domingo, noviembre 26, 2017

La mujer de otro

Conforme pasan los días y a pesar de los escasos contactos, descubre a una mujer con la que no convivió y cuyas opiniones y actitudes le resultan decepcionantes. ¿Dónde estaba él todo este tiempo mientras ella deseaba un vehículo de lujo y un hombre musculoso a su lado? ¿Por qué no se dio cuenta de que los escatimados elogios que hacía a su escritura obedecían sólo a la convención según la cual una esposa debe apoyar al marido en todo momento? Al carácter incierto del terreno que ahora pisa (vivió con ella muchos años y ahora vive solo en un departamento con escasos muebles y en cuya ventana se posan cada mañana un par de inquietantes palomas) se suma la certeza de que cada frase por ella pronunciada en el sentido de que las cosas iban a estar bien era falsa y automática. Se aferraba a esos dichos como a un amuleto frente a una amenaza, ante un problema, montado en un avión y ahora de pronto descubría que no, que las cosas no estaban bien ni volverían a estarlo y que quien así lo aseguraba se le había apartado no sólo físicamente con todo y sus dos hijas, sino también en propósitos y concepción del mundo, en prioridades y sentido de la proporción. Él hubiese deseado que lo que le dijera para animarlo y hacerle ganar confianza en sí mismo, con vistas a un futuro mejor, tuviese algún apoyo en la realidad, y así lo creyó por mucho tiempo; pero luego primero a través de las violentas discusiones que precedieron a su separación, cargadas de insultos; después por medio del ostracismo al que lo condenó se vio obligado a comprender que le habían engañado o, todavía peor, que fue pueril de su parte dar por buenas aquellas frases encaminadas únicamente a hacerle menos indigesta la realidad: ella no admiraba su manera de escribir ni podía comprender su trabajo, no tenía interés ni manera de saber si era bueno o malo, jamás la había movido en lo más mínimo la literatura, menos aún que le leyera textos, su desempeño como profesor le era indiferente y sus largas cuitas sobre la historia de los países que visitaban sólo la aburría; ella hubiese aplaudido, en cambio (ahora lo ve claro), que él saliera todas las mañanas a correr para mantenerse en forma, que desayunara más frugalmente atendiendo a un mejor balance entre proteínas y carbohidratos, que hiciera progresos en el banco de pesas y se asomaran claramente sus bíceps por debajo de las camisas, que la llevara de compras a centros comerciales montada en un todoterreno.
Nunca fue más sincera piensa que en aquellos meses de histeria en los que lo echó de la casa, poco antes de que aparecieran el abogado y su hermano mayor; resultaba increíble la larga lista de agravios que ella le tenía guardada, nunca pensó que fuera así y ahora encontraba aquella violencia preferible al insultante desdén que le siguió y a la todavía más insoportable frivolidad con que ahora lo trata, nada que permita entreabrir las cortinas de su pensamiento ni de su vida (la de ella), apenas una serie de saludos intercambiados para asegurarse de que él siga donde lo dejó, sumido e inerme, sin levantar cabeza, como una prueba más de que sigue a su merced y no la ha superado a pesar de la separación. Ella se siente en libertad de preguntar cuantos detalles de su nueva vida le resulten necesarios, ya no para asegurarse de que esté bien, desde luego, cuanto para mantener el registro y control de lo que sucede: sobre las características de la habitación que ocupó en casa de su colega y amigo, sobre la manera en la que tiene acomodada la ropa o lo que prepara de comer ('Siempre cuelgas mal los pantalones en el perchero'; y 'Eso está lleno de grasas saturadas, pero así te gusta, supongo', ahora envenenadas las frases que en otro tiempo pensó eran formas cariñosas de reprenderle, una especie de juego), sobre a dónde iría ahora que su colega y amigo se había marchado a Escandinavia, sobre lo sucio que es el edificio a donde se ha mudado merced a las palomas que lo invaden desde la plaza. Él, en cambio, es despachado con firmeza ante cualquier intento de saber algo sobre ella, primero con una andanada de indignación ('Lo que yo haga de ahora en adelante...', ya se sabe), más tarde con suficiencia ('No te conviene saberlo, no lo entenderías'), de modo que ha dependido exclusivamente de lo que otros le han dicho y de su obsesión de espiarla apenas se hubo mudado a casa de su colega y amigo, para estar al tanto de ella, más bien poco en su opinión, un hábito que sólo con el tiempo ha empezado a ceder, ya no se sabe si porque la información reunida es suficiente y empieza a ser invariable, si porque se pierde el interés y deja de ser acuciante lo que hasta ayer lo mantenía en vilo, o si porque el tema no está superado y asistir a los pormenores resulta demasiado doloroso como para justificar la curiosidad y aún la preocupación de que ella se esté metiendo en problemas.
