lunes, marzo 16, 2009

Noche en Lisboa

Mientras esperaba que el agua caliente llenara la tina, se sentó con dificultad en el banco y se miró las heridas. ¿Quién iba a decirlo? Tantos años como viajante de comercio, primero en el peligroso sureste mexicano y ahora entre España, Italia y Portugal, y finalmente le había tocado el turno de ser asaltado en Lisboa por tres adolescentes drogados que blandían no sabía bien si puñales o cuchillos, apenas había tenido tiempo de averiguarlo antes de salir corriendo luego de zafarse del cabecilla que lo tenía sujeto por la manga de la gabardina, un tipo de ojos grandes muy abiertos y cabello rizado, cuya imagen envuelta en las sombras del parque no podía sacar de su cabeza.
En sentido estricto no había habido asalto: no le habían quitado nada; tampoco sus heridas eran producto de las navajas ni de hipotéticos golpes, sino de la estrepitosa caída con que remató su vertiginoso descenso por una de las colinas del parque Eduardo Sétimo. Mientras cerraba el grifo y metía con dificultad los pies en el agua sin bajarse del banco, pensó con sorpresa que lo acontecido lo excluía del grupo de los sensatos que entregan el dinero tranquilamente para salvar la vida y lo hacía miembro de los afortunados que, habiendo opuesto resistencia, seguían vivos. Pero en vez de alegría, una película de pesadumbre tamizó su ánimo, y fue entonces cuando apoyándose en los bordes de la bañera decidió sumergir el cuerpo en el agua, como si ésta pudiera, si no lavarla, sí consolar la tristeza que tan repentinamente lo poseía.
Temblaba. Aquí y allá el agua era invadida por hilillos de sangre que parecían buscar la superficie y luego se difuminaban. Con los ojos cerrados recordó el momento en que sus zancadas se hicieron incontrolables y su pie derecho se torció hacia adentro obligándolo a empujar todo el cuerpo hacia la izquierda; recordó el pánico que le invadió al encontrar el suelo y mirar velozmente hacia la colina, sólo para levantarse de inmediato y arrancar en una nueva carrera hasta la glorieta. Ahí encontró por fin algunas personas e intentó pedir ayuda, pero su aspecto agitado, su mal portugués y su cojera recién adquirida sólo consiguieron asustar a una mujer y su hija que pasaban por ahí y se echaron a correr.
Abrió los ojos y sonrió con amargura. Controlando el inexplicable escalofrío que lo poseía tomó el jabón y empezó a pasarlo por las heridas. El agua en la bañera se volvió turbia y ligeramente fría, de modo que se puso de pie, desaguó la tina y se duchó pasando vigorosamente las manos por todo el cuerpo. No podía doblar bien la pierna derecha ni apoyarse en el codo izquierdo, cosas que averiguó dolorosamente al salir del baño e instalarse en la habitación. Deshizo la cama y se cobijó, pero los temblores volvieron a su cuerpo en cuanto rozó las sábanas tibias de aquel hotel de medio pelo donde hacía sólo unas horas había consumado una aventura. Un sentimiento de insoportable sordidez le empujó a encender la televisión para mejor olvidarse de sí mismo, pero no lo consiguió.
En mitad de un vídeo alemán donde la cantante repartía latigazos en un circo multicolor, le vinieron las palabras del taxista que lo recogió en la glorieta para llevarlo de vuelta al hotel. “Eso puede pasar en cualquier parte. ¡Pero a quien se le ocurre pasear por un parque luego de la medianoche!”, le dijo. “Usted es un hombre grande, ¿y qué hace un hombre grande, correr?”. Sintió un odio retrospectivo hacia aquel hombre que encima de reprenderlo se había atrevido a sugerir que había sido un cobarde, pero no pudo quitarlo de su pensamiento hasta que reparó en que la ira le había trepado a la cara: tenía fiebre.
La televisión seguía encendida cuando se puso de pie para ir por agua y buscar un analgésico. Le dolía todo el cuerpo, cojeaba, el sudor le humedecía la frente. Miró su cartera, contó el dinero, verificó que todas las tarjetas de crédito estuvieran en su lugar. “No me quitaron nada”, pensó, pero ello no le alegró en forma alguna. Encontró la pastilla y en el baño llenó un vaso de agua fría para tomársela. Se miró al espejo, se miró las manos lastimadas, se miró los pies hinchados apoyados en una toalla blanca donde se leía la dirección del hotel. Entonces recordó que llevaba en los bolsillos del pantalón ahí tirado las dos tarjetas-llave de la habitación: faltaba una.

Cuando volvió del baño a la habitación ya no estaba solo.