viernes, diciembre 20, 2019

Homesick

La educación en mi familia se divide en dos partes: la de la infancia en donde se exhorta siempre a alcanzar lo más alto y la de la adultez en donde se enseñan todas las variantes de la resignación. Se trata, por tanto, de una de esas formaciones católicas tradicionales que son, a no dudarlo, las más adecuadas para instilar hipocresía. A la perplejidad de las primeras contradicciones debe seguir, tarde o temprano, la interiorización de la ambigüedad y la adopción, aún inconsciente, de máscaras diversas capaces de confundirse con el rostro original. Tal es el caso de las familias de posguerra del Altiplano, cuyo modelo consistía en una madre que combinaba despliegues de fervor religioso hacia sus hijos con la aquiescencia más vulgar para con las sevicias del marido, así mi abuela; el padre, a su vez, descargaba en sus hijos varones la brutalidad necesaria para significar su autoridad y en sus hijas el afecto condicionado a su condición de vírgenes; si relajado o magnánimo, alguna concesión cómplice para con su mujer en ciertas tardes de domingo, así mi abuelo. Los hijos mayores, enfrentados a las privaciones y regímenes más extremos, colaboraban a la elevación del nivel educativo nacional sin que ellos ni sus padres pudieran nunca contestar para qué; los menores, a los que ya no tocaron penurias económicas, pero sí una manifiesta relajación de las costumbres, no iban nunca demasiado lejos. Cubierta la muy exigente cuota demográfica de posguerra, aquellas familias demenciales ya no eran capaces de transmitir ningún entusiasmo a sus hijos más pequeños y así resulta lógico que éstos desconfiaran del éxito profesional de los mayores y así es comprensible que su hipocresía imperfecta produjera una resignación inacabada, raíz de todas sus inquietudes y causa de todo fracaso. Sólo en sus nietos, ya no en sus hijos, encontraban las abuelas motivos para insistir en lo más alto; sólo en los hijos de sus hijos y no en los propios que aún les necesitaban, hallaban los abuelos razones para prescindir de su mayor ferocidad, seres malignos súbitamente dulcificados sólo porque sus hijos mayores habían iniciado su incomprensible carrera reproductiva, acaso se daban cuenta de que eran los más pequeños, los recién nacidos en el seno de aquella enfermedad llamada familia, quienes con más urgencia debían ser infundidos de veneno, así mis abuelos en los tiempos, aún breves, de nuestra coincidencia, ya fuesen los fines de semana o las navidades, las ceremonias de bautizo o matrimonio (no habían llegado aún los funerales), pero también los brindis de año nuevo y los cumpleaños. El resto del tiempo, el regular, eran sus hijos mayores, nuestros padres, quienes se encargaban de empujarnos a lo más alto, aunque sólo fuera para invitarnos con el paso de los años a la resignación más repugnante, esa operación en ellos realizada con precisión quirúrgica por sus padres, cuando todavía eran fuertes, para escindir su espíritu definitivamente: acá el orden familiar y el trabajo, allá el vicio y la desvergüenza, de un lado la educación cristiana de los hijos y del otro la más despiadada falta de escrúpulos, cada cosa en su lugar, como les fue transmitido y asegurado por medio del más impenetrable cinismo; he ahí, sin duda, la clave del éxito económico y profesional de todos ellos, la victoria de las familias fundadas en la posguerra del Altiplano, el triunfo del catolicismo sincrético o como se llame al licuado aquel de costumbres irreflexivas y convenientes, todo a costa de la filosofía, es cierto, a costa del vacío más pavoroso conforme se acercan a la vejez en medio de lugares comunes y desconcierto, cada vez más parecidos a sus hermanos menores en la perplejidad y el sinsentido. Yo los recuerdo una y otra vez, a todos, cuando advierto el perímetro cada vez más estrecho de mis trayectorias vitales, esa especie de espiral que aún produciendo la sensación de expandirse (y hubo años en que efectivamente recorría nuevos paisajes) se parece cada vez más al círculo perfecto. Hace frío. Sopla el viento en parajes cada vez más desolados y la marcha a través de la nieve se hace cada vez más penosa, los pies hundidos hasta la rodilla, la sombra, los pinos. Mi abuela que me felicita por los resultados en la escuela, mi abuelo que me pide acompañarlo. Mi madre diciendo que siga adelante, que alcance equis o ye, luego que no me lo tome a mal, que así es este país, que quizá en un futuro, luego que quizá no, que lo más importante es la tranquilidad. Casi todos se han marchado, pero yo los recuerdo una y otra vez y les dirijo miradas comprensivas que van muy lejos en el tiempo: cuando debí volver del mundo para ver fracasar lenta, inexorablemente, mi matrimonio; cuando se agotaban los espacios y las oportunidades para que el niño brillante cumpliera la promesa de llegar a lo más alto; cuando vimos al mundo pasar de nosotros como a un tren del que nos apeamos apenas un segundo para ya no alcanzarlo nunca más. No aparece, sin embargo, la resignación prometida, acaso algo menor a la esperanza pero superior a la desesperación. Un mal hijo de familia, sin duda, acaso condenado a buscar certezas aún a costa de vaciarse, que optará por la miseria en vez de abrazar la herencia feliz de la hipocresía. Falsos dilemas. La noche. Pasos en la nieve.

