jueves, marzo 16, 2017

Papilla para bebés

Solía la gente adulta de otros tiempos comprender que la capacidad para escandalizarse era propia de los muy jóvenes o muy ñoños; que la gente peor educada era justamente la más supersticiosa, la más cargada de prejuicios, la más visceral; que a esa gente burra no le asistían las luces necesarias para distinguir una vulgaridad llana de un comentario sesudo, por lo que serían capaces de volver a poner en el estante al Quijote mismo si descubren que Cervantes utiliza la palabra puta o sacar el DVD del reproductor porque esté teniendo lugar un incesto de ficción. Hoy no es así. La corrección política ha convertido al lenguaje en papilla y al mundo en un sitio poblado sólo por bebés de piel muy delicada, niños a los que hay que cuidar eternamente para que la adultez nunca llegue a ellos por ningún medio. Las personas educadas ya no proceden sólo a ignorar juiciosamente la ñoñería circundante, sino que le prestan oídos y, todavía más, le proporcionan altavoces para que su griterío llegue más lejos. Las redes sociales encabezan la lista de medios capaces de multiplicar la imbecilidad.
Dejemos aparte las teocracias islámicas en donde mantener el carácter primitivo de las opiniones públicas es cuestión de vida o muerte; dejemos asimismo de lado las dictaduras de distinto cuño cuya capacidad para tolerar opiniones divergentes siempre fue baja; ¿por qué la secularización de occidente se ha detenido ya no frente a la religión —ya sólo nominal, ya sólo indicativa— sino frente a la inmensa capacidad humana para la hipocresía y el autoengaño? ¿de qué sirve dejar de ser católico si se opina lo mismo que cualquier cristiano en materia de moral y buenas costumbres? ¿no es precisamente la praxis moral el reflejo de una mentalidad que la eliminación de las formas más externas del culto dejan intacta? ¿no es la corrección política la misma beata medicina con un sabor diferente, un sabor a modernidad impostada, a vanguardia retrógrada? Si el que se dice ateo y el que se dice creyente tienen el mismo comportamiento frente a la homosexualidad, el aborto o la literatura, ¿qué relevancia puede tener la etiqueta?
Los novelistas franceses del diecinueve solían armar historias complejas de las que salía uno convencido de que las cosas casi nunca son lo que parecen. Sus personajes más ingenuos dan por inmutable lo escurridizo y pagan con desengaños su candidez; los más astutos, en cambio, no dudan en tergiversar una y otra vez sus definiciones según convenga a sus intereses, siempre con una carta bajo la manga para escapar, así sea por los pelos, de la rendición de cuentas. El ascenso del capitalismo y la hegemonía estadounidense echaron mano de la sagacidad inescrupulosa de aquellos personajes novelescos para convertir las áreas más distantes de la actividad humana en terreno fértil para los negocios: ya no sólo empresas o fábricas, sino también escuelas y hospitales, academias y beneficencias, sucumbieron al predominio de gerentes que, coludidos con autoridades, proponían certificaciones sin cuento por las que cobraban jugosas comisiones. Son ellos los principales beneficiarios de que cada vez más gente, principalmente los jóvenes, cultiven la habilidad de esconderse en argumentos falaces y contradicciones abiertas; son los hombres de negocios los que están cobrando día con día porque más y más personas deseen permanecer en la infancia y se les proteja de responsabilidades y asperezas. No les importa cargarse al planeta entero con tal de mantener un consumidor solitario, inseguro, de categorías movedizas, al que se le puede vender lo mismo condones que vírgenes de plástico, al que se le ha de mantener hipócrita sin que sienta el menor asomo de culpa o asco.