Quizá la mujer que empezó a salir con asiduidad todas las noches apenas haber salido él de la casa, que se hacía fotografiar en el cine y en restaurantes, en bares y eventos deportivos, que se hacía acompañar de un hombre fornido y joven que conducía una camioneta de modelo reciente, a la que felicitaban todos sus compañeros de trabajo el día de su cumpleaños, conocida por su buen carácter y serenidad, por sus buenos consejos y sentido práctico, por la manera encantadora en que vestía a sus dos hijas y los buenos colegios a los que las llevaba (pagados por él), quizá esa era la verdadera mujer con la que había vivido por tantos años y a la que no había sabido apreciar; ahora la conocerían otros a los que seguramente les estaban vedados los salvajes griteríos y los vidrios rotos, qué suerte la de ellos, también la de ella que ha podido reanudar su vida limpia de mala conciencia luego de las tensas reuniones con los abogados, sólo ellos han sido testigos de este aspecto poco presentable de su vida y están ceñidos por el secreto profesional, así que está a salvo. Sus hijas como sus amigos estarán tarde o temprano al tanto de una explicación sencilla y más o menos cómoda sobre lo ocurrido ('Él era infiel', que sería un expediente rápido y comprensible, o bien 'tenía un pésimo carácter', siempre verdadero, o el más moderado 'no nos entendíamos'), con el tiempo bromearían unos y otros sobre el asunto y luego quedaría definitivamente enterrado por paletadas y paletadas de tiempo; el hombre fornido y joven acompañará a sus hijas al colegio y terminará abrazándolas cuando recojan el diploma de la universidad, nunca tendrá ella que reflexionar el por qué ocurrió lo que ocurrió ni experimentará la menor duda sobre sus propios actos o palabras, una mujer así está siempre a buen resguardo de la contradicción, no la conoce, no se tortura como lo hace él rebuscando una y otra vez en la memoria y las palabras, a veces en mitad del día y otras en mitad de la noche, en un lecho solitario o momentáneamente ocupado a su izquierda por un cuerpo tibio en el que se experimentó momentáneo alivio y solaz, 'qué suerte ser como ella', piensa con una sonrisa suave cuando el insomnio lo ha extenuado hasta el amanecer las palomas ya gorjeando en la ventana, el teléfono con un mensaje no leído aún de su colega y amigo desde Escandinavia 'qué suerte vivir otra vida, estar en otro lugar, haberse vuelto otra persona, qué suerte ser la mujer de otro...'
Y con ese pensamiento se queda dormido.

