domingo, septiembre 20, 2020

Celebrando al fantasma

Había leído algunas de sus colaboraciones en Letras Libres durante dos mil uno, cuando más plena era la vida entre el Pollo y yo, pero también más disfrutable y expansivo, más dominado, mi trabajo como profesor auxiliar en la universidad jesuita, un empleo que creía bien pagado si tomaba en cuenta que sólo requería mi presencia durante las clases y juntas, dejando a mi disposición una gran cantidad de tiempo libre que, mientras no apareciera con claridad la ambición infantil de ir a Europa con el pretexto de un doctorado, empleaba en estudios y lecturas, vida doméstica y excursos sexuales; todavía más: el calendario escolar comprendía largas semanas de vacaciones que aprovechábamos para hacer viajes cortos a ciudades cercanas. Así fue que llegamos a Zacatecas a fines de aquel año y que, al anochecer de un día particularmente frío, mientras el Pollo, mi madre y yo paseábamos frente al Teatro Calderón, nos encontramos de pronto en el vestíbulo con una improvisada feria municipal del libro donde pude comprar, entre otras cosas, Vida del fantasma de Javier Marías.

Los libros hacen recorridos extraños: aquel volumen de tapas duras que, conforme a mis presuntas preferencias de lectura de aquel tiempo, no era ficción sino una colección de artículos de opinión como los que leía en Letras Libres, había sido impreso en Madrid, comprado en Zacatecas y leído entre Ciudad Natal y Navojoa, ciudad ésta a la que fui creyendo que era real la invitación de un amigo, alcohólico sonorense, a bautizar, en calidad de padrino, a su primogénito. No fue así: apenas bajé del autobús en el que había pasado casi veinte horas, sin encontrar a quien evidentemente no me esperaba, hube de hospedarme en el taller de su hermano mayor donde pasé tres noches leyendo Vida del fantasma en un colchón sucio en el suelo y utilizando un cuarto de baño percudido en cuya ducha sólo había detergente para ropa y una fibra metálica como estropajo. Y es que mi amigo sonorense ya no era el que me había llevado tres años antes a su tierra: éste casado, aquél soltero; éste burócrata, aquél estudiante; éste un hombre práctico, aquel todavía jalonado por sus sueños. Volví a Ciudad Natal creyendo que no volvería a verlo; es más: proponiéndome no volver a hacerlo. 

Cobró forma en dos mil dos el proyecto infantil de ir a Europa. Durante la primera mitad de aquel año, todavía en México, me hice de otras colecciones de artículos del escritor español A veces un caballero, Literatura y fantasma, Pasiones pasadas y cedí, aunque con Saramago y sólo para no ser descubierto por un matemático cubano al que había mentido diciéndole que había leído El Evangelio según Jesucristo, a retomar luego de años la ficción de la que tanto había abjurado como material de lectura. Ahora se me antoja creer que mi resistencia a la ficción armonizaba de algún modo con la plenitud de mi vida con el Pollo; con el progreso material basado en un trabajo utilitario que en modo alguno invadía la esfera privada, permitiéndome, paradójicamente, soñar con mayores libertad y gozo; con el rechazo, lamentablemente temporal, a la presunta obligación de hacer algo con la propia vida. Que mi amigo CK, alcohólico guanajuatense, se iniciara en ese modo de vida al tiempo en que yo la abandonaba debió servirme de advertencia para no escapar. And yet...

Quiso la suerte que al partir a Europa, durante la segunda mitad de aquel año, conociera yo a la chica Marsans y, por invitación suya, pusiera por primera vez pie en Madrid y ojos en la ficción de Javier Marías, pues, en efecto, un paquete enviado por ella en noviembre de dos mil dos a la oficina postal de Barrandov en Chaplinovo Naměstí, donde yo vivía, contenía una cinta con una selección de canciones cuyo único valor era el sentimental, pero también el primer y único volumen entonces de lo que sería Tu rostro mañana, el subtitulado Fiebre y lanza, en flamante primera edición, que inauguraría una década de libros inexplicablemente cada vez más altos por parte de la editorial Alfaguara. Que un lector del Marías articulista iniciara el recorrido de su obra de ficción empezando por la más reciente y profunda de ellas, quizá no fuera lo más adecuado; no obstante, aquel libro me produjo una profunda impresión que me reconcilió para siempre con la ficción: sus historias, a medio camino entre lo académico y lo subterráneo, entre la ingenuidad del saber y sus terribles implicaciones cuando se ponía al servicio de la guerra o el espionaje, casaron de forma muy estimulante con la creciente amistad de un súbdito de la Corona Británica, pintor, con quien recorría interminablemente las calles, bares y cafeterías de Praga ciudad misteriosa envuelta en brumas desde mi ventana de Barrandov, cada vez más hermética conforme se acercaba el invierno alternando conversaciones decadentes o excesivamente subjetivas con genuinas discusiones sobre la cultura de nuestros tiempos. Alucinaba. Ni el Pollo era Luisa ni yo Jacques o Jacobo, la universidad checa no era Oxford ni mis capacidades lingüísticas atrajeron nunca la atención de los gobiernos. Apenas doblamos el año luego de un par de semanas en México, descubrí que el Pollo y yo, él allá y yo acá, habíamos dado la espalda a la adultez y habíamos pospuesto, quizá para siempre, la vuelta a nuestra felicidad primera.