Los gerentes o sus adalides promoverán el galimatías de los valores, esa forma difícilmente laica de lo que antes promovía la religión. Lo promoverán sin ninguna convicción con tal de seguir cobrando a un público adocenado y cada vez más ignorante, incapaz de distinguir cuando le están administrando una pastilla de mojigatería o un bocado de verdad, un público consumidor al que se mantiene despreocupado de sus contradicciones, aliviado de la tarea de pensar, protegido contra cualquier atisbo de cultura que los eleve, aunque sea ligeramente, por encima del suelo. Da igual si son universitarios o analfabetas porque los gerentes tendrán mucho cuidado de que se vuelvan indistinguibles en lo esencial: autómatas de pulgar en la boca, sus vidas jalonadas por las pasiones más vulgares, primitivas, la satisfacción irresponsable de los deseos más inmediatos que permitan arrebatar a la existencia su misterio y profundidad. Querrán que duerman desde ya luego de entregar sus tarjetas de crédito, que estén muertos en vida y no deseen que los despierte una palabra disidente —chingado— una idea perturbadora —libertad— una realidad agazapada —enfermedad— un destino seguro —muerte.

sábado, marzo 11, 2017

Airholes

La encontraron sin vida, recargada la cabeza sobre el inmenso volante al que había bañado con un vómito espumoso y sanguinolento, el pelo revuelto y unas improvisadas cortinillas hechas con blusas cubriendo los cristales laterales; el bote de pastillas en el asiento del copiloto, tres o cuatro derramadas sobre el asiento y un par sobre el piso alfombrado del Chevrolet Delux cincuenta y dos; en la entrepierna un polvo marrón que luego se supo también había ingerido. Raticida. Era el jueves once de marzo de mil novecientos setenta y uno. Los estudiantes que entraban y salían de la Normal la descubrieron: al principio girándose para ver por segunda vez aquel auto de extrañas cortinillas improvisadas, luego convenciéndose de que no se trataba de una mujer llorando al volante, finalmente dando golpecitos sobre los cristales para que ella abriera e, incrédulos ante lo que veían, llamando a otros hasta que se formó un tumulto. El policía de la glorieta cercana llamó a una ambulancia y, con ayuda de un estudiante, forzó la portezuela. Apenas abrirla, el brazo izquierdo de la mujer bajó desde el volante hasta caer inerte a su lado, como apuntando algo en el suelo, lo que causó que algunos de los presentes recularan. Un murmullo sucedió al silencio estupefacto. Sin atreverse a tocarla ni siquiera para, rodeando su espalda, abrir la portezuela derecha, el policía y el estudiante forzaron esta última desde fuera y apareció en la guantera el nombre de la dueña del auto: la señorita Eduarda Michel, que luego se supo no era la muerta. Antes de que llegaran los paramédicos ya estaba un fotógrafo encandilando a los presentes con el flash, pues empezaba a obscurecer. El policía le afeó la conducta y el otro le mostró un carnet de prensa. Los paramédicos apartaron a ambos luego de abrirse paso entre la multitud. Alguien gritó: "¡Esta mujer está muerta!".
[...]
¿Y qué si hubiera notado algún signo? ¿hubiera procedido entonces a vigilarla? ¿contratar a alguien para que le impidiera hacerse daño? En el entierro, ensimismado detrás de mis gruesas gafas de pasta, atusándome el bigote entrecano de vez en vez y sin ganas de llorar, me venía el recuerdo recurrente de mis diálogos con el detective que, dicho sea en su honor, siempre intentó orientarme acerca de las limitaciones de sus servicios: 'Mire caballero, no vaya Usted a interpretar lo que le voy a decir como un discurso de intenciones didácticas ni como una falta de respeto a sus deseos, menos aún como una cínica falta de profesionalismo de mi parte: Usted me ha contratado y he de cumplir escrupulosamente con mis compromisos: tendrá la información que busca, se lo puedo garantizar. Pero aunque la deontología de mi profesión no lo exija, considero mi deber explicarle lo que quizá ya sepa: que el que busca la confirmación o desmentido de sus sospechas ya ha decidido cuál es la verdad o, por lo menos, la verdad que importa. Usted ha acudido a mí porque sospecha que... ¿Felicia? Sí, que