domingo, noviembre 19, 2017

Semblanza del megalómano que encuentra su vocación

Nos habíamos conocido ya antes, brevemente, cuando nos dio algunas de las clases que el Dottore de la Sapienza se negaba a impartir en el entonces nuevo centro de investigación al que llegué por recomendación del Ingeniero Haro. Lo recordaba cuidadosamente vestido con pantalones lisos de gabardina azul o café, el cuello de camisas de colores suaves sobresaliendo por encima de jerseys de color uniforme, gafas de armazón profesional y un cabello ligeramente rizado con inicios de calvicie, pausado y meticuloso en la exposición de sus clases a las que llevaba filminas por él minuciosamente elaboradas, una voz de variaciones teatrales que entonces no dudé en calificar de afeminada y que no era en absoluto inadecuada para mantener la atención en temas áridos. Yo era entonces soberbio e ignorante, como correspondía a mi edad, y aplaudí en mi fuero interno el concienzudo despliegue didáctico del joven profesor auxiliar todavía sin doctorado sin sospechar siquiera que semejante celo pedagógico era signo inequívoco de incompetencia entre científicos, que no era lo mismo entenderle a él con sus sencillos ejemplos mil veces repasados que entender la materia, que éramos un par de alienados autocomplacientes y reiterativos que deseaban a toda costa pasar por brillantes y que se creían destinados a grandes cosas. No me bastaron su dicción y postura, sus gestos o comentarios, su conducta fuera de clase ni su relación con el colegio de profesores, para advertir que detrás de sus afeites había un esfuerzo dirigido a ocultar un origen humilde que le avergonzaba, un complejo de inferioridad preparado para saltar en el momento en que se lo tocaran. ¿Cómo hubiera podido yo saberlo si apenas había convivido con él y no era capaz de interesarme por nada que no fuera yo mismo, aquellas clases alimentando la desorientada convicción de que él era hábil en aquello en que yo deseaba serlo también y que eso era todo lo que importaba? 
Nos comunicamos por e-mail antes de hallarnos de nuevo en el extranjero, en Praga, donde él terminaba su doctorado y yo iniciaba el mío. En sus comunicaciones trataba de disuadirme sugiriendo que fuera a estudiar a un mejor sitio, que aquel no era bueno ni en recursos ni en técnica, ni siquiera como sitio para vivir. Escribía acuciado por un acceso de conciencia que le compelía a prevenirme sin por ello insinuar en forma alguna que se había equivocado, único punto de partida que habría podido ganar mi atención y, quizá, convencerme. En los cuatro años transcurridos desde que nos dio clases en el centro de investigación (que por entonces ya había iniciado la exitosa ruta que lo convertiría en un centro comercial y recreativo) no había yo perdido una pizca de arrogancia ni había contrastado mis convicciones con la realidad, de modo que rebatí sus puntos con una prosa florida y elíptica, ayuna de datos, convencido de que al hombre sólo lo movían los celos de que yo alcanzara el éxito. Ya me había comprado una guía turística de la ciudad y me veía paseando con un grueso abrigo por las orillas del Vltava, escribiendo poesía en el puente de Carlos, escuchando conciertos en el Rudolfinum o el Teatro Nacional, haciendo largas caminatas por la colina del castillo. ¿Qué podía tener que ver todo aquello con la realización de un doctorado en ingeniería? Yo no contestaba esa pregunta, desde luego, no sólo porque haberlo hecho aún mínimamente le habría dado la razón a él, sino porque inquirir un poco más sobre el asunto habría revelado a las claras que yo no estaba interesado en la geometría diferencial ni en la robótica más que como medios para colgarme títulos y someter voluntades.
