Dejemos aparte las teocracias islámicas en donde mantener el carácter primitivo de las opiniones públicas es cuestión de vida o muerte; dejemos asimismo de lado las dictaduras de distinto cuño cuya capacidad para tolerar opiniones divergentes siempre fue baja; ¿por qué la secularización de occidente se ha detenido ya no frente a la religión —ya sólo nominal, ya sólo indicativa— sino frente a la inmensa capacidad humana para la hipocresía y el autoengaño? ¿de qué sirve dejar de ser católico si se opina lo mismo que cualquier cristiano en materia de moral y buenas costumbres? ¿no es precisamente la praxis moral el reflejo de una mentalidad que la eliminación de las formas más externas del culto dejan intacta? ¿no es la corrección política la misma beata medicina con un sabor diferente, un sabor a modernidad impostada, a vanguardia retrógrada? Si el que se dice ateo y el que se dice creyente tienen el mismo comportamiento frente a la homosexualidad, el aborto o la literatura, ¿qué relevancia puede tener la etiqueta?
Los novelistas franceses del diecinueve solían armar historias complejas de las que salía uno convencido de que las cosas casi nunca son lo que parecen. Sus personajes más ingenuos dan por inmutable lo escurridizo y pagan con desengaños su candidez; los más astutos, en cambio, no dudan en tergiversar una y otra vez sus definiciones según convenga a sus intereses, siempre con una carta bajo la manga para escapar, así sea por los pelos, de la rendición de cuentas. El ascenso del capitalismo y la hegemonía estadounidense echaron mano de la sagacidad inescrupulosa de aquellos personajes novelescos para convertir las áreas más distantes de la actividad humana en terreno fértil para los negocios: ya no sólo empresas o fábricas, sino también escuelas y hospitales, academias y beneficencias, sucumbieron al predominio de gerentes que, coludidos con autoridades, proponían certificaciones sin cuento por las que cobraban jugosas comisiones. Son ellos los principales beneficiarios de que cada vez más gente, principalmente los jóvenes, cultiven la habilidad de esconderse en argumentos falaces y contradicciones abiertas; son los hombres de negocios los que están cobrando día con día porque más y más personas deseen permanecer en la infancia y se les proteja de responsabilidades y asperezas. No les importa cargarse al planeta entero con tal de mantener un consumidor solitario, inseguro, de categorías movedizas, al que se le puede vender lo mismo condones que vírgenes de plástico, al que se le ha de mantener hipócrita sin que sienta el menor asomo de culpa o asco.
Los gerentes o sus adalides promoverán el galimatías de los valores, esa forma difícilmente laica de lo que antes promovía la religión. Lo promoverán sin ninguna convicción con tal de seguir cobrando a un público adocenado y cada vez más ignorante, incapaz de distinguir cuando le están administrando una pastilla de mojigatería o un bocado de verdad, un público consumidor al que se mantiene despreocupado de sus contradicciones, aliviado de la tarea de pensar, protegido contra cualquier atisbo de cultura que los eleve, aunque sea ligeramente, por encima del suelo. Da igual si son universitarios o analfabetas porque los gerentes tendrán mucho cuidado de que se vuelvan indistinguibles en lo esencial: autómatas de pulgar en la boca, sus vidas jalonadas por las pasiones más vulgares, primitivas, la satisfacción irresponsable de los deseos más inmediatos que permitan arrebatar a la existencia su misterio y profundidad. Querrán que duerman desde ya luego de entregar sus tarjetas de crédito, que estén muertos en vida y no deseen que los despierte una palabra disidente —chingado— una idea perturbadora —libertad— una realidad agazapada —enfermedad— un destino seguro —muerte.
Los novelistas franceses del diecinueve solían armar historias complejas de las que salía uno convencido de que las cosas casi nunca son lo que parecen. Sus personajes más ingenuos dan por inmutable lo escurridizo y pagan con desengaños su candidez; los más astutos, en cambio, no dudan en tergiversar una y otra vez sus definiciones según convenga a sus intereses, siempre con una carta bajo la manga para escapar, así sea por los pelos, de la rendición de cuentas. El ascenso del capitalismo y la hegemonía estadounidense echaron mano de la sagacidad inescrupulosa de aquellos personajes novelescos para convertir las áreas más distantes de la actividad humana en terreno fértil para los negocios: ya no sólo empresas o fábricas, sino también escuelas y hospitales, academias y beneficencias, sucumbieron al predominio de gerentes que, coludidos con autoridades, proponían certificaciones sin cuento por las que cobraban jugosas comisiones. Son ellos los principales beneficiarios de que cada vez más gente, principalmente los jóvenes, cultiven la habilidad de esconderse en argumentos falaces y contradicciones abiertas; son los hombres de negocios los que están cobrando día con día porque más y más personas deseen permanecer en la infancia y se les proteja de responsabilidades y asperezas. No les importa cargarse al planeta entero con tal de mantener un consumidor solitario, inseguro, de categorías movedizas, al que se le puede vender lo mismo condones que vírgenes de plástico, al que se le ha de mantener hipócrita sin que sienta el menor asomo de culpa o asco.
Los gerentes o sus adalides promoverán el galimatías de los valores, esa forma difícilmente laica de lo que antes promovía la religión. Lo promoverán sin ninguna convicción con tal de seguir cobrando a un público adocenado y cada vez más ignorante, incapaz de distinguir cuando le están administrando una pastilla de mojigatería o un bocado de verdad, un público consumidor al que se mantiene despreocupado de sus contradicciones, aliviado de la tarea de pensar, protegido contra cualquier atisbo de cultura que los eleve, aunque sea ligeramente, por encima del suelo. Da igual si son universitarios o analfabetas porque los gerentes tendrán mucho cuidado de que se vuelvan indistinguibles en lo esencial: autómatas de pulgar en la boca, sus vidas jalonadas por las pasiones más vulgares, primitivas, la satisfacción irresponsable de los deseos más inmediatos que permitan arrebatar a la existencia su misterio y profundidad. Querrán que duerman desde ya luego de entregar sus tarjetas de crédito, que estén muertos en vida y no deseen que los despierte una palabra disidente —chingado— una idea perturbadora —libertad— una realidad agazapada —enfermedad— un destino seguro —muerte.
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