Felicia, su amante, veinte años menor que Usted, mujer independiente hasta donde lo permiten los tiempos que corren, presuntamente incapaz de decidirse a ser su esposa legítima (lo que a Usted, al ser casado, lo obligaría a divorciarse), pero también renuente a abandonar el papel de amante, le engaña. Supongamos que es verdad: entonces la deja sin miramientos, ¿correcto? Supongamos que es mentira: Usted tiene motivos para dudar y, en el fondo, le da igual que la realidad los confirme o no, porque lo que Usted desea ya lo decidió: quiere terminar con ella. Usted parece un hombre razonable, es un comerciante exitoso, sabe bien, por lo tanto, lo que significa decidir con base en realidades. Sabe además que muchas de esas realidades no son explícitas, que debe confiar en su intuición, en su capacidad para entrever las posibles veleidades y faltas de carácter de sus clientes, en suma, que cuando algo no huele bien es por algún motivo, da igual si atribuíble a ellos o a Usted porque lo que importa es su tranquilidad: nadie que sea exitoso construye sobre desconfianzas. Así que independientemente de lo que esta investigación arroje, Usted ya sabe lo que quiere: deshacerse de ella como única forma de borrar las dudas con las que se ve obligado a lidiar. No espera ningún esclarecimiento porque ya habrá hablado de todas las formas posibles con la susodicha y el resultado de dichas conversaciones lo habrá dejado insatisfecho, ¿no? Hay algo en el carácter de... ¿Felicia? Sí, Felicia, algo que no termina de convencerlo ni va a hacerlo ya. Por eso me está contratando: como el último recurso para apoyar en datos positivos una decisión tomada: borrar las sospechas eliminando a la fuente de las mismas. Guardadas las proporciones, mejor hubiera contratado un francotirador.'
[...]
'¿La señorita Eduarda Michel? Me temo que ha ocurrido una desgracia. Voy a necesitar que me acompañe.' Eso fue lo que me dijo el policía que llegó a casa cuando empezaba a anochecer. Yo me encontraba todavía en ropa de calle, así que no tuve que cambiarme para salir, apenas coger el bolso y arreglarme el cabello un poco. Tuve la previsión de echar las gafas oscuras, como presintiendo que me esperaban largas horas de llanto, pero hasta que llegué a la morgue siempre pensé que Felicia había tenido un accidente a la Jane Mansfield (era imprudente para conducir) o que, en vez de ir a estrellarse contra un camión, se habría salido de esa peligrosa avenida que abrieron a un costado del canal de Atemajac, bebida como solía estar de whisky o vodka o tequila, a veces cerveza. Y es que Felicia no tenía carácter para decidir nada, decía que con extraordinaria facilidad, aunque ese sí tuviera la misma falta de convicción que sus no, un ser blando e inconsistente que nunca halló su lugar en la vida. Bien es verdad que trabajaba, que era de las pocas mujeres independientes con apenas veinticinco años, que su fachada hacía suponer a una mujer de mundo que, en el fondo, no existía. Pero estaba hueca, por más que me apene decirlo. Quererla como la quise yo, ser su amante, traía aparejada una buena dosis de frustración, la inquietud permanente de no tocar nunca tierra firme, de ahogarse a veces y salir a la superficie sin que ningún islote, ninguna marca en el horizonte pudiera servir de referencia. En la cama parecía encontrar la concentración que le faltaba en casi todos los órdenes, pero aún su placer se veía ocluido por su insalvable inclinación a la impostura: te amos prodigados sin ton ni son, caricias que pretendían volver denso lo volátil, miradas extraviadas de quien haciendo lo que hace está aún intentando responder por qué. Pobre criatura. Su cuerpo desnudo y recién lavado descansaba en una plancha metálica de la morgue, esperando que yo la reconociera, que llenara los papeles necesarios mientras llegaban sus padres desde Sinaloa, que no tomara en cuenta sus uñas de pintura descarapelada ni las marcas de cortes en la entrepierna. Sus labios estaban obscuros y medio mordidos, ¿quizá de nuestro encuentro de hace dos noches? Habíamos hecho el amor apasionadamente (al menos yo) y, cuando terminamos, noté el brillo de la sangre en su boca. 