Con dos mil tres llegó la trivialización de lo que sólo unos meses antes fue inagotable descubrimiento y fuente de placer, de modo que, para significar con un gesto mi desprecio por las circunstancias concretas que no eran las esperadas, me entregué a la lectura de toda la ficción del Rey de Redonda, desde Los dominios del lobo hasta Negra espalda del tiempo, pasando desde luego por Todas las almas, Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí. Algunos de estos libros los leí todavía en mi piso de Barrandov, pero otros los leí distanciado de la chica Marsans y del pintor súbdito de la Corona Británica, del Pollo allende el Atlántico y de mi madre ensimismada en su trabajo, en un piso de Černý Most donde vivía desde mayo con un refugiado iraní originario de Abadán, mi nuevo amante. Con esta relación toqué fondo en cuanto a la destrucción de certezas adultas del período precedente: mi discurso era confuso, mis sentimientos vulgares y contradictorios, mis intereses no muy distintos de los que tienen los toxicómanos y otros individuos fuera de sí por obcecación y desbalance, incapaces ya de advertir la irracionalidad de sus argumentos. La liberación de aquel mundo bajo e inmanejable, hecho de primitivas urgencias, vino de la mano de El hombre sentimental, novela de mil novecientos ochenta y seis donde Marías revela por primera vez el que será ya el estilo de todos sus trabajos posteriores. No fue, sin embargo, aquella embriagadora sintaxis a la vez evocativa y sobria, casi racional, la que revirtió mi degradación, sino la conciencia adquirida a través de la elegante exposición, con pretexto de un clásico triángulo amoroso no muy distinto del que vivía, de los matices y sutilezas que pueblan la tensión de la vida adulta entre sus pulsiones dionisiacas y sus aspiraciones apolíneas. Yo podía, como antes hiciera a través del diario o la poesía, remontar el río por el que me había dejado arrastrar; la vuelta, como no podía ser menos, sería larga, dolorosa y esperablemente coronada por el terrible descubrimiento de que las fuentes de donde partimos ya están irremediablemente contaminadas.

La modesta recuperación del pintor súbdito de la Corona Británica y la chica Marsans, al tiempo en que se cortaba de tajo con el iraní como quien deja una adicción, tuvo por fondo el segundo volumen de Tu rostro mañana: Baile y sueño, en dos mil cuatro. El mundo moderno había comenzado con la caída de las Torres Gemelas y ahora se confirmaba en los atentados a los trenes de Atocha. Una chica morava que se enamoró de mí impidió que recayera en mis vicios, pero al mismo tiempo impidió que recuperara la adultez, manteniéndome razonablemente jovial mientras concluía mi doctorado: patines sí, libros no; borracheras sí, filosofía no; movimiento sí, reflexión no. En el ínterin vino a México un par de veces e intentó, sin éxito, apartarme del Pollo, una imposibilidad manifiesta porque el vínculo roto es el más difícil de romper, la vuelta a México la constatación mil veces ignorada de que un antes y un después nunca se sueldan. Y si era así, ¿a qué esperar? ¿Estaría la adultez perdida en Europa ya que la universidad jesuita, a mi regreso, no producía ni remotamente los mismos placeres que cuatro años antes? Estaba envenenado por la obligación de ser alguien en la vida: la consideración del Pollo en ningún modo bastaba.

Volví a irme y fue en la soledad de la provincia francesa, apenas cumplido el obligado periodo de euforia inicial, hecho esta vez de frívolos franceses, ambiguos magrebíes e hispanohablantes estereotípicos, que leí la última parte de Tu rostro mañana, Veneno, sombra y adiós, en el otoño de dos mil siete. A este volumen pertenece el lúcido fragmento sobre el proceso de las nostalgias con el que me identificara en distintos períodos de mi vida: el del ya prolongado alejamiento del Pollo donde se insinuaba que éste no saldría ya nunca del país para reunirse conmigo; el de la trágica desaparición del hijo breve que me inventé por cinco años desde mi vuelta de Francia hasta el dos mil quince; el del final, no por esperado menos violento, de mi relación con el Pollo en dos mil diecisiete. Ganaba la sensatez programática de hacer carrera y, aunque con diez años de retraso que mis compañeros de generación más avezados aprovecharon para mejor adueñarse del mundo, volví a México en dos mil diez y acepté la cátedra que por intermediación del viejo amigo alcohólico sonorense, me fue ofrecida en Santa Teresa, el exilio definitivo de Ciudad Natal como premio por haber salido al mundo, el último alejamiento geográfico del Pollo que se reuniría conmigo tres años después, paliada mi soledad mientras tanto gracias al hijo breve como preludio de la separación final que sigue a toda promesa demasiado repetida. La lectura de obras de menor envergadura como Los enamoramientos en medio de una pasión tan breve como desordenada, Así empieza lo malo en el punto más desdichado de la relación con el Pollo y Berta Isla al comienzo de un oportuno sabático que me alejó por un tiempo de mi largo pasado tras el rompimiento da cuenta de la tendencia a encontrar paralelismos que no son tales entre ficción y realidad, un juego vagamente quiromántico al que no doy mayor importancia y en el que han participado muchos otros libros y autores cuyo conocimiento ha servido, a su vez, para matizar mi admiración por la obra de Javier Marías. 

Sigo considerándolo el articulista más lúcido de nuestros tiempos, el más liberal, el más impermeable a cualquier forma de prejuicio, el que jamás toma atajos ideológicos para opinar nada, seguido de cerca por Vargas Llosa y, un poco más alejado, por Pérez Reverte. No me pasa lo mismo con sus novelas, donde se da la extraña circunstancia de que las disfruto mucho más que otras a las que claramente reconozco como superiores en originalidad, profundidad, ritmo o historia. Sospecho así que el gusto que tengo por sus obras de ficción está demasiado influido por la admiración que siento por su trabajo como articulista, pero también por su biografía; advierto en sus opiniones y estilo, en sus obras y las noticias que de él me llegan, una vida intelectual, una crianza y una educación tal como las hubiera querido para mí: sobrias, responsables, nobles, alejadas de las carencias materiales o ambientes sórdidos que tanto trasminan la literatura desesperada de otros escritores. Hace tres años que no publica una nueva novela. En su falta de prisa, en la conciencia de la irrelevancia última de cualquier obra, incluida la suya pese a lo cual se anima a escribir de nuevo, semana a semana en artículos de prensa y cada cierto tiempo en la ficción encuentro una discreta humildad, pero también el ejercicio de una libertad irrestricta. Hoy cumple sesenta y nueve años. En la alegre tarea de leerlo, yo también he envejecido. Qué poco ha durado el plazo entre decir 'mi tiempo no ha llegado aún' y decir 'mi tiempo ha pasado ya'. 