domingo, noviembre 19, 2017

Semblanza del megalómano que encuentra su vocación

Nos habíamos conocido ya antes, brevemente, cuando nos dio algunas de las clases que el Dottore de la Sapienza se negaba a impartir en el entonces nuevo centro de investigación al que llegué por recomendación del Ingeniero Haro. Lo recordaba cuidadosamente vestido con pantalones lisos de gabardina azul o café, el cuello de camisas de colores suaves sobresaliendo por encima de jerseys de color uniforme, gafas de armazón profesional y un cabello ligeramente rizado con inicios de calvicie, pausado y meticuloso en la exposición de sus clases a las que llevaba filminas por él minuciosamente elaboradas, una voz de variaciones teatrales que entonces no dudé en calificar de afeminada y que no era en absoluto inadecuada para mantener la atención en temas áridos. Yo era entonces soberbio e ignorante, como correspondía a mi edad, y aplaudí en mi fuero interno el concienzudo despliegue didáctico del joven profesor auxiliar todavía sin doctorado sin sospechar siquiera que semejante celo pedagógico era signo inequívoco de incompetencia entre científicos, que no era lo mismo entenderle a él con sus sencillos ejemplos mil veces repasados que entender la materia, que éramos un par de alienados autocomplacientes y reiterativos que deseaban a toda costa pasar por brillantes y que se creían destinados a grandes cosas. No me bastaron su dicción y postura, sus gestos o comentarios, su conducta fuera de clase ni su relación con el colegio de profesores, para advertir que detrás de sus afeites había un esfuerzo dirigido a ocultar un origen humilde que le avergonzaba, un complejo de inferioridad preparado para saltar en el momento en que se lo tocaran. ¿Cómo hubiera podido yo saberlo si apenas había convivido con él y no era capaz de interesarme por nada que no fuera yo mismo, aquellas clases alimentando la desorientada convicción de que él era hábil en aquello en que yo deseaba serlo también y que eso era todo lo que importaba? 
Nos comunicamos por e-mail antes de hallarnos de nuevo en el extranjero, en Praga, donde él terminaba su doctorado y yo iniciaba el mío. En sus comunicaciones trataba de disuadirme sugiriendo que fuera a estudiar a un mejor sitio, que aquel no era bueno ni en recursos ni en técnica, ni siquiera como sitio para vivir. Escribía acuciado por un acceso de conciencia que le compelía a prevenirme sin por ello insinuar en forma alguna que se había equivocado, único punto de partida que habría podido ganar mi atención y, quizá, convencerme. En los cuatro años transcurridos desde que nos dio clases en el centro de investigación (que por entonces ya había iniciado la exitosa ruta que lo convertiría en un centro comercial y recreativo) no había yo perdido una pizca de arrogancia ni había contrastado mis convicciones con la realidad, de modo que rebatí sus puntos con una prosa florida y elíptica, ayuna de datos, convencido de que al hombre sólo lo movían los celos de que yo alcanzara el éxito. Ya me había comprado una guía turística de la ciudad y me veía paseando con un grueso abrigo por las orillas del Vltava, escribiendo poesía en el puente de Carlos, escuchando conciertos en el Rudolfinum o el Teatro Nacional, haciendo largas caminatas por la colina del castillo. ¿Qué podía tener que ver todo aquello con la realización de un doctorado en ingeniería? Yo no contestaba esa pregunta, desde luego, no sólo porque haberlo hecho aún mínimamente le habría dado la razón a él, sino porque inquirir un poco más sobre el asunto habría revelado a las claras que yo no estaba interesado en la geometría diferencial ni en la robótica más que como medios para colgarme títulos y someter voluntades.
Y así llegué a su departamento en Barrandov, una tibia noche de agosto, donde me recibió de nuevo impecablemente vestido con un pantalón de gabardina caqui y unos zapatos que hacían juego con el cinturón, ambos de piel, el suéter color cereza por cuyo cuello sobresalían los picos de una camisa de tonos pastel, ya no recuerdo bien cuáles exactamente, un fino reloj brillante en su muñeca izquierda y una calva ya decididamente monacal rematando su cabeza, el bigote bien recortado y los belfos suaves, menos moreno el rostro que en nuestro mutuo país natal meridional, quizá por los años transcurridos en Europa, quién sabe. Yo traía una maleta enorme que había sacado del armario de mi madre, la indumentaria incongruente, el orgullo un tanto machacado por horas y horas de vuelo en donde no asomaba ninguno de los placeres que había imaginado. Viviría ahí para luego quedarme con el departamento una vez que él concluyera el doctorado, dos meses como mucho, la fecha de la lectura de tesis ya establecida para inicios de octubre. El departamento parecía no haberse puesto al día desde la época comunista, salvo por una fotografía de Václav Havel: los muebles de tela ajada, la madera manchada y sin lustre, las paredes forradas con papel basto, incluso un televisor a blanco y negro. Me senté sobre un sillón de dos plazas, todavía tímido o agotado, haciéndome lentamente cargo de la situación. Él intentó parecer natural al reírse de que yo me hallara ahí luego de desoír todo y cuanto me había advertido, pero no parecía conseguirlo, como si todo resultara demasiado ensayado o hubiera descubierto apenas llegar yo que había cuestiones con las que no había contado y que ahora se veía obligado a procesar mentalmente conmigo ahí delante. Trató de parecer relajado al tiempo en que me daba indicaciones: yo dormiría en la sala mientras los dos viviéramos ahí, él en la habitación, el balcón no podía quedarse abierto nunca, las persianas tampoco si se salía del departamento, no habría más que una llave y la tendría él, entre semana había que salir a las ocho en punto porque su oficina quedaba muy lejos, en la Academia de Ciencias, al otro lado de la ciudad.
