domingo, octubre 20, 2013

Viejo puto

Verá Usted, no alegaré nada en mi defensa. Si los señoritos albañiles insisten en que me he pasado de la raya y debo pagar por ello, adelante. No tengo fuerzas para rebatir sus argumentos porque no hay tales. Una discusión puede tener lugar si las partes usan el mismo código, la lógica como mínimo, y este desde luego no es el caso. He sido traído, señor, como bien lo sabe, porque resultó que el que dijo tener dieciocho tiene diecisiete y porque su amigo de diecinueve, luego de reflexionarlo bien, creyó sensato denunciar lo que a su entender es un abuso, no sé bien si por la minoría de edad de su compañero o porque yo yaciera con los dos y entonces estaríamos ante una vulgar venganza por celos. Me decepciona, debo decírselo, que siendo los demandantes detenidos consuetudinarios de esta misma comisaría por posesión de inocentes churros de mota y pastillas que estúpidamente creyeron pingas de las buenas y resultaron ser aspirinas, detenidos frecuentes por ampararse en la embriaguez para moler a golpes a sus queridas adolescentes ya cargadas de hijos desde los quince, detenidos también por reyertas públicas donde ambos se curtieron a navajazos, hayan decidido —bien es verdad que con el entusiasta apoyo del área de servicio social de esta misma comisaría que dirige una gorda ignorante del vacío brutal que la mueve a inventar abusos para mejor alimentarse de ofendidos y ofensores— demandarme por vía legal como ridículos catrines en vez de darme la muerte que por su condición de cholos y la mía de viejo puto, merecía. Una muerte que, sepa Usted, tengo siempre asumida como posible por las actividades y riesgos que, aunque lícitos —e insisto en ello para que no vaya a malinterpretarse esto como una admisión de cargos— llevo a cabo en la frontera de lo social, legal o moralmente tolerable. Quizá piensa Usted que me estoy embarcando en un largo alegato para convencerlo de la ambigüedad de estas fronteras, para mostrarle que a pesar de los esfuerzos de la ley por ser precisa, hay fisuras. Descuide, no es así. El tema me aburre. Sólo resulta apasionante para los cretinos que viven ocupados en castrar a los demás del mismo modo en que los han castrado a ellos. Si le he mencionado las fronteras ha sido sólo para instarle a reconocer una sutileza: que el hecho de distinguirlas no es lo mismo que darlas por buenas; gracias a lo primero era consciente de los riesgos; por desprecio a lo segundo, los corría. E igual que un soldado siente el deshonor de haber conservado la vida al no caer en combate y ser esclavizado en tierra extranjera, siento que el proceso legal que se ha abierto en mi contra es mucho más indigno que haber aparecido en la nota roja destripado y desnudo como víctima de los señoritos albañiles. Quién me iba a decir que los tiempos modernos habían calado tan hondo que hasta los que tradicionalmente arreglaban sus cuentas sin apelar al Estado, por su propia mano y sin miramientos, ahora lo hacían firmando actas y llenando formularios, como burócratas. Esta es mi mayor decepción, quizá mi única sorpresa.
Porque lo que no me sorprende, verá Usted, es que estos miserables se hayan visto sobrepasados por la culpa de haber cedido a sus instintos. Ya me ha ocurrido. ¿Quién que se haya acostado con la canalla del lumpen-proletariado no los conoce supersticiosos, ambiguos, acomplejados y por lo mismo irracionalmente agresivos? ¿Quién de los de mi género no se acostó con el mecánico, el albañil, el plomero o el cargador del mercado viéndose obligado a darles justificaciones retóricas para sus presuntos actos de excepción mientras se jadeaba con el chorro de adrenalina de estar rebasando una frontera? Dirá Usted que es más cómodo meterse con los asumidos. Dirá Usted que el homosexual sano imita el modo de vida heterosexual: tiene pareja, vive con moderación, tiene una profesión respetable. Dirá que lo mío es una enfermedad porque ni siquiera entre heterosexuales se consiente que las personas de distinta clase social se mezclen sin antes pasar por un largo proceso de adaptación que incluye la degradación del más alto. País de castas, ¿verdad? Pero uno debe hacer lo que le gusta por encima de las conveniencias. Quizá me atraen las dificultades, ¿no? Hay parafilias peores. ¿Qué mejor riesgo entonces —qué excitación— que el de los dos albañiles recién estrenados en su mayoría de edad que habían empezado a trabajar en la casa de enfrente? Nunca me ha faltado persuasión y seguramente hay aquí un fenómeno biológico digno de investigarse porque sé perfectamente que el Güero ya me veía con dobles intenciones desde antes de que yo me decidiera a abordarlo: me olía; lo olía. Lo pensé mucho, ¿sabe Usted? Porque una cosa es hacer esto lejos del propio domicilio y otra hacerlo prácticamente en casa. Ellos trabajarían ahí por meses, los vería a diario, si las cosas se enrarecían no tendría hacia dónde moverme. Esta ciudad es pequeña —yo solía vivir en una ciudad grande, ¿sabe? donde incluso los albañiles eran asumidos prácticos— así que no me convenía buscarme problemas. Lo pensé mucho, ya le digo, repasé lo que ya sabía: que en provincias la gente es más hipócrita y tolera menos sus inclinaciones, de las que pretende culpar a los demás; que el provincialismo es un fenómeno no sólo físico, sino sobre todo mental, una torpeza en lo sexual, una impermeabilidad dolorosa en las ideas, un no saber qué hacer con la amenaza del infierno ya no en la otra vida (eso era antes) sino aquí mismo, en la culpa que no han conseguido domesticar iglesias ni psicologías; que a resultas de los agravios inventados la gente de cortas miras no dudaría en echar mano de navaja para vengarse, pero en esto los riesgos no eran muy diferentes que los que corría con los muchos drogadictos que llegué a tratar en la gran ciudad. Luego vino aquel primer cigarro que el Güero se fumó en casa y todo fue reunir momentos y deslizar silencios incómodos para que termináramos haciendo lo que queríamos hacer desde el principio. Luego me presentó al otro ayudante, todavía más a la mano por ser originario de la gran ciudad. Puede imaginarse los detalles, no quiero aburrirle, no quiero defenderme además explicándole que ambos se aplicaban como el que más a sus deseos, que estaban ahí por su más decidida voluntad ("a miembro parado no hay misericordia", dicen), que como puede ver no tengo constitución física para obligar a nadie a tener sexo conmigo, de modo que lo que ahora se presenta como demanda legal viable lo es sólo porque se apoya en lo que la sociedad ha prejuzgado por tratarse de mí. Sí señor, de mí...
Porque cumpliré cincuenta el próximo año. Porque soy lo que la gente llama un viejo puto: estoy solo, tengo las carnes colgadas, el cuero de la cara perfumado, demasiado limpio, pero fofo, la línea de los ojos y el cejo se me han afilado como para mejor resaltar que soy una víctima más de la lascivia y que como tal debo tener un rostro de carnaval decadente. La gente tolera a los míos si son estilistas o cocineros, si están detrás de la ventanilla de un banco o en un show de variedades. Comprendo que no les guste verme con sus hijos. Comprendo que haya quien sienta asco, quien sólo me use como ejemplo de lo que pasa si te desvías del buen camino. No tienen empacho en mostrarse melifluos cuando necesitan dinero o quieren un favor, sobre todo de mí, ¿sabe Usted? porque soy funcionario y no me apegué al libreto que me obligaba a tener sólo una profesión de puto. De modo que ahora que hasta los cholos que tradicionalmente jugaban en mi terreno me han traicionado, ya nada me importa. Estoy sinceramente decepcionado. Procedan como deba hacerse. Ay del mundo futuro. Ay.