¡Larga vida al fantasma, Rey de Redonda!

lunes, septiembre 14, 2020

El proyecto de mi tío Umberto

A fines de los años ochenta me fue presentado como mi tío, en alguna reunión familiar en casa de mis abuelos, un hombre alto, de espesos y muy negros cabello y bigote, con ojos grandes y redondas mejillas siempre rosadas. Hasta entonces sólo había conocido el proyecto civilizador de la hermana mayor de mi madre, la médico, como polo opuesto al pasado tradicional encarnado por mis abuelos; ahora estaba a punto de conocer otro que retomaba, poniéndola al día, la herencia cultural de la familia. El hombre alto se había casado con la otra médico de la casa, la hermana mística de mi madre, conocida por sus extravagancias y tozudez; una mujer que había estado alguna temporada en la sierra chiapaneca atendiendo a comunidades indígenas al tiempo en que alimentaba pasiones ambiguas, ya por el asistencialismo, ya por la emancipación; que lo mismo había deseado convertirse en religiosa que unirse a los guerrilleros de la montaña, una oscilación muy comprensible con abundantes referentes históricos laicos y confesionales, de este y otros continentes, desde Las Casas hasta Conrad, desde Motolínea hasta Gauguin. No era una sorpresa, pues, que mi tío Umberto resultara a su vez un hombre original, aunque en modo alguno compartiera los vaivenes biográficos de su mujer (que cesarían con el matrimonio); las suyas eran más bien inquietudes filosóficas que aspiraban al equilibrio movidas por la fe en la existencia de respuestas: todos los problemas de la historia pública y personal hallarían solución en un todo coherente a poco de indagar suficientemente en los lugares adecuados. Naturalmente, yo nada podía ver de todo esto a los trece años, cuando sólo era percibido como un chico afeminado y dócil, apto para la escuela, que se sintió obligado a contemporizar con aquellos familiares que insistieron en que hablara con mi tío, más para no tener que lidiar con nosotros que por hallarnos compatibles o siquiera sospechar hasta qué punto iba a serme provechoso el conocimiento del nuevo miembro de la familia. Sin arredrarse ante mi timidez inicial, Umberto me hizo algunas preguntas sobre mis intereses: qué leía, qué estudiaba, qué cosas me preocupaban; sin yo notarlo consiguió que hablara con soltura al cabo de varios minutos, apasionado, removido en lo más íntimo por la interlocución con aquel hombre paciente que me hablaba de mi país y de los que, como él, intentaron comprenderlo y explicarlo. No me atreví a decirle que tenía pocos meses de haber empezado a escribir poemas. Mis recursos intelectuales eran extremadamente modestos, pero mi tío Umberto era repelente a la pedantería y como tal intentaba genuinamente comprenderme y orientarme, sin insistir en mis faltantes ni hacer excesiva gala de sus conocimientos, jamás se vanagloriaba ni mucho menos hacía escarnio de la ignorancia de nadie. Por aquel tiempo apareció una mala película que, tímidamente, giraba en torno a la matanza de Tlatelolco, una cinta que, si no otra cosa, me causó una viva inquietud por conocer más acerca de aquel movimiento del que entonces no sabía apenas nada. Como mi tío Umberto fuera originario de la capital y la película aún me diera vueltas en la cabeza, traje a colación el tema mientras mi abuelo reía con sus yernos más antiguos, fumando y bebiendo cerveza, y las mujeres asaban carne preparando ensaladas. Con aire grave y una mano tocando su redonda barbilla, mi tío Umberto preguntó el por qué de mi interés sin apartar su vista de la mía. 'Quiero conocer el país en el que vivo', le dije temiendo que mi respuesta le decepcionara o pareciera excesivamente impostada. Él asintió repetidamente con la cabeza y se puso de pie: 'espera', me dijo. Fue al cuarto de servicio donde él y su mujer se hospedaban durante aquellas visitas a casa de mis abuelos y a su regreso puso en mis manos un libro muy usado que, advirtió, me dejaba 'en calidad de préstamo' para que me hiciera 'de una opinión' por mi cuenta. Se trataba de Fuerte es el silencio de Elena Poniatowska, una reunión de crónicas sobre distintos movimientos sociales en México durante los años sesentas y setentas. Sonriendo y hojeándolo, emocionado, le di las gracias. A pocos pasos de ahí, ocupada en aderezar los platos que se servían, su mujer censuró con la mirada la transferencia o la lectura, a Umberto o a mí, acaso todo lo que ocurría entre nosotros, pero se abstuvo de intervenir y fingió ocuparse concentradamente cuando se percató de que yo recogía aquella inexplicable mirada que expresaba desacuerdo.

