domingo, octubre 28, 2012

Gebrydguma


Cuando sé de infidelidades sexuales -también cuando veo en las calles putas al pasar en mi coche o en taxi o andando- siempre me acuerdo de [...] la existencia de un [...] sustantivo, tal vez ge-bryd-guma, que sería 'connovio' [o 'coyaciente'].
-Mañana en la batalla piensa en mí, Javier Marías

¿Qué significa superar algo? Los psicólogos indulgentes de estos tiempos babeantes lo tienen todo claro: consiste en que deje de causar problemas, que pierda peso y se asimile –¿o trivialice?- para que pueda así pasarse a lo que sigue sin perder más tiempo: esta prisa contemporánea teme más a esta pérdida que en ninguna otra etapa de la historia humana, y, paradójicamente, nunca se había perdido más el tiempo. O sea que habrá superado sus problemas quien mejor haya podido hacerlos de lado, lo que es –desplazamiento semántico- una manera más de resolverlos, no muy distante de aquella pretensión infantil de cerrar los ojos para que se suprima el peligro y desaparezca el coco.
Es así, en este último sentido, como puedo decir que la tortuosa historia de la primera mitad de mi doctorado ha sido superada, primero por la segunda parte, luego por el tiempo que ha transcurrido desde que abandoné Europa no para volver a México, sino para venir a California: con los ojos cerrados o mirando hacia otro lado, con el poco ejercicio de la memoria, con la paulatina difuminación al que todo pasado se enfrenta, con la superposición de los sucesivos presentes a los que no se les pide explicación alguna de los tiempos que les precedieron para instalarse a sus anchas.
De modo que después de todo quizá esté salvado por estar aprovechando cabalmente los recursos que me ofrecen las instalaciones de la universidad, por estar engordando mi cuenta de ahorros, por ser capaz de levantarme todas las mañanas en este somnoliento caserío del condado de Santa Cruz e incorporarme al freeway a bordo de un auto pequeño para los estándares norteamericanos y enorme para los europeos; salvado por ocupar mi mente en los algoritmos genéticos del día anterior que probaron ser desastrosos en el I-PID del brazo robótico y que quizá encargue revisar a Carlos, el becario, asistente y doctorante a mi cargo; salvado porque ocupo mi tiempo en las diapositivas que exhibiré en el curso de Técnicas de Control Inteligente 14200 y no me detuve en Praga o en Guadalajara para rumiar cuán sinuoso fue el camino que me llevó de un lado a otro hasta llegar a este cubículo impecable en un país cada vez más receloso de los extranjeros.
No parece salvación, sin embargo, este ritmo de trabajo frenético con que silencio la conciencia día con día y que sirve además de escudo contra toda clase de intimidad con mis colegas y estudiantes. No pude ser un científico en forma, de esos que hacen escuela y a quienes es posible exigir resultados brillantes, de modo que hube de limitarme a la academia, al mundo teórico donde las responsabilidades son limitadas y el tiempo libre abundante; tiempo libre que me ha salvado –otra vez la dudosa palabra- de la enajenación técnica a la que he visto sacrificarse innumerables mentes brillantes que no precisan dedicar tanto tiempo a sus ideas para publicar un artículo o ser tomados en cuenta como yo, y me ha condenado –hay que repetirlo- a la especulación retrospectiva sólo con piedad llamada filosófica, a la inmersión impune dentro de la literatura y la historia, a la reflexión ociosa que, si vale la presunción, me ha permitido mantenerme en la ingenuidad de creer que puedo verlo casi todo desde mi atalaya intelectual y con base en esos juicios elevados, gobernar mi vida.