'Mira lo que te has hecho', le dije. Sonrió, complacida. Comprendí pronto que era inútil preguntarle si deseaba vivir como yo o si, como todas las chicas de su edad, querría casarse y tener hijos y llevar una vida matrimonial más o menos convencional. Nunca supe si le gustaban los hombres, porque hasta eso le parecía difícil de contestar, sus respuestas siempre esquivas, equívocas, retorcidas. Evité las discusiones con ella porque no conducían a nada: no tenía memoria, no tenía ideas, copiaba todo de aquí y de allá formando mezclas frágiles que se descubrían rápidamente inconsistentes, revueltas. No descartaba que muriera por mano propia, pero sólo por estúpida, por distraída: una colilla de cigarro en la cama, un quemador de la estufa de gas que se queda abierto durante la noche, la ingesta de alimentos echados a perder que a veces solía dejar fuera de la nevera por días enteros. No era toxicómana, pero como no sabía decir que no, ya había probado la coca y la mariguana, los hongos y el hachís, repitiendo únicamente cuando algún amigo traía y siempre que se le ofreciera. 'Bueno', solía ser la respuesta con que asentía a todo, cediendo. Pero de ahí a que se suicidara activamente como quedó asentado en el informe policial, me sorprende. ¿Habrá sido este su único acto de autoafirmación en la vida? ¿Decidir sobre su propia muerte? No me convence. Ni siquiera sabía estar deprimida. Durante el entierro vi a un hombre anotar algo en una libreta.
[...] 
Felicia era muy hermosa, pero no estaba bien de sus facultades mentales. Es un error muy frecuente creer que todos los que nos rodean están en sus cabales. Que el asesino, la ninfómana, el sádico, están todos en otro sitio y no por aquí, quizá al lado, quizá cruzando la acera. Que si están cerca no estarán trabajando ni siendo padres de familia ni amantes ni amigos. Que, igual que con los retrasados mentales, nos daremos cuenta de los signos externos de su trastorno, y obraremos en consecuencia: como a los retardados no les tomaremos en cuenta sus faltas y estaremos siempre a resguardo de lo que hagan, sin esperar nada normal o sin asombrarnos de que ocurra lo inesperado. Cuando empecé a vigilarla encontré sus rutinas bastante ordinarias y conformes a lo que mi cliente había mencionado. Hasta que apareció la señorita Eduarda Michel. La señorita Eduarda Michel era una distinguida lesbiana de casi cincuenta años que había ganado un gran prestigio como cantante de rancheras, escritora en los últimos diez años, soltera empedernida que alardeaba de sus conquistas, entre las que se contaban no pocas mujeres casadas. Alguna vez ella lo estuvo también, pero del hombre que se atrevió a meterse en ese berenjenal nadie sabía nada. Felicia y Eduarda se visitaban con frecuencia, hacían el amor (tengo unas fotos magníficas), salían a cenar o a caminar por el Agua Azul sin atreverse a darse la mano, por supuesto. Pero por alguna razón, no informé a mi cliente de lo que ocurría.
Como traductora que era, la oficina en la planta baja de su casa, a Felicia la visitaban mujeres y hombres diversos que, como documenté muy pronto, no llevaban ningún texto a traducir, sino que acababan en la cama de ella y le dejaban cuantiosas sumas por toda clase de sevicias. Empecé a experimentar una mezcla de excitación y celos, un deseo irrefrenable de protegerla y a la vez desenmascararla. Un buen día, seguro de que estaba sola, entré como un cliente más. Cuando nos vestíamos y ella me acompañaba al recibidor diciéndome cuánto habría de cobrar por aquel servicio, saqué de mi portafolios las fotografías e informes que sobre ella había elaborado. Enloqueció. Con suma calma la sujeté, le tapé la boca y la asfixié con uno de los cojines del sofá, apretando firmemente, pero sin violencia. Luego medité con celeridad lo que había que hacer: los barbitúricos de mi mujer, el raticida en su cocina, el Chevrolet Delux... 
Mi cliente respira tranquilo en compañía de su esposa. La señorita Eduarda Michel se ha puesto una borrachera monumental donde ha cantado muchas rancheras y luego se ha acostado con otra. Los padres se llevaron el cuerpo de Felicia a Sinaloa. Por entre las rendijas de mi ventana se cuela el aire fresco de la madrugada.