domingo, septiembre 20, 2020

Celebrando al fantasma

Había leído algunas de sus colaboraciones en Letras Libres durante dos mil uno, cuando más plena era la vida entre el Pollo y yo, pero también más disfrutable y expansivo, más dominado, mi trabajo como profesor auxiliar en la universidad jesuita, un empleo que creía bien pagado si tomaba en cuenta que sólo requería mi presencia durante las clases y juntas, dejando a mi disposición una gran cantidad de tiempo libre que, mientras no apareciera con claridad la ambición infantil de ir a Europa con el pretexto de un doctorado, empleaba en estudios y lecturas, vida doméstica y excursos sexuales; todavía más: el calendario escolar comprendía largas semanas de vacaciones que aprovechábamos para hacer viajes cortos a ciudades cercanas. Así fue que llegamos a Zacatecas a fines de aquel año y que, al anochecer de un día particularmente frío, mientras el Pollo, mi madre y yo paseábamos frente al Teatro Calderón, nos encontramos de pronto en el vestíbulo con una improvisada feria municipal del libro donde pude comprar, entre otras cosas, Vida del fantasma de Javier Marías.

Los libros hacen recorridos extraños: aquel volumen de tapas duras que, conforme a mis presuntas preferencias de lectura de aquel tiempo, no era ficción sino una colección de artículos de opinión como los que leía en Letras Libres, había sido impreso en Madrid, comprado en Zacatecas y leído entre Ciudad Natal y Navojoa, ciudad ésta a la que fui creyendo que era real la invitación de un amigo, alcohólico sonorense, a bautizar, en calidad de padrino, a su primogénito. No fue así: apenas bajé del autobús en el que había pasado casi veinte horas, sin encontrar a quien evidentemente no me esperaba, hube de hospedarme en el taller de su hermano mayor donde pasé tres noches leyendo Vida del fantasma en un colchón sucio en el suelo y utilizando un cuarto de baño percudido en cuya ducha sólo había detergente para ropa y una fibra metálica como estropajo. Y es que mi amigo sonorense ya no era el que me había llevado tres años antes a su tierra: éste casado, aquél soltero; éste burócrata, aquél estudiante; éste un hombre práctico, aquel todavía jalonado por sus sueños. Volví a Ciudad Natal creyendo que no volvería a verlo; es más: proponiéndome no volver a hacerlo. 

Cobró forma en dos mil dos el proyecto infantil de ir a Europa. Durante la primera mitad de aquel año, todavía en México, me hice de otras colecciones de artículos del escritor español A veces un caballero, Literatura y fantasma, Pasiones pasadas y cedí, aunque con Saramago y sólo para no ser descubierto por un matemático cubano al que había mentido diciéndole que había leído El Evangelio según Jesucristo, a retomar luego de años la ficción de la que tanto había abjurado como material de lectura. Ahora se me antoja creer que mi resistencia a la ficción armonizaba de algún modo con la plenitud de mi vida con el Pollo; con el progreso material basado en un trabajo utilitario que en modo alguno invadía la esfera privada, permitiéndome, paradójicamente, soñar con mayores libertad y gozo; con el rechazo, lamentablemente temporal, a la presunta obligación de hacer algo con la propia vida. Que mi amigo CK, alcohólico guanajuatense, se iniciara en ese modo de vida al tiempo en que yo la abandonaba debió servirme de advertencia para no escapar. And yet...