sábado, diciembre 14, 2019

Proyecto

Su herencia no era feliz. 
Él no podía ignorar, cuando los invitaba a su oficina para discutir el proyecto, que sus advertencias iban a ser hechas de lado, no porque no insistiera en ellas o las deslizara en voz baja, ni siquiera porque introdujera matices para acotarlas, sino porque quien era invitado lo era siempre porque ya estaba inoculado de veneno. Las entrevistas no incluían apenas preguntas para los entrevistados, hubieran sido una pérdida de tiempo, eran más bien el despliegue de los puntos de vista por él adoptados hasta esa fecha sobre cuestiones profesionales y filosóficas, explicando su origen y justificación biográfica, aunque para ello tuviera que poner al tanto a los así elegidos de sus contradicciones y dudas, pero también de los pormenores de su vida íntima que mejor sirvieran para reforzar sus argumentos. No buscaba complicidad, pero ésta se producía inevitablemente como resultado de un malentendido: ellos se daban cuenta de que él creía en lo que decía precisamente por el empeño puesto en señalar el carácter provisional de sus puntos de vista y como consecuencia lo traicionaban dando por verdadero lo que él consideraba dudoso y por concluyente lo que él sólo daba por temporal. Sus reconvenciones no eran retóricas, sino serias objeciones contra el proyecto; sus críticas no eran constructivas, sino que hacían pensar que estaba a punto de abandonarlo todo; sus ironías y sarcasmos no conducían a la parálisis amarga, sino al cinismo productivo. Nada resultaba suficiente para disuadir al entrevistado que no se presentaba a la oficina para informarse debidamente y, con base en esa información, tomar una decisión consensuada, no, sino con una decisión ya tomada con la misma fatalidad con que un objeto cae por la fuerza de la gravedad. Él y ellos se correspondían. Él la fuerza y ellos el objeto. Él la atracción inevitable de los suyos y ellos los suyos. Una identificación que se producía apenas tenían contacto. Un acercamiento paulatino e inexorable muy anterior a la invitación a participar. Cuando el momento crítico llegaba, poco importaba que él explicara el camino más bien azaroso que lo había llevado a quedar a la cabeza de aquel proyecto teórico, tan censurable en su utilidad pública como brillante en su ejecución inacabable, tan irrelevante para el avance de la sociedad como absorbente entre los especialistas, tan ordenado y lógico retrospectivamente como falsa es la causalidad de una vida. No hay razón para subir a un barco cuya navegación es cuestionable sólo porque el capitán está dispuesto a hundirse con él llegado el caso, pero tampoco disuade a los elegidos que el propio capitán detalle los defectos de la embarcación ni que informe sobre los peligros de la travesía ni que alerte sobre el inesperado peligro de llegar a un destino, todos ellos ya han decidido subir porque comparten los mismos defectos de carácter, diez, veinte familias distintas, una variedad de circunstancias y al cabo de los años el mismo veneno inoculado en todos ellos, uno a uno, uno tras otro en la oficina recogiendo las señales correctas para participar en el proyecto, un gesto o una palabra, una política o una anécdota, toda la vida preparándose para esta decisión irreversible, todo el pasado un mero preámbulo hacia lo inevitable, el barco del que les hablaban, estos mares encrespados y, por encima de todas las cosas, ese destino que ya les avisan no será ningún paraíso ni estará exento de confusión y desasosiego, la negra noche del alma, pues da igual, atravesar la bruma es lo que más interesa y así uno a uno, uno tras otro arriba, decididos a convertirse en proscritos si no lo habían sido ya desde hace muchos años en cada una de sus respectivas familias, marginados y disidentes, rebeldes silenciosos, escépticos, la escoria que se da la mano a espaldas de la