Cuando se metió a su habitación para dormir tendí sobre la alfombra las cobijas que me había prestado y traté de leer sin mucho éxito (llevaba un libro sobre filosofía de la ciencia titulado '¿Tenían ombligo Adán y Eva?': entonces todavía era capaz de tomar en serio la literatura infantil). Examiné los títulos de algunos discos y cintas que había al lado de un tocadiscos en el que no había reparado cuando llegué: Silvio y Milanés, Guadalupe Pineda y Tania Libertad, un disco de rancheras no sé bien si de Javier Solís o José Alfredo Jiménez. Un cuaderno estaba a medio abrir y en él parecía haber intentado escribir un poema. Éste empezaba cerca de la mitad de la página en medio de tachones y correcciones; en la parte de arriba se indicaba inverosímilmente "Idea 1: hablar del amor eterno y sus amenazas, como la libertad cubana", "Idea 2: hablar de la felicidad que nos espera que se parece a la embriaguez, pero sin cruda. El hombre nuevo". Sentí que me subían los colores al rostro y dominé rápidamente la tentación de reírme sustituyéndola por una especie de cansada decepción. 'Vaya', me dije, 'estamos otra vez ante el típico latinoamericano con su maniquea división del mundo entre buenos y malos, los gringos acá y los cubanos allá, la geopolítica hecha reflejo de sus frustraciones personales y sus desplantes machistas, inmune a contradicciones; qué desastre, no es de extrañar que nadie nos tome en cuenta'. Me levanté de mi improvisado lecho y me dirigí al balcón dejando sólo luces apagadas detrás. Encendí un cigarrillo y miré allá abajo el corredor que separaba nuestro edificio del de enfrente, el final del mismo rematado por una cabina telefónica iluminada. 'Dos meses', murmuré luego de exhalar el humo de la primera calada. 'Dos meses', repetí.
En esas semanas hubo tiempo para confirmar todo lo que había pensado sobre mi anfitrión y aún experimentar el placer de restregárselo con esa falta de piedad que caracteriza a la juventud soberbia. Bien es verdad que yo hacía lo posible por alejarme de mi aspecto bisoño, pero eso no puede conseguirse sin un mínimo de descalabros y yo apenas empezaba a tenerlos; aún creía que las cosas que me habían pasado no estropeaban en modo alguno el brillante futuro que me esperaba, mientras que mi anfitrión estaba precisamente de vuelta de su primer gran fracaso, el mismo que había tratado de ahorrarme con eufemismos e indirectas para que se notara un poco menos su propio error. Pero dos meses es demasiado tiempo para sostener las precauciones puestas en los correos y él empezó a hacer agua por los cuatro costados mostrándome su verdadero rostro: un individuo inseguro, hijo de un padre alcohólico y abusivo, que emigra del campo a un barrio marginal de la ciudad para estudiar una carrera; que vive con unos tíos que le escatiman todos los apoyos; que se ve obligado a viajar en un transporte público miserable y a recorrer calles inseguras llenas de basura todos los días; que es entrenado por otros individuos semejantes en el mito de que ha de vengar todas las afrentas del destino por medio de un título universitario; que abjura de los ricos mientras hace todo lo que está en su mano para parecérseles, primero en la indumentaria, luego en su coche, finalmente en su casa. 'Estás enfermo, cabrón', termino gritándole un día luego de una fuerte discusión. Y agrego: 'Tu mujer va a dejarte apenas vuelvas. Es natural que todo les parezca bien ahora porque no han vivido juntos en realidad. Es un compromiso vacío. Ya lo verás'. No advertía, desde luego, que sólo somos capaces de ver con nitidez aquello que llevamos dentro.
