viernes, diciembre 23, 2011

Días de guardar

Me subí el cuello de la chamarra al ponerme al volante, indiferente a la calefacción y dejando la ventanilla del copiloto entreabierta. La radio se encendió automáticamente dando un tono azulado al tablero y llenando de impertinentes voces de lenguaraz locutor toda la cabina. Aun me despedían efusivamente mis tías y alguno que otro primo recién casado, cuando la placidez del alcohol me superponía imágenes de otras navidades con las de ahora. O eran nocheviejas.
'Nadie se acostumbra nunca a ver su mundo de infancia desmembrado', pensé al bajar por entre un inestable mar de luces navideñas con la radio casi en silencio. Creía entrever en mis sueños la prueba de mi afirmación, toda vez que en ellos los muertos y los vivos, los parientes que veía de vez en cuando y aquellos con los que nunca coincidía, todos tenían la edad y apariencia que tuvieron en mi niñez, sin importar que se acumularan las evidencias en contra ni las fotografías del Facebook con sus esperpentos ni las noticias de nuevos seres que se incorporaban a la rueda del mundo salidos de las entrañas de aquellos que para nosotros fueron siempre solos y fin de parada, sin sucesores posibles ni fertilidad prevista ni pareja que no fueran sus hermanos o hermanas.
Por la carretera que conducía de nuevo a la ciudad, forzado por el frío a subir la ventanilla y por el silencio recién creado a escuchar un momentáneo zumbido, se me antojó que el verdadero motivo de mis escasos encuentros con el clan familiar no era la larga historia de agravios entre mi madre y ellos, sino mi propia necesidad de proteger un recuerdo sagrado, de salvarlos del paso del tiempo congelándolos en mi memoria. No quería saber que aquella prima recién nacida estaba ya en la universidad ni que el más osado ahora vendía droga; no me hacía falta actualizar el estado civil de soltero a casado, de casada a viuda, ni los últimos detalles de largos concubinatos o múltiples pensiones de tíos cada vez más barrigones y calvos; poco me podría interesar cuánto ganaban los que en mi memoria eran siempre los dependientes hijos de otros, menos saber a dónde habían ido a parar las pertenencias de mis abuelos. 'Quizá sólo deseo asomarme al espejo del pasado', creí citar -¿o traducir?- de algún libro. 'Y confirmar que aun se me devuelve la imagen guardada' -agregué.
Entraba ya por los anchos bulevares de Ciudad Natal, mareado por la cantidad de gente que aun se encontraba despierta conduciendo o reunida en torno a improvisadas fogatas, cuando una inquietud extraña se abrió paso en mi mente como sólo lo hacen las obsesiones acuciadas por el alcohol. '¿Acaso soy yo?', pensé casi pronunciando las palabras. 'Acaso mi empeño por detener el tiempo no se corresponde a la simple creencia de que el pasado fue mejor, sino a mi condición de presunto soltero, de joven irredento o adulto malogrado, una desviación manifiesta del plan original que desde luego no preveía que mi semilla terminara en contenedores plásticos o resbalando por infértiles traseros. El mundo primigenio es, por tanto, un lugar-espejismo donde este cuerpo decadente tiene aun la oportunidad de florecer.'
Pasé por el centro mirando los cuerpos en renta de aquella noche y los que, aun sin dinero, clamaban por su posesión y goce. 'Nunca descansan', pensé. Y me llevé el que consideré menos intoxicado con rumbo a un motel de luces violeta donde ya me saludaban con efusión la dueña y el vigilante, personajes diligentes todos que desde la noche de los tiempos saben que los días de guardar la gente sueña...