lunes, septiembre 14, 2020

El proyecto de mi tío Umberto

A fines de los años ochenta me fue presentado como mi tío, en alguna reunión familiar en casa de mis abuelos, un hombre alto, de espesos y muy negros cabello y bigote, con ojos grandes y redondas mejillas siempre rosadas. Hasta entonces sólo había conocido el proyecto civilizador de la hermana mayor de mi madre, la médico, como polo opuesto al pasado tradicional encarnado por mis abuelos; ahora estaba a punto de conocer otro que retomaba, poniéndola al día, la herencia cultural de la familia. El hombre alto se había casado con la otra médico de la casa, la hermana mística de mi madre, conocida por sus extravagancias y tozudez; una mujer que había estado alguna temporada en la sierra chiapaneca atendiendo a comunidades indígenas al tiempo en que alimentaba pasiones ambiguas, ya por el asistencialismo, ya por la emancipación; que lo mismo había deseado convertirse en religiosa que unirse a los guerrilleros de la montaña, una oscilación muy comprensible con abundantes referentes históricos laicos y confesionales, de este y otros continentes, desde Las Casas hasta Conrad, desde Motolínea hasta Gauguin. No era una sorpresa, pues, que mi tío Umberto resultara a su vez un hombre original, aunque en modo alguno compartiera los vaivenes biográficos de su mujer (que cesarían con el matrimonio); las suyas eran más bien inquietudes filosóficas que aspiraban al equilibrio movidas por la fe en la existencia de respuestas: todos los problemas de la historia pública y personal hallarían solución en un todo coherente a poco de indagar suficientemente en los lugares adecuados. Naturalmente, yo nada podía ver de todo esto a los trece años, cuando sólo era percibido como un chico afeminado y dócil, apto para la escuela, que se sintió obligado a contemporizar con aquellos familiares que insistieron en que hablara con mi tío, más para no tener que lidiar con nosotros que por hallarnos compatibles o siquiera sospechar hasta qué punto iba a serme provechoso el conocimiento del nuevo miembro de la familia. Sin arredrarse ante mi timidez inicial, Umberto me hizo algunas preguntas sobre mis intereses: qué leía, qué estudiaba, qué cosas me preocupaban; sin yo notarlo consiguió que hablara con soltura al cabo de varios minutos, apasionado, removido en lo más íntimo por la interlocución con aquel hombre paciente que me hablaba de mi país y de los que, como él, intentaron comprenderlo y explicarlo. No me atreví a decirle que tenía pocos meses de haber empezado a escribir poemas. Mis recursos intelectuales eran extremadamente modestos, pero mi tío Umberto era repelente a la pedantería y como tal intentaba genuinamente comprenderme y orientarme, sin insistir en mis faltantes ni hacer excesiva gala de sus conocimientos, jamás se vanagloriaba ni mucho menos hacía escarnio de la ignorancia de nadie. Por aquel tiempo apareció una mala película que, tímidamente, giraba en torno a la matanza de Tlatelolco, una cinta que, si no otra cosa, me causó una viva inquietud por conocer más acerca de aquel movimiento del que entonces no sabía apenas nada. Como mi tío Umberto fuera originario de la capital y la película aún me diera vueltas en la cabeza, traje a colación el tema mientras mi abuelo reía con sus yernos más antiguos, fumando y bebiendo cerveza, y las mujeres asaban carne preparando ensaladas. Con aire grave y una mano tocando su redonda barbilla, mi tío Umberto preguntó el por qué de mi interés sin apartar su vista de la mía. 'Quiero conocer el país en el que vivo', le dije temiendo que mi respuesta le decepcionara o pareciera excesivamente impostada. Él asintió repetidamente con la cabeza y se puso de pie: 'espera', me dijo. Fue al cuarto de servicio donde él y su mujer se hospedaban durante aquellas visitas a casa de mis abuelos y a su regreso puso en mis manos un libro muy usado que, advirtió, me dejaba 'en calidad de préstamo' para que me hiciera 'de una opinión' por mi cuenta. Se trataba de Fuerte es el silencio de Elena Poniatowska, una reunión de crónicas sobre distintos movimientos sociales en México durante los años sesentas y setentas. Sonriendo y hojeándolo, emocionado, le di las gracias. A pocos pasos de ahí, ocupada en aderezar los platos que se servían, su mujer censuró con la mirada la transferencia o la lectura, a Umberto o a mí, acaso todo lo que ocurría entre nosotros, pero se abstuvo de intervenir y fingió ocuparse concentradamente cuando se percató de que yo recogía aquella inexplicable mirada que expresaba desacuerdo.