Pasaron quince años antes de volverlo a ver por casualidad en una universidad de provincias. No había conseguido plaza en el centro de investigación, descuidaba sus clases, llevaba un pantalón desgastado de mezclilla y una camiseta sucia, estaba gordo y calvo. Me saludó con aire de complicidad al reconocer en mi rostro un aprendizaje no menos amargo que el que él había conseguido con los años. 'No me creías, ¿verdad? Pues ya ves que tenía razón, cabrón, no debiste haber ido a Praga. Pero ya lo hiciste, ya estás como yo dizque haciendo investigación. Ya eres doctor. Miembro del sistema. Muy bien, muy bien. Te tengo malas noticias de cualquier modo, fíjate. No has terminado de caer, ¿sabes? Es larga la trayectoria, pero yo voy adelantado y te puedo decir que aún te falta lo peor. Ya sé que tú crees haber tenido razón en relación a mí, que no llegué tan lejos como tú en resultados. De acuerdo, no te lo niego. Pero eso vale madre y no cuenta porque son astucias de niñato listo, sin apoyo vital, sin sustancia. Lo mío es hueso. Ya lo verás'. Percibí en su aliento un olor a alcohol y cebolla, pero no tuve empacho en despedirme de él con un abrazo.
Me ha dicho un colega suyo que esta mañana se ha pegado un tiro en su casa. Tenía deudas. Lo habían expulsado de la universidad hará un año bajo acusaciones de malversación, abandono de trabajo y acoso sexual. Mientras se acumulan e-mails en la pantalla de mi computadora, me he quedado pensando en dos escenas: en una estoy con él en un restaurante checo, comiendo gulaš por primera vez acompañado de una enorme cerveza rubia mientras me explica que hay países muy serios como Holanda, de donde acaba de regresar, y donde vio 'canales suspendidos en el aire conteniendo barcos, imagínate'; en la otra estamos a la mesa de un restaurante chino delicioso que me fue imposible volver a localizar una vez que él se fue de la ciudad, un restaurante al que se llegaba tras muchas estaciones de tranvía: I.P. Pavlova, Kubanské Naměstí, ¿cuál sería? Me está anotando con su estilográfica algunas ecuaciones sobre el problema de regulación al tiempo en que se queja de lo poco que saben los checos sobre el tema, lo mal que huelen sus sobacos, lo poco que entienden el inglés. Qué esfuerzos los suyos por hacerse el hombre de mundo que no podía ser. Qué éxito tuvo su megalomanía en la hora última, por fin un acto a la altura de sus pretensiones.
Pongo mis barbas a remojar. Ya estoy, como él, divorciado. No pasará mucho tiempo antes de que renuncie.