Y así llegué a su departamento en Barrandov, una tibia noche de agosto, donde me recibió de nuevo impecablemente vestido con un pantalón de gabardina caqui y unos zapatos que hacían juego con el cinturón, ambos de piel, el suéter color cereza por cuyo cuello sobresalían los picos de una camisa de tonos pastel, ya no recuerdo bien cuáles exactamente, un fino reloj brillante en su muñeca izquierda y una calva ya decididamente monacal rematando su cabeza, el bigote bien recortado y los belfos suaves, menos moreno el rostro que en nuestro mutuo país natal meridional, quizá por los años transcurridos en Europa, quién sabe. Yo traía una maleta enorme que había sacado del armario de mi madre, la indumentaria incongruente, el orgullo un tanto machacado por horas y horas de vuelo en donde no asomaba ninguno de los placeres que había imaginado. Viviría ahí para luego quedarme con el departamento una vez que él concluyera el doctorado, dos meses como mucho, la fecha de la lectura de tesis ya establecida para inicios de octubre. El departamento parecía no haberse puesto al día desde la época comunista, salvo por una fotografía de Václav Havel: los muebles de tela ajada, la madera manchada y sin lustre, las paredes forradas con papel basto, incluso un televisor a blanco y negro. Me senté sobre un sillón de dos plazas, todavía tímido o agotado, haciéndome lentamente cargo de la situación. Él intentó parecer natural al reírse de que yo me hallara ahí luego de desoír todo y cuanto me había advertido, pero no parecía conseguirlo, como si todo resultara demasiado ensayado o hubiera descubierto apenas llegar yo que había cuestiones con las que no había contado y que ahora se veía obligado a procesar mentalmente conmigo ahí delante. Trató de parecer relajado al tiempo en que me daba indicaciones: yo dormiría en la sala mientras los dos viviéramos ahí, él en la habitación, el balcón no podía quedarse abierto nunca, las persianas tampoco si se salía del departamento, no habría más que una llave y la tendría él, entre semana había que salir a las ocho en punto porque su oficina quedaba muy lejos, en la Academia de Ciencias, al otro lado de la ciudad.
Cuando se metió a su habitación para dormir tendí sobre la alfombra las cobijas que me había prestado y traté de leer sin mucho éxito (llevaba un libro sobre filosofía de la ciencia titulado '¿Tenían ombligo Adán y Eva?': entonces todavía era capaz de tomar en serio la literatura infantil). Examiné los títulos de algunos discos y cintas que había al lado de un tocadiscos en el que no había reparado cuando llegué: Silvio y Milanés, Guadalupe Pineda y Tania Libertad, un disco de rancheras no sé bien si de Javier Solís o José Alfredo Jiménez. Un cuaderno estaba a medio abrir y en él parecía haber intentado escribir un poema. Éste empezaba cerca de la mitad de la página en medio de tachones y correcciones; en la parte de arriba se indicaba inverosímilmente "Idea 1: hablar del amor eterno y sus amenazas, como la libertad cubana", "Idea 2: hablar de la felicidad que nos espera que se parece a la embriaguez, pero sin cruda. El hombre nuevo". Sentí que me subían los colores al rostro y dominé rápidamente la tentación de reírme sustituyéndola por una especie de cansada decepción. 'Vaya', me dije, 'estamos otra vez ante el típico latinoamericano con su maniquea división del mundo entre buenos y malos, los gringos acá y los cubanos allá, la geopolítica hecha reflejo de sus frustraciones personales y sus desplantes machistas, inmune a contradicciones; qué desastre, no es de extrañar que nadie nos tome en cuenta'. Me levanté de mi improvisado lecho y me dirigí al balcón dejando sólo luces apagadas detrás. Encendí un cigarrillo y miré allá abajo el corredor que separaba nuestro edificio del de enfrente, el final del mismo rematado por una cabina telefónica iluminada. 'Dos meses', murmuré luego de exhalar el humo de la primera calada. 'Dos meses', repetí.