Pero el mundo no es perfecto. Y no ha faltado desgobierno en mi relación con él, habiendo vivido la mayor anarquía cuando más me empeñaba en hacer encajar mi hacer y mi decir, cuando apenas habían pasado unos meses de iniciada la segunda temporada del doctorado en Praga y ahondaba en la asimilación (¿superación?) del hecho de que Fernando y yo estaríamos separados por mucho tiempo, viéndonos cada cierto número de meses por pocas semanas mientras no terminara mi tesis doctoral ni consiguiera la publicación de resultados aceptables; cuando vivía en el departamento monocromático de Barrandov, viendo nevar a través de los enormes ventanales de aquel vecindario de grandes bloques grises, transitando el primer invierno nórdico de mi vida; cuando a la depresión solitaria sumé una variable vestida de remedio: Alí.
La primavera estaba cerca. Aquel día lunes había llegado tarde como de costumbre en esos días invernales, había saludado a Petr, Pavel y Branislav, con quienes compartía la enorme oficina del edificio dieciochesco en aquella esquina de la Plaza de Carlos, había vuelto a perder toda la mañana y parte de la tarde en escribir largos correos electrónicos: a Fernando, a mi madre y a mi hermana, a mi amigo Diego, a mi amiga Genoveva en España, a otro puñado de amigos que probaron ser prescindibles y cuyos nombres apenas recuerdo. Escribía a todas horas y fingía revisar el libro de desigualdades matriciales lineales cuando pasaba Petr junto a mi escritorio, ignorando aun que ese individuo apenas mayor que yo, tenía tan poco interés en lo que yo hacía como en el hecho de que yo fuera su único doctorante.
Ese día, encima, salí temprano, tal y como hacía al menos dos veces a la semana para entrevistarme en bares y cafés o paseando por las calles de Praga, con Jason. Pero esta vez no iba a conversar con el inglés, sino a visitar un parque que prometía encuentros sexuales casuales como aquellos a los que estaba acostumbrado fuera de mi relación con Fernando y a los que veía con una combinación imprecisa de condescendencia, culpa y morbo. Una combinación tramposa porque fingía contrición cuando se solazaba en la turbación hormonal y psicológica de dichos episodios. Una manía no muy anormal para los tiempos que corren, según me decía con frecuencia la propia Genoveva, que entonces seguía mis escaramuzas con asiduidad en largas conferencias telefónicas desde Madrid.
Atravesé todo el centro a pie para llegar al parque, en lugar de tomar tranvías o el metro que recién había sido rehabilitado tras meses de reparaciones con motivo de la gran inundación de 2002. Bajé por la calle Spalená –literalmente calle “Quemada”- y penetré en la ciudad vieja cuando todavía había sol para decir que era de día y el anochecer no había comenzado. No me percataba entonces, pero parece que mi cerebro registraba con fascinación los laberintos de calles y callejones de la Praga vieja para fabricar, años después, la escenografía de sueños más o menos recurrentes, siempre incapaces de alcanzar una plaza o cualquier claro entre la estrecha arquitectura de siglos.
Ya avanzo por el parque con parsimonia, tomando el camino a mi izquierda, cuidando de no pisar las pocas láminas de hielo que todavía se aferran al piso y advierten de la persistencia del invierno; sobre los jardines aun pueden verse restos de nieve. Desde esta colina se contempla buena parte de Praga y es así que comprendo finalmente de dónde han salido tantas fotografías y pinturas, dibujos y grabados de la que, según muchos coinciden, es la ciudad más hermosa de Europa, aunque nunca he estado en París para asegurarme de que los partidarios de la Ciudad Luz son unos exagerados. Desde este parque y a pesar de la luz escasa, la ciudad luce encantadora. Le hacen un buen favor los techos colorados de aquellas casas viejas, aunque los colores sean pálidos, sobre todo para mí, viniendo de un país meridiano y tan dado a los excesos cromáticos, aunque me cueste trabajo reconocer semejante influencia. 'No me quedaría a vivir aquí', pienso sin demasiado esfuerzo como la continuación de un soliloquio caótico del que de vez en cuando asoman frases o pensamientos rotundos.