sociedad, casi siempre sin escándalo y con resignación a morir entre esta especie. Ya sale de la oficina uno, ya sale el otro, él fuma con ellos en las jardineras y en las calles tras cerrar el acuerdo, ya bebe en fechas señaladas alcohol o recorre la ciudad en su compañía, es inevitable dar algo más que sólo mierda burocrática y discusiones teóricas. A cada uno le tocan sus buenos años. A cada uno, si le lección no se ha aprendido aún (y nunca se aprende a tiempo), le toca partir con rumbo al mundo a realizar comprobaciones. Él no puede oponerse a que planten cara contra lo que ellos mismos eligieron. Él ha de facilitarles la exposición a todas las consecuencias de sus ambiciones. Él debe servir de medio y recibirlos en casa cuando vuelvan a la playa, escupidos por un mar inmisericorde: si no derrotados, estoicos; si no aplastados, productivos. Ellos lo verán de nuevo hablando con los más jóvenes y darán fe de la verdad absoluta de cada una de sus palabras y salvedades, de sus dicterios y admoniciones, les mostrarán a todos las marcas de sus manos. Pero no bastará todo el ruido lógico de los que han vuelto ni el todavía mayor de él mismo cuyos puntos de vista hasta la fecha serán todavía más feroces, para detener a quienes desean iniciar la travesía bajo su dirección e incorporarse al proyecto infinito. Nada los detendrá. No quedará entonces más remedio que reírse sin ser comprendidos, enternecerse sin saber por qué. Alguien dirá que entiende lo que se le propone. Que asume las consecuencias. Pero ellos sabrán que no es posible saber por el relato de nadie. Que el proyecto, con perseguir lo intangible, es dolorosamente real. Así ahora, a sabiendas, continuarán trabajando.
Su herencia no era feliz.

domingo, diciembre 08, 2019

Derecha

Se habían conocido en la fiesta de los hispanohablantes una helada noche de febrero. Habían intercambiado números. Quedaron de verse hoy para comer en el restaurante marroquí que queda por la gare. Por la mañana, despreocupadamente, él escribió:
'En los países de verdad izquierda y derecha significan algo, son productos de la razón; en los países de juguete, no. Precaución: cuando escriba los alemanes debe entenderse como el conjunto de individuos que ha formado Alemania a lo largo de su historia. Lo mismo cuando escriba los mexicanos. O los franceses. Francia y Alemania son países de verdad. México, no. En aquellos es posible construir y discutir sobre lo construido porque existe la honestidad intelectual; en éste, no. Los mexicanos tienen una sopa podrida en la cabeza que lo mismo los previene contra la paz que contra la guerra. Están así exentos de cualquier compromiso moral o científico, de la obligación de reconocer la realidad o distinguir categorías. Los mexicanos son dueños de la verdad absoluta porque su inconsistencia orgánica les permite deducir de la sopa mental cualquier verdad y cualquier mentira, un enunciado y su contrario: izquierda es derecha que es izquierda que es derecha. No están obligados a llevar la pesada carga de racionalidad de los franceses que les ha llevado al rígido mundo de los droits de l'homme. Pueden prescindir de la matemática y la física que han padecido los alemanes, incluso de la filosofía o el arte para quedarse sólo con la artesanía y el folclor. El orgullo de ser mexicanos. Por eso no debe preocuparnos la posibilidad de que México adopte un gobierno de signo autoritario o anárquico, de que llegue a este o aquel extremismo político o ideológico, porque el mexicano es sencillamente incapaz de entender y menos aún de adherirse a cualquier causa o doctrina, a cualquier pensamiento o estructura, no las tolera y quiere pronto sacudírselas para volver a chapotear en la sopa ilegible de su cerebro. Los mexicanos están hechos para disfrutar irresponsablemente del mundo sin comprometerse siquiera a poner la basura en su lugar.' 