Si una mezcla de intuición propia y adoctrinamiento por parte de la escuela elemental pública, heredera de la Revolución Mexicana, había conseguido inclinar mis primeras simpatías políticas hacia la izquierda, Fuerte es el silencio me instaló definitivamente en su órbita. Cooperaban a ello las maestras revolucionarias con las que convivía desde el último año de secundaria, pero también el extremo contraste al que el bachillerato varonil, dirigido por el ala más conservadora de la Iglesia Católica, quizá por disidentes tridentinos, me sometía cotidianamente: censura, vigilancia, presión ideológica. Había ingresado a esa escuela porque mi incipiente izquierdismo no toleraba las huelgas de la preparatoria pública ni el desdén por la academia; de modo que, al lado de los padecimientos, disfruté en aquel ambiente fascista del período de estudios más concentrado, rico y acelerado de toda mi vida. El comunismo, entre tanto, se derrumbó en Europa. Mientras la universidad nacional enfrentaba suspensiones de clases frecuentes, falta de maestros y un reclamo permanente por interminables agravios, nosotros nos apropiábamos de su plan de estudios para cubrirlo a rajatabla: álgebra y lógica, etimologías, literatura universal e hispanoamericana, geometría analítica, biología, química orgánica e inorgánica, historia universal y de México, un mosaico al que agregué, guiado por el libro de mi tío Umberto, la lectura de otras crónicas de Poniatowska y más libros de la Editorial Era. Aparecieron Monsiváis, Paz, Novo, Zaid, algunos libros de la serie Lecturas Mexicanas y, más temprano que tarde, la Editorial Siglo XXI. Fue así que di la espalda al proyecto civilizador de la hermana mayor de mi madre, no sólo porque dejé de desear ser médico para desear ser matemático y, finalmente, decidir ser ingeniero, sino porque consideré hipócritamente que ese proyecto profesional era estéril al tiempo en que lo sustituía por otro completamente equivalente. Me creía a salvo del capitalismo sólo porque escribía, a resguardo de objetivos concretos porque soñaba, protegido en mi espíritu gracias a mis lecturas. Pero me engañaba: si durante el primer año en la universidad privada no dudé en unirme a los estudiantes más marginados para despreciar la autoridad y oponer a ésta la aventura, también seguí obteniendo las más elevadas notas escolares. ¿Qué clase de poesía podía surgir de semejante doblez? Al término del primer año de carrera, conociendo mis quejas acerca del fariseísmo de la universidad privada, acepté la invitación que me hiciera mi tío Umberto para vistarlos por quince días en la capital. El hombre al que no había visto por cinco años tenía ahora dos hijos con su mujer y no dudaba en ofrecerme su casa si, como se proponía, lograba convencerme de cambiarme a la universidad nacional. Vivía en una construcción extraña y encantadora que él mismo había diseñado en las faldas de la carretera que asciende desde Xochimilco hasta Santa Cecilia Tepetlapa, desde donde se podía contemplar el inmenso mar de luces de la Ciudad de México. Durante un par de semanas disfruté enormemente de su discreta compañía e interesante conversación: con él recorrí los cerros cercanos aprendiendo a reconocer restos de barro cocido, visité ruinas arqueológicas poco visitadas, aprendí a usar su cámara de obturación manual. Alternando períodos en los que me dejaba explorar la ciudad a mi aire con paseos en los que sólo íbamos él y yo, me internaba en México como si lo hiciera en un libro interminable y delicioso. Me sentía libre. Como mi familia proviniera precisamente de aquellas colinas, mi tío Umberto tuvo a bien hacerme consciente de los lugares y condiciones en que habían vivido, de los restos de sus huellas en tumbas y obras, del origen hispánico e indígena de sus costumbres. Con él, a diferencia de con la mayor de las hermanas de mi madre, una civilización no estaba peleada con la otra ni había razón para dar la espalda a ninguna a fin de progresar; todavía más: el futuro era imposible sin raíces. Por las noches jugábamos ajedrez sentados a la mesa de la cocina mientras los niños veían la tele y su mujer, agotada por las guardias hospitalarias, cabeceaba. Aquella pareja se trataba con mucho afecto, aunque me resultaba curioso que ella, que durante años fue una mujer llena de pájaros en la cabeza, fuera ahora la parte cerebral de aquella relación, mi tío Umberto convertido en el escudo espiritual de la familia contra el mundo de leyes y números de allá afuera, presidiendo desde el centro de aquel refugio extraño y acogedor y vivo. Alguna noche él me descubrió escribiendo poesía y, con la devoción y el respeto de quien asiste a un milagro, me dejó a solas para continuar, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí. La noche siguiente, cuando me hallaba leyendo recostado en los mullidos cojines del salón a media luz, él aprovechó para sacar de entre las atiborradas estanterías algunos de sus libros de poesía, escritores contemporáneos que yo desconocía por completo y cuyos textos me deslumbraron e influyeron profundamente: Labastida, Oliva, Leduc, Lizalde, Sabines, Pacheco. Algunas líneas de esos poemas eran eróticas o pornográficas, blasfemas o escandalosas, lo que involuntariamente me ruborizó en no pocas ocasiones mientras los hojeaba frente a él. Saliendo de su somnolencia, la médico expresó su desacuerdo en que mi tío Umberto me dejara leer esos libros, pero él la tranquilizó cariñosamente diciéndole que ya era mayor de edad y debía 'formarme una opinión'. Se miraron como a punto de echarse a reír, contenidos, luego él le besó la cabeza y fue a poner agua para café en una pequeña estufa. Para compensar la herencia jacobina, me obsequiaron un libro que ella aprobaba porque le recordaba sus años en Chiapas y porque no hacían ni siete meses que había estallado ahí la revuelta neozapatista: México profundo de Guillermo Bonfil Batalla, que llevaba por subtítulo la significativa afirmación 'una civilización negada'. Como es natural, los domingos iban a misa y yo lo disfrutaba porque, pese a mi rebeldía, aún me quedaban unos meses más como católico practicante: aquella estancia fue, quizá, la última vez en que me sentí cómodo con mis contradicciones.