Doy la vuelta y sigo caminando hacia el fondo del parque, donde se levanta el antiguo palacio Belvéder, al que reconozco inmediatamente por estar dibujado en un pequeño cuadro que cuelga en mi departamento de Barrandov. Entonces comprendo que aquel dibujo antiguo –siglo XVIII, me parece- se hizo más o menos desde este punto luego del cual se encuentra el jardín real de verano, que a esta hora ya está cerrado al público. 'Qué casualidad' –me digo con el pensamiento falsamente sorprendido- 'que en mi propio departamento haya tenido, sin saberlo, un dibujo del lugar que llevaba meses buscando'. Pero no por su arquitectura, desde luego: poco antes de esa entrada hay un grupo de hombres cuyos rostros no distingo aún –veo mal de lejos, una leve miopía que se agudiza en los minutos del ocaso- aunque intuyo que se trata de homosexuales, tal y como Miroslav me contó.
Paso a su costado y entonces estoy seguro de que no han venido de paseo ni a platicar. Están trabajando, se están prostituyendo sin mucho éxito, como deja ver el hecho de que media hora después sigan ahí, observándome con curiosidad morbosa y riendo con escándalo cada vez que vuelvo a pasar –llevo ya tres vueltas a paso lento, sin ver nada llamativo, salvo un hombre que se masturba detrás de unos matorrales sin que nadie quiera ayudarle- aunque ninguno de ellos se atreva a insinuarme nada; quizá lo consideren inútil al asumir que soy extranjero y difícilmente sabré una palabra de checo. Ya me lo había advertido Miroslav: muchos son prostitutos y no hablan inglés, de modo que no me sorprende, aunque ciertamente son de mucho mejor calidad que aquellos que pululan en la estación principal de tren con los dientes amarillos del tabaco, la ropa sucia y la mirada perdida por alguna droga. Aquí no he visto ni jeringas ni suciedad, por lo pronto. 'Pero es temprano para hacer cualquier juicio', me digo al tomar asiento en una banca.
No he venido a pagar un prostituto. Tengo veintisiete años, luego no ha llegado el momento de obtener carne joven sólo con dinero, nunca lo he hecho (no pueden contar como tales los pequeños préstamos que hice a algunos de mis fugaces amantes en apuros; eso es otra cosa) y esta vez no será la excepción. He venido porque Miroslav, el eslovaco que conocí ayer por accidente, tuvo a bien recomendarme la zona para intercourse, palabra que él pronunció en un inglés brutal, rocoso y germano. De modo que no son estos profesionales el objeto de mi visita, sino tipos como aquel que se masturba detrás de los matorrales, aunque los preferiría con menos prisa y descaro, con menos urgencia y, desde luego, más jóvenes.
La banca estaba helada, pero mi cansancio en aquel momento no consentía otra cosa y poco importaba que el frío empezara a acentuarse tras el ocaso. Un azul marino empezó a inundar el cielo y en él empezaron a tilitar algunas estrellas, si bien donde había una sola yo veía una luz difusa, imprecisa. 'Debí traer mis lentes' –murmuré, aunque no suelo hablar a solas, pero entonces debió ser la aburrición que empezaba a dominarme y a la que trató de atajar mi eterno soliloquio con esa frase rebelde que llegó hasta mi boca en lugar de quedarse en mi mente. Me puse de pie y eché a andar de nuevo hacia el grupo de prostitutos –un grupo de rubios en su mayoría, sin los afeminamientos tan comunes de las tierras tórridas, más bien conservadores en su forma de vestir; sería el frío- y no bien había dado un paso distinguí una silueta que se acercaba velozmente por una entrada al parque que me quedaba a sólo un costado.
Cruzó delante de mí y apenas pude distinguirlo, pero no me hizo variar el camino que ya llevaba trazado y seguí adelante. Pasé a un costado de los prostitutos –se produjo una pausa en su conversación mientras los rebasaba; alguien reprimió una risa- y luego seguí un camino paralelo al de aquel con quien me crucé, mismo que avanzaba rápida y torpemente, con una mochila echada a sus espaldas, me pareció. Nuestros caminos se encontrarían, pero tenía que apretar el paso. Lo hice y lo alcancé. Nos detuvimos.