Si una mezcla de intuición propia y adoctrinamiento por parte de la escuela elemental pública, heredera de la Revolución Mexicana, había conseguido inclinar mis primeras simpatías políticas hacia la izquierda, Fuerte es el silencio me instaló definitivamente en su órbita. Cooperaban a ello las maestras revolucionarias con las que convivía desde el último año de secundaria, pero también el extremo contraste al que el bachillerato varonil, dirigido por el ala más conservadora de la Iglesia Católica, quizá por disidentes tridentinos, me sometía cotidianamente: censura, vigilancia, presión ideológica. Había ingresado a esa escuela porque mi incipiente izquierdismo no toleraba las huelgas de la preparatoria pública ni el desdén por la academia; de modo que, al lado de los padecimientos, disfruté en aquel ambiente fascista del período de estudios más concentrado, rico y acelerado de toda mi vida. El comunismo, entre tanto, se derrumbó en Europa. Mientras la universidad nacional enfrentaba suspensiones de clases frecuentes, falta de maestros y un reclamo permanente por interminables agravios, nosotros nos apropiábamos de su plan de estudios para cubrirlo a rajatabla: álgebra y lógica, etimologías, literatura universal e hispanoamericana, geometría analítica, biología, química orgánica e inorgánica, historia universal y de México, un mosaico al que agregué, guiado por el libro de mi tío Umberto, la lectura de otras crónicas de Poniatowska y más libros de la Editorial Era. Aparecieron Monsiváis, Paz, Novo, Zaid, algunos libros de la serie Lecturas Mexicanas y, más temprano que tarde, la Editorial Siglo XXI. Fue así que di la espalda al proyecto civilizador de la hermana mayor de mi madre, no sólo porque dejé de desear ser médico para desear ser matemático y, finalmente, decidir ser ingeniero, sino porque consideré hipócritamente que ese proyecto profesional era estéril al tiempo en que lo sustituía por otro completamente equivalente. Me creía a salvo del capitalismo sólo porque escribía, a resguardo de objetivos concretos porque soñaba, protegido en mi espíritu gracias a mis lecturas. Pero me engañaba: si durante el primer año en la universidad privada no dudé en unirme a los estudiantes más marginados para despreciar la autoridad y oponer a ésta la aventura, también seguí obteniendo las más elevadas notas escolares. ¿Qué clase de poesía podía surgir de semejante doblez? Al término del primer año de carrera, conociendo mis quejas acerca del fariseísmo de la universidad privada, acepté la invitación que me hiciera mi tío Umberto para vistarlos por quince días en la capital. El hombre al que no había visto por cinco años tenía ahora dos hijos con su mujer y no dudaba en ofrecerme su casa si, como se proponía, lograba convencerme de cambiarme a la universidad nacional. Vivía en una construcción extraña y encantadora que él mismo había diseñado en las faldas de la carretera que asciende desde Xochimilco hasta Santa Cecilia Tepetlapa, desde donde se podía contemplar el inmenso mar de luces de la Ciudad de México. Durante un par de semanas disfruté enormemente de su discreta compañía e interesante conversación: con él recorrí los cerros cercanos aprendiendo a reconocer restos de barro cocido, visité ruinas arqueológicas poco visitadas, aprendí a usar su cámara de obturación manual. Alternando períodos en los que me dejaba explorar la ciudad a mi aire con paseos en los que sólo íbamos él y yo, me internaba en México como si lo hiciera en un libro interminable y delicioso. Me sentía libre. Como mi familia proviniera precisamente de aquellas colinas, mi tío Umberto tuvo a bien hacerme consciente de los lugares y condiciones en que habían vivido, de los restos de sus huellas en tumbas y obras, del origen hispánico e indígena de sus costumbres. Con él, a diferencia de con la mayor de las hermanas de mi madre, una civilización no estaba peleada con la otra ni había razón para dar la espalda a ninguna a fin de progresar; todavía