La década de los noventas representó para muchos el abandono, aún parcial, del ideario socialista. No fue menos en mi caso, recién llegado a esa trasnochada ideología cuando sus regímenes más representativos sucumbían a las leyes del mercado, habitante de una región doblemente periférica por pertenecer al orden hispánico y al tercer mundo. Había una infinidad de grados e interpretaciones entre los regímenes totalitarios comunistas y la social democracia europea, que en ningún modo hacía posible meter en el mismo saco la conquista de derechos laborales y el gulag, el acceso universal a la educación y el comité de salud pública, pero para muchos, especialmente en el ambiente académico subdesarrollado, esa distinción era imposible: la militancia ciega era la verdadera izquierda y fuera de ella sólo existía la ultraderecha. Como resultado de esta necedad y el auge indiscutible del capitalismo y la democracia, me encontré cada vez más cercano a las posiciones liberales clásicas que, armadas de sentido común y de la aspiración a una sociedad adulta, parecían ir de la mano tanto con la vida del país que veía llegar a su fin el régimen de partido único y el proteccionismo comercial como con mi vida personal, que desde la involuntaria disidencia sexual no podía comulgar con el politburó ni con otras iglesias, ser sujeto de usos y costumbres o depender de la buena voluntad de las mayorías. Había iniciado una vida en pareja cuando, junto con él, visité a mi tío Umberto y familia en su nuevo domicilio de Aguascalientes, una casa no muy distinta de la que tenían en la Ciudad de México, con habitaciones extrañas, rampas y escaleras inexplicables, rodeada de árboles con un cerro cercano como fondo. Cuando se está dejando atrás la infancia para entrar en la adultez aparecen impulsos contradictorios: se es lo suficientemente grande para vivir la homosexualidad, pero no para presentar a la pareja como algo más que un amigo; se decide hacer un viaje a otra ciudad, pero no se pagan los costos de hacerlo, asumiendo que nuestra familia ha de hospedarnos y darnos de comer; se cree uno lo suficientemente inteligente y al resto lo bastante estúpidos como para tragar nuestras mentiras y ridiculeces, creyendo que han colado sólo porque se nos responde con presunta aquiescencia. Aquel que empieza a ser adulto aprende a quedarse del lado correcto a fuerza de desengaños de los que, todavía infantilmente, culpa al resto del mundo hasta que se le agotan los pretextos; entonces descubre que es él el responsable casi único de que se hayan esfumado los paraísos que recordaba, ya por no haber resistido el peso del racionalismo cartesiano, ya por renunciar a sus creencias sin distinción de sueños o pesadillas. Fuimos tratados con toda la amabilidad y el cariño de que era capaz aquella pareja cuya intimidad invadimos por escasos tres días con poco comedimiento y no por ingenua menos repugnante soberbia: la magia de la construcción era diletantismo; el carácter ecléctico de la decoración, vulgaridad; sus opiniones sobre religión y cultura, gazmoñería. Del mismo modo en que ganaba ya todas las partidas de ajedrez a mi tío Umberto, creía vencer en la defensa del ateísmo o la libertad sexual por medio de la más abierta provocación, desdeñando la tarea de convencimiento, despreciando el pensamiento católico de Vasconcelos al que él admiraba para exaltar a Cosío Villegas y Luis González, a Krauze y a Vargas Llosa; despotricando contra el arte moderno y a favor de los cuadros de Saturnino Herrán. Me había vuelto un experto en esconderme detrás de discusiones abstractas para no hablar de lo único que mi tío Umberto sí buscaba en libros y ruinas, en templos y pinturas, en paseos y devociones, incluso en mi joven y arrogante persona: la experiencia del hombre, la suya y la mía, el diálogo nutritivo, la savia de la vida. ¿Qué tenía yo que ofrecer si hablaba de todo y no conocía nada? ¿Qué vestidos propios para abrigar? ¿Qué verdad personal que valiera la pena comunicar al resto de los hombres? Preferí volver a mi vida empobrecido que aceptar mi desnudez frente al otro, el completo acuerdo de mi soledad a la generosidad de otro pensamiento. Nunca más lo volví a ver. 

En los años que siguieron, el mundo como él lo había conocido pero todavía más: como lo hubiera deseado desaparecería poco a poco consumido por el capitalismo más ingente, la derecha subiría al poder y por largos años palabras asépticas como democracia y pluralidad se repetirían hasta arrebatarles todo significado. A la postre, los electores restaurarían el viejo partido hegemónico devolviéndonos de golpe al punto de partida, con una diferencia desoladora: ya no había esperanza para quien tuviera memoria. Yo prosperaría llevando a cabo en lo superficial, sin fe y con creciente cinismo, el único proyecto civilizador que me restaba en un mundo semejante: el de la hermana mayor de mi madre. Tras un breve paso por las empresas informáticas y el centro de investigación hice, sin embargo, una importante concesión, acaso un guiño, para con la vía espiritual que me había enseñado mi tío Umberto, adoptando la vida académica como un camino intermedio entre la libertad y el secuestro, entre la creación sensible y la productividad inexcusable, entre la vocación humanista y la científica, entre la aspiración a la eficiencia ¿capitalista, de derechas? y la aspiración a la libertad ¿anarquista, de izquierdas?, entre las pulsiones subterráneas que habitan la noche de los sueños y las que se elevan desde la tierra bajo un signo solar, hasta el cielo. Pero yo ya no escribo poesía ni él pinta ya más cuadros. Mis ojos en el desierto, los suyos en el océano.