Quiso la suerte que al partir a Europa, durante la segunda mitad de aquel año, conociera yo a la chica Marsans y, por invitación suya, pusiera por primera vez pie en Madrid y ojos en la ficción de Javier Marías, pues, en efecto, un paquete enviado por ella en noviembre de dos mil dos a la oficina postal de Barrandov en Chaplinovo Naměstí, donde yo vivía, contenía una cinta con una selección de canciones cuyo único valor era el sentimental, pero también el primer y único volumen entonces de lo que sería Tu rostro mañana, el subtitulado Fiebre y lanza, en flamante primera edición, que inauguraría una década de libros inexplicablemente cada vez más altos por parte de la editorial Alfaguara. Que un lector del Marías articulista iniciara el recorrido de su obra de ficción empezando por la más reciente y profunda de ellas, quizá no fuera lo más adecuado; no obstante, aquel libro me produjo una profunda impresión que me reconcilió para siempre con la ficción: sus historias, a medio camino entre lo académico y lo subterráneo, entre la ingenuidad del saber y sus terribles implicaciones cuando se ponía al servicio de la guerra o el espionaje, casaron de forma muy estimulante con la creciente amistad de un súbdito de la Corona Británica, pintor, con quien recorría interminablemente las calles, bares y cafeterías de Praga ciudad misteriosa envuelta en brumas desde mi ventana de Barrandov, cada vez más hermética conforme se acercaba el invierno alternando conversaciones decadentes o excesivamente subjetivas con genuinas discusiones sobre la cultura de nuestros tiempos. Alucinaba. Ni el Pollo era Luisa ni yo Jacques o Jacobo, la universidad checa no era Oxford ni mis capacidades lingüísticas atrajeron nunca la atención de los gobiernos. Apenas doblamos el año luego de un par de semanas en México, descubrí que el Pollo y yo, él allá y yo acá, habíamos dado la espalda a la adultez y habíamos pospuesto, quizá para siempre, la vuelta a nuestra felicidad primera.

Con dos mil tres llegó la trivialización de lo que sólo unos meses antes fue inagotable descubrimiento y fuente de placer, de modo que, para significar con un gesto mi desprecio por las circunstancias concretas que no eran las esperadas, me entregué a la lectura de toda la ficción del Rey de Redonda, desde Los dominios del lobo hasta Negra espalda del tiempo, pasando desde luego por Todas las almas, Corazón tan blanco o Mañana en la batalla piensa en mí. Algunos de estos libros los leí todavía en mi piso de Barrandov, pero otros los leí distanciado de la chica Marsans y del pintor súbdito de la Corona Británica, del Pollo allende el Atlántico y de mi madre ensimismada en su trabajo, en un piso de Černý Most donde vivía desde mayo con un refugiado iraní originario de Abadán, mi nuevo amante. Con esta relación toqué fondo en cuanto a la destrucción de certezas adultas del período precedente: mi discurso era confuso, mis sentimientos vulgares y contradictorios, mis intereses no muy distintos de los que tienen los toxicómanos y otros individuos fuera de sí por obcecación y desbalance, incapaces ya de advertir la irracionalidad de sus argumentos. La liberación de aquel mundo bajo e inmanejable, hecho de primitivas urgencias, vino de la mano de El hombre sentimental, novela de mil novecientos ochenta y seis donde Marías revela por primera vez el que será ya el estilo de todos sus trabajos posteriores. No fue, sin embargo, aquella embriagadora sintaxis a la vez evocativa y sobria, casi racional, la que revirtió mi degradación, sino la conciencia adquirida a través de la elegante exposición, con pretexto de un clásico triángulo amoroso no muy distinto del que vivía, de los matices y sutilezas que pueblan la tensión de la vida adulta entre sus pulsiones dionisiacas y sus aspiraciones apolíneas. Yo podía, como antes hiciera a través del diario o la poesía, remontar el río por el que me había dejado arrastrar; la vuelta, como no podía ser menos, sería larga, dolorosa y esperablemente coronada por el terrible descubrimiento de que las fuentes de donde partimos ya están irremediablemente contaminadas.

La modesta recuperación del pintor súbdito de la Corona Británica y la chica Marsans, al tiempo en que se cortaba de tajo con el iraní como quien deja una adicción, tuvo por fondo el segundo volumen de Tu rostro mañana: Baile y sueño, en dos mil cuatro. El mundo moderno había comenzado con la caída de las Torres Gemelas y ahora se confirmaba en los atentados a los trenes de Atocha. Una chica morava que se enamoró de mí impidió que recayera en mis vicios, pero al mismo tiempo impidió que recuperara la adultez, manteniéndome razonablemente jovial mientras concluía mi doctorado: patines sí, libros no; borracheras sí, filosofía no; movimiento sí, reflexión no. En el ínterin vino a México un par de veces e intentó, sin éxito, apartarme del Pollo, una imposibilidad manifiesta porque el vínculo roto es el más difícil de romper, la vuelta a México la constatación mil veces ignorada de que un antes y un después nunca se sueldan. Y si era así, ¿a qué esperar? ¿Estaría la adultez perdida en Europa ya que la universidad jesuita, a mi regreso, no producía ni remotamente los mismos placeres que cuatro años antes? Estaba envenenado por la obligación de ser alguien en la vida: la consideración del Pollo en ningún modo bastaba.