Ha llegado puntualmente, pero ella, la francesa, todavía no está. ¿Debe esperar afuera? El día está frío pero despejado. Ha venido andando desde la residencia y cruzado el parque de la Rhonelle. Ha visto a las familias pasear a sus perros. Ha mirado con entusiasmo la vitrina de una librería a la que no ha entrado para llegar a tiempo. Espera con ansia el día en que pueda leer en francés. Sonríe. Ella aparece de pronto delante de él, un par de besos, qué bien te ves, tú también y adentro. Se dejan conducir por el maître hasta una mesa cercana al radiador. Todo está decorado en tonos blancos y naranjas. De las mesas cercanas llega un agradable olor a platillos que él jamás ha probado. Un mesero ceremonioso les ofrece vinos y él, admitiendo un desconocimiento lógico en tanto que mexicano, deja que ella escoja una botella. Cuando la traen, ella la prueba y luego se disponen a hablar de sus respectivas vidas porque apenas pudieron saber lo justo el día de la fiesta de los hispanohablantes: que ella había vivido en México, que él no sabía bailar.
'Su español es extraordinario', piensa mientras ella le relata cómo se fue a México en busca de aventuras con apenas veinticinco años, viviendo precariamente como profesora de francés, viajando mucho a expensas de amantes mexicanos y extranjeros, a veces yendo a pie por pueblos polvorientos o en vehículos de desconocidos a través de la selva, 'una mujer enamorada de mi país como de un parque de diversiones, ¿por qué?', se le quiebra la voz al contarle cómo conoce en una playa de Oaxaca a un arqueólogo francés del que se enamora perdidamente, cómo renunció a él el amor de su vida luego de cinco años de relación, sólo por resistirse a formalizar un matrimonio, '¿está arrepentida? está, sobre todo, sola, hablando en español con un desconocido, salpicando la conversación de güey y no mames, apasionada y deprimida'. No desea tener que consolarla cuando en los ojos de ella tiemblan lágrimas que, por fortuna, no caen. El mesero se acerca y queda así, definitivamente conjurada, una escena incómoda para la que él no tiene apetito: couscous agneau, couscous merguez. 'Pero ya fue bastante de mí, ¿qué tienes que decirme tú de tu vida? A ver', le dice ella reconsiderándolo con curiosidad, regalándole una sonrisa mientras se pasa la servilleta por los ojos con delicadeza.
Es el mismo momento que ha vivido ya muchas veces. Antes tomaba la iniciativa y mentía alegremente: tengo una mujer que es médico, se llama Adriana, vivimos juntos desde hace varios años, no hay hijos. Podía entonces filosofar en igualdad de condiciones con los otros. Podía entonces trabajar sin miedo a que le afearan la conducta. Sobre todo cuando era joven y su situación todavía más frágil. ¿Por qué se lo permitió entonces con sus nuevos compañeros de trabajo a tanta distancia del no país? ¿Qué le va a decir a esta mujer desesperada? Mirándola comprende que ella no está aquí sólo para comer, sino para acostarse con él. '¡Qué estúpido he sido!', se dice, '¿cómo pensé que ella interpretaría mi invitación allá en la fiesta de los hispanohablantes? ¡qué imbécil!' Y entonces se decide a decepcionarla. 'Shingado güey, no me digas eso, ¿cómo así?'. Ella hace un puchero y luego se ríe moderadamente, apoyando su cabeza contra el puño al final del brazo que se acoda sobre la mesa. Los platos llegan a tiempo, humeantes. Él le coge la mano restante con las dos suyas y le ofrece disculpas (¿de qué?).