domingo, septiembre 06, 2020

La heterosexualidad en el Tercer Mundo

Todavía sentado a la mesa de la cocina donde habían desayunado tacos de barbacoa y frijol, abrió el periódico frente a él y, dando sorbos a su café tibio, ubicó la sección policíaca: con la tormenta de anoche un infeliz se había encontrado de frente con un árbol caído sin poder frenar su automóvil, pereciendo en el acto; otro más había sido arrastrado por la riada hasta una alcantarilla abierta y se hallaba desaparecido; una mujer estaba arrestada por prostituir a sus hijos, dos mujeres y un varón, todos menores, sin que hubiera podido darse con ninguno de los clientes. Estimulado, dobló el periódico y se bebió el último trago de café para dirigirse al baño. Su mujer ya está terminando de limpiar la cocina y le sonríe cuando lo ve ponerse de pie. 'No olvides bajar la cubierta del baño cuando termines', le dice. 'Tu madre luego piensa que soy yo la que la deja arriba'. La joven pareja había decidido mudarse a casa de la madre para ahorrar dinero ahora que él se iba, en menos de un mes, a trabajar a Europa como ingeniero de sistemas: una oferta inesperada por parte de un cliente antiguo que trabajaba para una petrolera holandesa, su nuevo patrón. Si todo salía bien su mujer podría unírsele en menos de un año y, en ese plazo, hacer lo necesario para certificarse como médico en Europa. A ella no le entusiasma demasiado la idea de dejar el país, no por patriotismo, sino porque apenas comienza a disfrutar las ventajas materiales de haber invertido largos años de estudios: pretexta dificultades lingüísticas y el tortuoso camino burocrático para emigrar; tímidamente sugiere que no se sentiría cómoda dejando a sus padres a merced de sus hermanos, todos más o menos irresponsables e incompetentes. Cuando lo han hablado, él intenta persuadirla enumerando las abominaciones a las que están expuestos en esa sociedad tercermundista en la que viven, cita su propia experiencia de hombre incomprendido y maltratado por autoridades e instituciones, y pinta un cuadro ideal de ley, orden y progreso material si, ahora que son jóvenes, se deciden a marcharse. Pero, aún comprendiéndolo y amándolo, ella no se convence. En el fondo piensa que es exagerado considerar que no se puede conseguir aquí todo lo que uno desea. No logra molestarse, ni siquiera notar con la frecuencia con que él lo hace las distintas cosas que están mal alrededor, desde una banqueta destrozada hasta una iluminación deficiente, desde la burricie de la prensa hasta el cinismo de los políticos. 'Hay cosas mal, sí, pero no puede uno vivir atento a ellas todo el tiempo. Si se puede trabajar y vivir debería ser suficiente', piensa para sus adentros sin animarse a decirlo con firmeza en sus distintas pláticas. No desea verlo frustrado ni furioso, de modo que ha accedido a que se vaya; pero mientras él espera prosperar en el extranjero donde habrán de reunirse muy pronto, ella cree que la experiencia le hará volver una vez que se haya saciado su curiosidad y convencido de que no vale la pena.

Como todos los sábados, ella irá por la tarde al hospital para hacer una guardia de dieciocho horas, de modo que, una vez recogida la cocina y cruzándose con él a la salida del baño, le dice que intentará dormir un poco más para no sufrir demasiado por la noche. Él la acompaña a la cama, cierra las cortinas, enciende la lámpara de su lado luego de colocarla en el suelo para no estropearle el sueño a su mujer, y sustituye el periódico por una novela extraña escrita por un ateo que habla de las relaciones del Diablo con Jesucristo. Nunca ha estado en Europa y entretiene la ansiedad de la partida con lecturas como esta: libros que compró durante los primeros cuatro años de su matrimonio y que, por el trabajo, no había tenido ocasión de leer; ahora podía, luego de un mes de haber renunciado y con algunas semanas por delante antes de viajar hacia su nuevo empleo. Ya algo adormecida, ella se vuelve hacia él con los ojos entrecerrados y la voz modorra: 'Olvidé decirte que tu madre se irá en un rato más al pueblo, de modo que te quedas solo esta noche'. Se besan. Mientras la mañana avanza, ellos se recogen en aquella habitación a media luz hasta la que llegan, muy amortiguados, los murmullos de la calle y los movimientos de la madre que ya se arregla para salir. El libro habla de un lago que podría ser el Mar Muerto o el Tiberíades. El libro habla del desconcierto de Jesucristo al conocer su destino en el Monte de los Olivos. El libro habla del Diablo entretejiendo el destino del Hijo en connivencia con Dios Padre. Se queda dormido y, como ocurre cada vez con más frecuencia en estos días, su pensamiento se dirige hacia los deseos más soterrados. Ha intentado no engañar a su mujer, pero desde que compraron el coche hace dos años le volvieron los ambiguos apetitos de la adolescencia y no ha desaprovechado la oportunidad que le brindan las periódicas guardias hospitalarias de ella para salir en busca de aventuras. Estos hábitos, como es lógico, no han hecho más que agudizarse con la abundancia de tiempo libre y la cercanía del viaje. En la duermevela recuerda a René, el compañero de secundaria de ojos achinados al que una semana después de terminados los cursos invitó a casa luego de encontrarse con él en la calle. 'No creo que puedas hacerlo bien', le dice a poco de habérselo encontrado para provocarlo: el carácter manipulador de las personas se manifiesta siempre desde la más tierna edad. René pedalea su bicicleta mientras él camina a su lado. 'Sí puedo', le dice aquél, 'de sobra y cuando quieras'. 'Pues no hay nadie en casa', suelta al fin cuando se decide a aprovechar la disposición de René. La bicicleta apoyada contra la puerta de la entrada y ellos jugueteando por largos minutos en la misma habitación donde ahora, doce años después, abre los ojos agitado por un solo pensamiento: 'otro sábado a solas como aquél'. Con la entrepierna ligeramente húmeda aguza el oído para darse cuenta de que su madre llama a la puerta con delicadeza. 'Ya me voy', le dice ella cuando él sale al salón entrecerrando los ojos para mejor habituarse a la luz, 'ábreme el portón por favor'. En la calle, mientras su madre maniobra para salir y se pierde luego de doblar la esquina, mira hacia la caseta de policía de enfrente y vuelve a sentir la urgencia del deseo, esta vez motivado por el recuerdo de aquel oficial que le invitara a la esquina del parque con la mirada, poco después del encuentro con René: 'Siempre me has llamado la atención, ¿sabes? pero no podía acercarme, por tu familia, ya me entiendes... ¿quieres que nos veamos?'. Él asiente con la cabeza. 'Mira cómo me pones. Toca, no te cortes'. Un hombre rubio de dientes salidos, pero salaz, que lo cita lejos de ahí una docena de veces para luego desaparecer para siempre. Cerró por dentro la puerta de la calle, sudando. Estaba nuevamente agitado e intentó calmarse, sin éxito, con la lectura de su libro. El Diablo parecía querer comunicarle algo; Dios Padre parecía querer ocultárselo. Su mujer dormía.