más: el futuro era imposible sin raíces. Por las noches jugábamos ajedrez sentados a la mesa de la cocina mientras los niños veían la tele y su mujer, agotada por las guardias hospitalarias, cabeceaba. Aquella pareja se trataba con mucho afecto, aunque me resultaba curioso que ella, que durante años fue una mujer llena de pájaros en la cabeza, fuera ahora la parte cerebral de aquella relación, mi tío Umberto convertido en el escudo espiritual de la familia contra el mundo de leyes y números de allá afuera, presidiendo desde el centro de aquel refugio extraño y acogedor y vivo. Alguna noche él me descubrió escribiendo poesía y, con la devoción y el respeto de quien asiste a un milagro, me dejó a solas para continuar, cerrando cuidadosamente la puerta tras de sí. La noche siguiente, cuando me hallaba leyendo recostado en los mullidos cojines del salón a media luz, él aprovechó para sacar de entre las atiborradas estanterías algunos de sus libros de poesía, escritores contemporáneos que yo desconocía por completo y cuyos textos me deslumbraron e influyeron profundamente: Labastida, Oliva, Leduc, Lizalde, Sabines, Pacheco. Algunas líneas de esos poemas eran eróticas o pornográficas, blasfemas o escandalosas, lo que involuntariamente me ruborizó en no pocas ocasiones mientras los hojeaba frente a él. Saliendo de su somnolencia, la médico expresó su desacuerdo en que mi tío Umberto me dejara leer esos libros, pero él la tranquilizó cariñosamente diciéndole que ya era mayor de edad y debía 'formarme una opinión'. Se miraron como a punto de echarse a reír, contenidos, luego él le besó la cabeza y fue a poner agua para café en una pequeña estufa. Para compensar la herencia jacobina, me obsequiaron un libro que ella aprobaba porque le recordaba sus años en Chiapas y porque no hacían ni siete meses que había estallado ahí la revuelta neozapatista: México profundo de Guillermo Bonfil Batalla, que llevaba por subtítulo la significativa afirmación 'una civilización negada'. Como es natural, los domingos iban a misa y yo lo disfrutaba porque, pese a mi rebeldía, aún me quedaban unos meses más como católico practicante: aquella estancia fue, quizá, la última vez en que me sentí cómodo con mis contradicciones.

La década de los noventas representó para muchos el abandono, aún parcial, del ideario socialista. No fue menos en mi caso, recién llegado a esa trasnochada ideología cuando sus regímenes más representativos sucumbían a las leyes del mercado, habitante de una región doblemente periférica por pertenecer al orden hispánico y al tercer mundo. Había una infinidad de grados e interpretaciones entre los regímenes totalitarios comunistas y la social democracia europea, que en ningún modo hacía posible meter en el mismo saco la conquista de derechos laborales y el gulag, el acceso universal a la educación y el comité de salud pública, pero para muchos, especialmente en el ambiente académico subdesarrollado, esa distinción era imposible: la militancia ciega era la verdadera izquierda y fuera de ella sólo existía la ultraderecha. Como resultado de esta necedad y el auge indiscutible del capitalismo y la democracia, me encontré cada vez más cercano a las posiciones liberales clásicas que, armadas de sentido común y de la aspiración a una sociedad adulta, parecían ir de la mano tanto con la vida del país que veía llegar a su fin el régimen de partido único y el proteccionismo comercial como con mi vida personal, que desde la involuntaria disidencia sexual no podía comulgar con el politburó ni con otras iglesias, ser sujeto de usos y costumbres o depender de la buena voluntad de las mayorías. Había iniciado una vida en pareja cuando, junto con él, visité a mi tío Umberto y familia en su nuevo domicilio de Aguascalientes, una casa no muy distinta de la que tenían en la Ciudad de México, con habitaciones extrañas, rampas y escaleras inexplicables, rodeada de árboles con un cerro cercano como fondo. Cuando se está dejando