domingo, noviembre 12, 2017

Contemplación de las personas amadas que no van a más

Una noche de fin de semana, antes de cenar, recogidos sobre la cama con un libro entre las manos que nos ha puesto el espíritu elevado, levanta uno la mirada y la posa sobre quien nos acompaña y no nos ha notado por hallarse en medio de sus propios afanes, el ser amado en medio de la indefensión que le confiere la confianza en todo lo que le rodea, su halo de distraída belleza, su reposo, y abandona lentamente de la mano de esa imagen lo que acaba de leer para instalarse, no sin resistencias, en la realidad que exige menos ensoñación y más pragmatismo, de momento y por toda transición enfrentado a la pregunta de si ha de compartir algo de lo que acaba de leer y aún le bulle en la cabeza pidiendo ser comunicado, o bien ha de callarse hasta dejar que se enfríe la urgencia, ayudada quizá por una palabra suya o del otro que rompa el silencio y dé por finalizado el camino de vuelta al mundo: una observación inocua, el recordatorio de un asunto pendiente, la sola mirada que hasta hace un momento no nos veía y que accidentalmente, al levantar la cabeza o buscar algo en la mesita de noche, nos reconoce y se hace al instante consciente de ser observado y nos sonríe lo mismo que nos interroga, aún si no se atreve a decir nada (pero entonces podemos volver a las nubes y creemos haber sido comprendidos en silencio y evitamos que se diga nada más dando un abrazo o un beso o volviendo lentamente la mirada de nuevo hacia las páginas con otra sonrisa cómplice como contestación: no descendemos). 
Otras veces contemplamos con impunidad por varios segundos y, repentinamente conscientes nosotros mismos de que podemos ser notados, volvemos la cabeza hacia las páginas e intentamos no contestar ni en un sentido ni en otro a la posibilidad de compartir lo que acabamos de leer, e intentamos reanudar la lectura para volver a los cielos de los que hemos descendido, sólo para comprobar que éstos se han esfumado, porque aunque los ojos siguen los caracteres impresos justo después de la línea en donde nos quedamos antes de la interrupción, no podemos dejar de pensar en quien nos acompaña y en cuán poco pide del mundo y cuán escasas son las preguntas que le atormentan, cuán artificial el paraíso en que momentáneamente lo hemos encontrado, ay, tan desprotegido, qué pocas dudas exhibe y qué fácil y despreocupadamente transita de un día al otro; ya podemos estar seguros de que no hará nada sobresaliente que pueda consignarse en la memoria de la humanidad ni resolverá problemas que nadie le ha planteado, sólo nosotros seremos testigos de su carácter dulce y su extraordinaria quietud que, aún rindiéndonos un servicio sobresaliente, no podrán sin embargo ser presentadas como obras ante ningún tribunal y habremos de atribuírlos más a la genética que a la filosofía; querremos convencernos de la virtud encerrada en su sencillez y escasa vanidad, rellenar la vacuidad aparente con nuestros análisis y disposiciones y teoremas, azuzados pese a todo por la incomodidad de analogías dolorosas que los asimilan al perro que dócilmente se echa a nuestros pies, fiel y silencioso, mientras intentamos coger de nuevo el hilo de nuestra lectura sin sufrir por lo que entendemos que no va a más y que, con mil argucias retóricas, justificamos detrás de grandilocuencias, ya por encima citando al amor y otras virtudes morales, ya por debajo a través de tranquilizadoras argumentaciones igualitarias.
Y si acaso hemos cedido a compartir nuestros pensamientos, ya sea porque nos hallamos inflamados por un entusiasmo desmedido que irreflexivamente nos ha empujado a ello, ya porque aún conscientes de que todo puede acabar en un impasse nos aventuramos a hacerlo en la esperanza de avistar algunas luces en las réplicas y contrarréplicas de quienes amamos, tanteamos las aguas intentando no naufragar, luchando con nuestra impaciencia al tiempo en que discutimos lo que deseamos someter a discusión, predispuestos a abandonar la empresa apenas nos encontremos cualquier detalle que nos recuerde otros fracasos similares, curiosamente picados si la interlocución intenta contradecirnos o acotar lo que hemos afirmado temerariamente, pues si bien deseamos en el ser amado las prendas de la inteligencia y la iniciativa, la independencia de criterio y la autonomía, no ha de ser esto sin que nosotros llevemos siempre la razón y prestos estamos a conseguirla aún a costa de retorcer o falsear, escamotear o distraer, ultimadamente levantar la voz o dar un golpe en la mesa con la firmeza de la autoridad ultrajada. 
Satisfechos con nosotros mismos volvemos al libro y nos olvidamos del asunto. El ser amado nos contempla sin que nos percatemos. Sonríe: no vamos a más.