Se puso a hacer de comer. Cuando ella se levantó fue a ducharse al cuarto de baño, se arregló para salir, comieron juntos y luego él la llevó hasta el hospital. Al regreso, padeciendo el calor vaporoso y el tráfico lento de la tarde, se detuvo ante un semáforo. Uno de los chicos de la calle que limpian parabrisas apretó su botella de plástico para salpicar de agua jabonosa el cristal, tomándolo por sorpresa. Él insistió en pedirle que dejara todo como estaba, por lo que el chico retiró el trapo sucio al tiempo en que se llevaba una estopa con solventes a la nariz. Sus miradas se cruzaron, la de él medio extraviada, la suya fija, y en cuestión de segundos un arco de tensión se trazó entre ambos apurando una decisión bajo el plazo perentorio de un cambio de luz roja a verde. 'Voy a pararme un poco más abajo de esa esquina' le indicó al chico con un dedo en la convicción de que éste iría a buscarle. Un minuto después se reunían en el coche y él condujo sin rumbo por las calles tratando de no atragantarse con la agitación violenta que lo poseía. Hablaba con aparente calma, dueño de la situación y tratando de establecer tan rápida como gradualmente la naturaleza sexual de aquel encuentro. Años de abordar chicos de aquella manera le aconsejaban dosis iguales de firmeza en sus propósitos como de una conversación despreocupada e indirecta, casi se diría que relajante, para establecer confianza al tiempo en que se hacía crecer la expectación. Así supo que el chico tenía dieciséis años, mujer e hijos, vivía a veces en casa de su madre en las colonias de abajo y a veces con otros chicos como él en la casa abandonada del crucero donde trabajaba y, muy significativamente, le gustaba 'hacer de todo'. Cuando se hizo el primer silencio le tomó la mano izquierda una mano pequeña y áspera, de uñas sucias y alguna cicatriz y la dirigió hacia su abultada entrepierna: el chico palpó, apretó y enseguida se agachó para tomar aquello con las dos manos y la boca. El cielo se obscurecía. A poco de seguir conduciendo, sorteando el inclinado cuerpo de espaldas anchas para hacer los cambios de velocidad, empezaron a caer las primeras gotas de lluvia. Mientras los cristales estuvieron abajo no lo percibió, pero cuando hubo de subirlos la cabina se inundó del olor a solvente de la estopa. '¿No se supone que eso les quita las ganas y el apetito?', preguntó él inopinadamente; el chico se levantó para contestar: 'No, al contrario: dan más ganas'. Como les tocara un alto frente a un concurrido paso de cebra, el chico se quedó enderezado mirando hacia el frente, protegidos de la mirada ajena su erección y el desorden de ropa a medio retirar, por la cortina de lluvia todavía ligera y las puertas del coche. 'Vamos a buscar un mejor lugar', dijo él luego de decidir mentalmente que no era conveniente ir a la casa de su madre por más que en ella no hubiera nadie, una decisión que ponderó la necesidad de no hacer del conocimiento del chico el domicilio donde se hallaba, no permitir que los vecinos lo vieran acompañado, ni exponerse a que por alguna razón su madre o su mujer volvieran inesperadamente. Luego de algunas vueltas y con la lluvia convertida en torrencial aguacero, se detuvieron al costado de un baldío. Formas distorsionadas de casas, coches y cerros aparecían tras los cristales cada vez más empañados, mientras ellos se desahogaban lo más apasionadamente posible sin consideración de viscosidades, telas o derrames.