atrás la infancia para entrar en la adultez aparecen impulsos contradictorios: se es lo suficientemente grande para vivir la homosexualidad, pero no para presentar a la pareja como algo más que un amigo; se decide hacer un viaje a otra ciudad, pero no se pagan los costos de hacerlo, asumiendo que nuestra familia ha de hospedarnos y darnos de comer; se cree uno lo suficientemente inteligente y al resto lo bastante estúpidos como para tragar nuestras mentiras y ridiculeces, creyendo que han colado sólo porque se nos responde con presunta aquiescencia. Aquel que empieza a ser adulto aprende a quedarse del lado correcto a fuerza de desengaños de los que, todavía infantilmente, culpa al resto del mundo hasta que se le agotan los pretextos; entonces descubre que es él el responsable casi único de que se hayan esfumado los paraísos que recordaba, ya por no haber resistido el peso del racionalismo cartesiano, ya por renunciar a sus creencias sin distinción de sueños o pesadillas. Fuimos tratados con toda la amabilidad y el cariño de que era capaz aquella pareja cuya intimidad invadimos por escasos tres días con poco comedimiento y no por ingenua menos repugnante soberbia: la magia de la construcción era diletantismo; el carácter ecléctico de la decoración, vulgaridad; sus opiniones sobre religión y cultura, gazmoñería. Del mismo modo en que ganaba ya todas las partidas de ajedrez a mi tío Umberto, creía vencer en la defensa del ateísmo o la libertad sexual por medio de la más abierta provocación, desdeñando la tarea de convencimiento, despreciando el pensamiento católico de Vasconcelos al que él admiraba para exaltar a Cosío Villegas y Luis González, a Krauze y a Vargas Llosa; despotricando contra el arte moderno y a favor de los cuadros de Saturnino Herrán. Me había vuelto un experto en esconderme detrás de discusiones abstractas para no hablar de lo único que mi tío Umberto sí buscaba en libros y ruinas, en templos y pinturas, en paseos y devociones, incluso en mi joven y arrogante persona: la experiencia del hombre, la suya y la mía, el diálogo nutritivo, la savia de la vida. ¿Qué tenía yo que ofrecer si hablaba de todo y no conocía nada? ¿Qué vestidos propios para abrigar? ¿Qué verdad personal que valiera la pena comunicar al resto de los hombres? Preferí volver a mi vida empobrecido que aceptar mi desnudez frente al otro, el completo acuerdo de mi soledad a la generosidad de otro pensamiento. Nunca más lo volví a ver. 

En los años que siguieron, el mundo como él lo había conocido pero todavía más: como lo hubiera deseado desaparecería poco a poco consumido por el capitalismo más ingente, la derecha subiría al poder y por largos años palabras asépticas como democracia y pluralidad se repetirían hasta arrebatarles todo significado. A la postre, los electores restaurarían el viejo partido hegemónico devolviéndonos de golpe al punto de partida, con una diferencia desoladora: ya no había esperanza para quien tuviera memoria. Yo prosperaría llevando a cabo en lo superficial, sin fe y con creciente cinismo, el único proyecto civilizador que me restaba en un mundo semejante: el de la hermana mayor de mi madre. Tras un breve paso por las empresas informáticas y el centro de investigación hice, sin embargo, una importante concesión, acaso un guiño, para con la vía espiritual que me había enseñado mi tío Umberto, adoptando la vida académica como un camino intermedio entre la libertad y el secuestro, entre la creación sensible y la productividad inexcusable, entre la vocación humanista y la científica, entre la aspiración a la eficiencia ¿capitalista, de derechas? y la aspiración a la libertad ¿anarquista, de izquierdas?, entre las pulsiones subterráneas que habitan la noche de los sueños y las que se elevan desde la tierra bajo un signo solar, hasta el cielo. Pero yo ya no escribo poesía ni él pinta ya más cuadros. Mis ojos en el desierto, los suyos en el océano.

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