está' y aprovechar la precipitación del otro, su ánimo de diva ofendida, su incapacidad para hablar sin reaccionar como un demente, y verle recoger todas sus cosas y tomar un taxi y largarse para siempre sin que él supiera entonces que era así: para siempre, tal vez convencido de que no tardaría en llamarle y suplicarle que volviera, tal vez seguro de que podría persuadirme de reanudar las hostilidades con sólo llamarme llorando o presentarse en la puerta de mi casa con el rostro descompuesto; cuando hube decidido que ya había sido suficiente me miré con extrañeza, pero liberado, como quien se redescubre luego de haber usurpado durante demasiado tiempo la personalidad de otro, una botarga que se retira, una máscara que cae, '¿dónde estabas?' pude decirme entonces con una sonrisa; en las semanas que siguieron me mantuve ocupado sin sentir nada por nadie, entre trabajo y lecturas, encuentros sexuales anónimos y programas de televisión, no hubo tiempo para echar de menos al hombre cabal ni para desear el sexo del moralmente incompetente, mucho menos para sentir algo que no fuera indiferencia respecto del lumpen sonorense. Pero no iba a tener la firmeza necesaria para ahorrarme nuevas historias cuyos fundamentos estuvieran mal planteados.