Terminaron satisfactoriamente. Luego de recomponerse hasta donde era posible reiniciaron la marcha a través de las calles, todavía bajo una fuerte lluvia que, sin embargo, ya había perdido su fuerza mayor: una colonia y luego otra sorteando encharcamientos y objetos arrastrados por el viento, barajando opciones para nuevos encuentros, hasta que, inadvertidamente, sintieron el urgente deseo de repetir. La lluvia cesó y bajaron los cristales. Un aire fresco sustituyó al ya viciado de la cabina y, con renovado ímpetu, dieron algunas vueltas más antes de decidir que el estacionamiento solitario a las afueras del jardín zoológico era una buena opción para detenerse. Obscurecía. Al inicio de la larga calle por la que entraron, flanqueada por enormes terrenos de elevada vegetación, se veían las luces de los coches que circulaban a gran velocidad por el periférico. No parecían conocer la saciedad. Al cabo de unos minutos el chico volvió a ensuciarse una de sus pequeñas manos ásperas mientras empleaba la otra en la entrepierna ajena: 'ya casi termino', le animó él a fin de que no dejara de afanarse. Volvió la mirada hacia la avenida por donde habían llegado y advirtió que una patrulla de policía en el carril más alejado esperaba su turno para dar vuelta hacia ellos, los faros rojo y azul dando vueltas en el toldo, la pequeña luz naranja intermitente anunciando sus intenciones. 'No hay de qué alarmarse', pensó mientras terminaba una vez más, satisfecho, 'ahora nos vamos'. 'Hay una patrulla que viene hacia acá', le dijo al chico rápidamente, 'así que límpiate, vístete bien y, si preguntan algo, pues hemos venido aquí a fumar tranquilamente y ver el atardecer, ¿vale? mira, ten un cigarrillo'. Con el tabaco ya humeando entreabrieron ambas puertas, pusieron música ligera. Todavía en el último segundo consideró la posibilidad de encender la marcha y largarse, pero pensó que irse sería visto como una huida sospechosa y desistió. La patrulla pudo por fin dar vuelta y se acercó con sus faros amenazantes hasta detenerse detrás de ellos. Cuatro policías descendieron y se acercaron, dos de cada lado, armados con linternas, sin que la obscuridad permitiera distinguir sus rostros; habló uno de ellos apoyando una mano en la puerta del conductor: 'Buenas noches, tenemos varios reportes de este vehículo, así que voy a pedirles que bajen para una revisión'. 'Seguramente se han inventado lo del reporte', pensó, 'nadie nos ha visto'. Bajaron del coche todavía fumando y dijeron lo que habían acordado, pero los policías no parecieron escucharlos; en su lugar, dirigieron las linternas hacia sus caras que se contorsionaron por el haz de luz, hacia sus ropas mojadas como si se hubieran orinado encima, hacia el interior del coche donde se hallaban la estopa con solventes y la botella de jabón. '¿No eres tú el muchacho del crucero?', preguntó uno de los policías al chico. '¿Qué haces aquí con este?'. Sin esperar contestación, un grupo de policías apartó al muchacho y el otro se quedó con él para advertirle: 'Estás con un menor y los vecinos de otras colonias los han visto, vamos a tener que llevarte a la comisaría'. Sintió la primera de varias punzadas en la boca del estómago e inició una súplica que quiso parecer calmada, pero que a los policías experimentados lobos hambrientos recordó todos los olores de una apetitosa extorsión: 'No, no, oficial, el muchacho les puede confirmar que lo invité a platicar y fumar aquí, tranquilamente, no estábamos haciendo nada malo, no nos hemos movido de aquí. Mire, soy ingeniero, estoy casado, ¿ve? Dentro de poco debo irme del país a trabajar en Europa, yo...'. Lo interrumpió el regreso del chico con los policías que se lo habían llevado. 'A ver', habló de nuevo aquel al que todos se dirigían como comandante, '¿qué dijo el muchacho?'. 'Lo que esperábamos, comandante, dice que abusaron de él, que lo convencieron con engaños', contestó uno de los que traía al chico cogido del brazo, 'A ver, dile a mi comandante lo que nos dijiste'. El chico, con la mirada baja, las manos todavía brillantes de lo que no había alcanzado a limpiarse por completo ni se había secado del todo, confirmó con un hilo de voz 'Sí, yo no quería...'. Una nueva punzada, como un golpe en el abdomen, le quitó el aire. Otra patrulla llegó al lugar y ya eran ocho los miembros de aquella jauría que parecía hallarse en medio de la detención de una peligrosa banda de delincuentes. 'Comandante, yo le aseguro que esto es un error, ¿entiende? ¡debo irme a Europa en unas semanas, yo no puedo permitirme esto, por favor, debe haber una solución, ya casi me voy a ir!'. Uno de los subordinados intervino: 'Pues te ibas, mi rey, ahora ya no'; el resto rió a carcajadas. Luego de insistir en que el delito era muy grave como para dejarlos ir y de invitarlo repetidamente a subir a la patrulla sin que nadie usara la fuerza para obligarlo, el comandante lo apartó: 'Mira, te voy a dar una oportunidad. Necesitamos pagarles a todos ellos ¿ves? Somos muchos. No es barato'. Nervioso, él aprovechó la ventana que se le abría: 'No importa comandante, lo que haga falta, pero no tengo el dinero conmigo, si usted gusta podríamos ir al cajero de aquí adelante... hay un cajero, podríamos ir... ¿cuánto sería?'. Con reticencia ante esta nueva dificultad, el comandante finalmente accedió. Todos subieron a sus respectivos vehículos y las dos patrullas escoltaron de cerca el coche hasta el centro comercial. Durante el breve trayecto el chico trató de disculparse: 'Oye, perdona lo de hace rato, no te lo tomes a mal, los policías me obligaron, me amenazaron, yo tengo a mis niños y mi mujer, y ellos saben dónde vive mi mamá...'. Sin voltear a verlo, demudado como una estatua de piedra, lo tranquilizó mecánicamente: 'No te preocupes, ya está todo arreglado'. Al cajero lo acompañaron el comandante y otro policía; él recorrió, con la mirada en el suelo, los escalones y el pequeño pasillo que lo separaban de la máquina; el nerviosismo le hizo equivocar el código en el primer intento. Ya con el dinero en la mano se dio la media vuelta y lo entregó al comandante, entonces levantó la vista: bajo la intensa iluminación del centro comercial brillaron el cabello rubio y los dientes algo salidos del oficial. No disimuló su sorpresa: los ojos muy fijos en él y la boca entreabierta. El comandante sonrió guardándose el dinero, le puso una mano en la espalda y lo condujo, paternal, hasta su vehículo: 'No me había dado cuenta de que eras tú. Mira, cuando quieras hacer esto de nuevo, avísame. Te vamos a cobrar un dinero, menos que ahora, por supuesto, pero no te molestaremos. La protección para ciertas cosas se paga, ya deberías de saberlo. Si además me convidas nos la podemos pasar muy bien y todo gratis, claro'. Él asintió. Subió al vehículo todavía bajo la mirada socarrona del comandante. Encendió la marcha. '¡Ah y buen viaje!', gritó todavía el comandante antes de subir a su patrulla y perderse en dirección contraria a ellos.

Dejó al chico en el crucero, ahora solitario, donde lo había recogido. Volvió a su domicilio y leyó, por fin concentrado, sobre Dios Padre, el Diablo y Jesucristo. Hasta el amanecer.