Volví a irme y fue en la soledad de la provincia francesa, apenas cumplido el obligado periodo de euforia inicial, hecho esta vez de frívolos franceses, ambiguos magrebíes e hispanohablantes estereotípicos, que leí la última parte de Tu rostro mañana, Veneno, sombra y adiós, en el otoño de dos mil siete. A este volumen pertenece el lúcido fragmento sobre el proceso de las nostalgias con el que me identificara en distintos períodos de mi vida: el del ya prolongado alejamiento del Pollo donde se insinuaba que éste no saldría ya nunca del país para reunirse conmigo; el de la trágica desaparición del hijo breve que me inventé por cinco años desde mi vuelta de Francia hasta el dos mil quince; el del final, no por esperado menos violento, de mi relación con el Pollo en dos mil diecisiete. Ganaba la sensatez programática de hacer carrera y, aunque con diez años de retraso que mis compañeros de generación más avezados aprovecharon para mejor adueñarse del mundo, volví a México en dos mil diez y acepté la cátedra que por intermediación del viejo amigo alcohólico sonorense, me fue ofrecida en Santa Teresa, el exilio definitivo de Ciudad Natal como premio por haber salido al mundo, el último alejamiento geográfico del Pollo que se reuniría conmigo tres años después, paliada mi soledad mientras tanto gracias al hijo breve como preludio de la separación final que sigue a toda promesa demasiado repetida. La lectura de obras de menor envergadura como Los enamoramientos en medio de una pasión tan breve como desordenada, Así empieza lo malo en el punto más desdichado de la relación con el Pollo y Berta Isla al comienzo de un oportuno sabático que me alejó por un tiempo de mi largo pasado tras el rompimiento da cuenta de la tendencia a encontrar paralelismos que no son tales entre ficción y realidad, un juego vagamente quiromántico al que no doy mayor importancia y en el que han participado muchos otros libros y autores cuyo conocimiento ha servido, a su vez, para matizar mi admiración por la obra de Javier Marías. 

Sigo considerándolo el articulista más lúcido de nuestros tiempos, el más liberal, el más impermeable a cualquier forma de prejuicio, el que jamás toma atajos ideológicos para opinar nada, seguido de cerca por Vargas Llosa y, un poco más alejado, por Pérez Reverte. No me pasa lo mismo con sus novelas, donde se da la extraña circunstancia de que las disfruto mucho más que otras a las que claramente reconozco como superiores en originalidad, profundidad, ritmo o historia. Sospecho así que el gusto que tengo por sus obras de ficción está demasiado influido por la admiración que siento por su trabajo como articulista, pero también por su biografía; advierto en sus opiniones y estilo, en sus obras y las noticias que de él me llegan, una vida intelectual, una crianza y una educación tal como las hubiera querido para mí: sobrias, responsables, nobles, alejadas de las carencias materiales o ambientes sórdidos que tanto trasminan la literatura desesperada de otros escritores. Hace tres años que no publica una nueva novela. En su falta de prisa, en la conciencia de la irrelevancia última de cualquier obra, incluida la suya pese a lo cual se anima a escribir de nuevo, semana a semana en artículos de prensa y cada cierto tiempo en la ficción encuentro una discreta humildad, pero también el ejercicio de una libertad irrestricta. Hoy cumple sesenta y nueve años. En la alegre tarea de leerlo, yo también he envejecido. Qué poco ha durado el plazo entre decir 'mi tiempo no ha llegado aún' y decir 'mi tiempo ha pasado ya'. 

¡Larga vida al fantasma, Rey de Redonda!

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