Más de lo escrito esta mañana: 
'El blanco es un color. Tengo ojos. Yo no soy blanco. Hay personas blancas. Hay personas negras. Puede ser que por causas históricas muy injustas y no por razones genéticas haya más negros que blancos en las cárceles norteamericanas. Puede ser que por esas mismas injusticias y no porque sean morenos y pobres, las cárceles mexicanas estén llenas de éstos. Prietos, les dicen. Cholos, les dicen. Indios, les llaman también a los más morenos o pobres o ignorantes, sin que haya relación alguna con los grupos indígenas. Aunque éstos deban definirse de alguna forma. Aunque los indígenas sean morenos, pobres e ignorantes. Racismo. Los franceses tienen sus propios indios: se llaman magrebíes; tienen sus propios negros: les dicen africanos. Tienen otras razas también, aunque la gente políticamente correcta insiste en que sólo hay una raza, la humana, como si con eso desaparecieran las diferencias. Llámenle como quieran. Tipos. Clases. Grupos. Tengo ojos. Los alemanes siempre han sido juzgados como un pueblo racista. Por haber votado a Hitler que hablaba de razas superiores e inferiores. Por haber participado en el exterminio de millones de judíos. Judíos: otra clasificación ¿de qué? ¿de raza? ¿de religión? En todo caso los alemanes cometieron un crimen odioso con el que cargarán durante siglos. Gracias a él he oído a muchos mexicanos felicitarse por no haber caído en esos extremos. Aunque no cuenten con Einstein ni Planck ni Riemann. Aunque no tengan a Bach ni a Beethoven ni a Durero. 'Al menos no hemos hecho la guerra para colonizar a nadie como los franceses', dicen orondos. Sin un Pasteur o Descartes que presumir. Sin un Proust. Cuando hacen comedia imitan a Cantinflas y Chespirito, personajes chistosos. Cuando hacen razonamientos imitan a Cantinflas y Chespirito, personajes tramposos. Cuando hacen ciencia o arte imitan a Cantinflas y Chespirito, personajes ridículos. Cuando hacen política imitan a Cantinflas y Chespirito, personajes grotescos. Francia y Alemania son países de verdad, México no. Tengo ojos.'
Él pagó la comida y ella aceptó fingiendo resignación: 'yo sé que en México el hombre siempre paga'. Cincuenta euros. Lo invita a su departamento, que queda a pocas cuadras de la gare, y él acepta deseando largarse. La toma del brazo. Andan a paso lento mientras ella habla. Está preocupada por el paso del tiempo y porque nadie viene a ocupar el lugar que dejó el amor de su vida. Sufre la falta de sexo. Padece el trabajo de profesora de español en una escuela secundaria de las afueras donde los estudiantes son unos miserables. Por las noches duerme poco y mal. Él se encuentra incómodo con esa conversación propia de depresivos y suicidas, menos por el tema que por el egoísmo absoluto que suele dominarles y que no admite interlocutores sino repositorios de monólogos interminables. De modo que apenas entran al departamento y él trata de desviar la conversación hacia los libros que llenan la pared junto a la entrada. 'Oh sí, la Revolución', dice ella deslizando una r francesa al inicio, 'soy una gran admiradora de Fidel Castro y del Che Guevara, la pureza del hombre nuevo, no me gusta el comunismo a la rusa ni a la china, pero mira este libro sobre Salvador Allende, ¿eh? ¿qué me dices? ¿y qué tal lo que hicieron los que ganaron en Vietnam? ¿qué tal Nicaragua?'. Desde luego Sartre y Camus. Por supuesto Althusser. Sobre la mesita de centro algo de hierba y resinas con las que lía un cigarrillo. '¿Gustas?', le ofrece sonriendo para luego ponerse seria: 'no te escandalizarás ¿verdad? en tu país fuman esto todo el tiempo ¡y fresco además! esto de aquí ya está muy tratado, es más fuerte para que rinda, ¿seguro que no quieres?'. Un poco de tos y carraspera la obligan a abrir una ventana a pesar del frío que afuera recrudece con el atardecer temprano. 'Deberíamos vernos más seguido, ¿no? Hay un restaurante griego que me gustaría probar, a lo mejor la semana entrante, eso estaría bien. O si hace bueno podemos ir hasta el lago de Vignoble, ¿eh? hacer un picnic, nos llevamos una botellita de vino y unos churritos ¿eh? que no te pienso violar, no te preocupes, yo te entiendo completamente, ¿estás seguro de que no te gustan las mujeres?'.
En la obscuridad de su habitación, escribe:
'He regresado a pie por banquetas bien construidas, por calles señalizadas, por fachadas monótonas, pero bien cuidadas, todo estaba limpio. Siglo catorce o dieciocho o veintiuno, da igual: consistencia en lo material como en el pensamiento. ¿Y esta mujer que he conocido quiere ir a donde no haya una banqueta igual a otra? ¿sólo para fumar buena hierba? ¿sólo para poder pagarle a un policía para que la deje ir? ¿la libertad de la anarquía es superior a la del derecho? Si es así, habría que hacerse de una buena pistola. De dinero o de un pasaporte francés. Porque de otra forma no es posible convencerse de que dos más dos da cinco. O tres.'