En esas semanas hubo tiempo para confirmar todo lo que había pensado sobre mi anfitrión y aún experimentar el placer de restregárselo con esa falta de piedad que caracteriza a la juventud soberbia. Bien es verdad que yo hacía lo posible por alejarme de mi aspecto bisoño, pero eso no puede conseguirse sin un mínimo de descalabros y yo apenas empezaba a tenerlos; aún creía que las cosas que me habían pasado no estropeaban en modo alguno el brillante futuro que me esperaba, mientras que mi anfitrión estaba precisamente de vuelta de su primer gran fracaso, el mismo que había tratado de ahorrarme con eufemismos e indirectas para que se notara un poco menos su propio error. Pero dos meses es demasiado tiempo para sostener las precauciones puestas en los correos y él empezó a hacer agua por los cuatro costados mostrándome su verdadero rostro: un individuo inseguro, hijo de un padre alcohólico y abusivo, que emigra del campo a un barrio marginal de la ciudad para estudiar una carrera; que vive con unos tíos que le escatiman todos los apoyos; que se ve obligado a viajar en un transporte público miserable y a recorrer calles inseguras llenas de basura todos los días; que es entrenado por otros individuos semejantes en el mito de que ha de vengar todas las afrentas del destino por medio de un título universitario; que abjura de los ricos mientras hace todo lo que está en su mano para parecérseles, primero en la indumentaria, luego en su coche, finalmente en su casa. 'Estás enfermo, cabrón', termino gritándole un día luego de una fuerte discusión. Y agrego: 'Tu mujer va a dejarte apenas vuelvas. Es natural que todo les parezca bien ahora porque no han vivido juntos en realidad. Es un compromiso vacío. Ya lo verás'. No advertía, desde luego, que sólo somos capaces de ver con nitidez aquello que llevamos dentro.
Pasaron quince años antes de volverlo a ver por casualidad en una universidad de provincias. No había conseguido plaza en el centro de investigación, descuidaba sus clases, llevaba un pantalón desgastado de mezclilla y una camiseta sucia, estaba gordo y calvo. Me saludó con aire de complicidad al reconocer en mi rostro un aprendizaje no menos amargo que el que él había conseguido con los años. 'No me creías, ¿verdad? Pues ya ves que tenía razón, cabrón, no debiste haber ido a Praga. Pero ya lo hiciste, ya estás como yo dizque haciendo investigación. Ya eres doctor. Miembro del sistema. Muy bien, muy bien. Te tengo malas noticias de cualquier modo, fíjate. No has terminado de caer, ¿sabes? Es larga la trayectoria, pero yo voy adelantado y te puedo decir que aún te falta lo peor. Ya sé que tú crees haber tenido razón en relación a mí, que no llegué tan lejos como tú en resultados. De acuerdo, no te lo niego. Pero eso vale madre y no cuenta porque son astucias de niñato listo, sin apoyo vital, sin sustancia. Lo mío es hueso. Ya lo verás'. Percibí en su aliento un olor a alcohol y cebolla, pero no tuve empacho en despedirme de él con un abrazo.
Me ha dicho un colega suyo que esta mañana se ha pegado un tiro en su casa. Tenía deudas. Lo habían expulsado de la universidad hará un año bajo acusaciones de malversación, abandono de trabajo y acoso sexual. Mientras se acumulan e-mails en la pantalla de mi computadora, me he quedado pensando en dos escenas: en una estoy con él en un restaurante checo, comiendo gulaš por primera vez acompañado de una enorme cerveza rubia mientras me explica que hay países muy serios como Holanda, de donde acaba de regresar, y donde vio 'canales suspendidos en el aire conteniendo barcos, imagínate'; en la otra estamos a la mesa de un restaurante chino delicioso que me fue imposible volver a localizar una vez que él se fue de la ciudad, un restaurante al que se llegaba tras muchas estaciones de tranvía: I.P. Pavlova, Kubanské Naměstí, ¿cuál sería? Me está anotando con su estilográfica algunas ecuaciones sobre el problema de regulación al tiempo en que se queja de lo poco que saben los checos sobre el tema, lo mal que huelen sus sobacos, lo poco que entienden el inglés. Qué esfuerzos los suyos por hacerse el hombre de mundo que no podía ser. Qué éxito tuvo su megalomanía en la hora última, por fin un acto a la altura de sus pretensiones.
Pongo mis barbas a remojar. Ya estoy, como él, divorciado. No pasará mucho tiempo antes de que renuncie.

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