jueves, octubre 03, 2013

Bar para travestis cristianas

Aldo Saldaña y yo nos conocimos en el coloquio e hicimos buenas migas. Lo vi fumando bajo el letrero de no fumar a la entrada del auditorio y le pedí un cigarro. Él me ofreció uno de los que llevaba en una pitillera plateada que parecía estar siempre llena y me encendió el mío con un mechero también plateado en el que creí distinguir palabras en latín. Era más joven que yo, pero parecía haber leído con provecho todos los libros clásicos y contemporáneos, los radicales, moderados y francamente retrógrados, dominaba el materialismo dialéctico al que bizarramente abordaba mediante la mayéutica socrática y abjuraba del liberalismo clásico al que conocía al dedillo, no se sorprendía en lo más mínimo de mis andanzas —en aquel tiempo yo era homosexual— porque parecía haber recorrido todas las situaciones, incluso —vaya sorpresa— la de haber trabajado con el Dr. Kurva. Al término de esa primera jornada, ya de noche, nos fuimos a uno de los mugrosos locales del paradero a beber micheladas con chile chamoy y gomitas de colores.
—Este coloquio es una mierda, colega. Si te fijas bien nadie ha venido aquí a discutir nada, apenas a llenar tablas y formularios para seguir mamando del presupuesto. Podría justificarse si todos fuésemos amigos, pero no: son tan cerotes que no son capaces de ningún interés, ni siquiera de alguna diversión, menos de hacer amistad con aquellos infectados de sus propios vicios.
—Puede ser, Saldaña, puede ser. Pero estamos aquí.
—A los dos nos ha invitado (suena bien, ¿eh?) el Dr. Kurva. Él paga. Bueno, lo hace su universidad. O sus proyectos, que paga el gobierno federal. Que pagan los que pagan impuestos. Kurva debe su monstruoso salario a los trabajos que dirige utilizándonos como ejecutores, simples testaferros de su poder omnímodo. ¿Por qué habría yo de despreciar esta oportunidad de salir de la somnolienta ciudad veracruzana en que el destino me ha atrapado? ¿Por qué tendría que dejárselo todo a ese cretino? Mejor variar la ruta, compañero, ¿eh?
Saldaña estaba sonriente y fumaba sin parar. Yo, después del cigarrillo del mediodía, no volví a fumar ninguno. Nunca conseguí hacerme del vicio a cabalidad, no tenía garganta para ello. Encima, empezaba a envejecer, y al entusiasmo que me provocaron las sustancias para mejor convivir con quienes creía mis amigos en la juventud se lo había llevado la chingada. Quién sabe si a Saldaña no le había pasado lo mismo y paliaba su soledad entregándose a estas sesudas conversaciones con desconocidos como quien llegó al final de la vida y ya en el otro lado se dispone a relatarlo todo y desmenuzarlo sabrosamente por una eternidad, sin que le afecte el cansancio o las contingencias o los elementos. Yo lo escuchaba y reía más bien poco, pero disfrutaba.
El segundo día del coloquio se sentó a mi lado en todas las sesiones. Comimos juntos. Su compañía no me era molesta, en absoluto, sabía guardar la compostura dentro de las sesiones, las aligeraba a veces susurrándome al oído chistes mordaces o apuntando errores visibles en las exposiciones. El Dr. Kurva inclinaba la cabeza de vez en cuando para vernos por encima de sus anteojos y si bien por la mañana no parecía llamarle la atención que Aldo y yo estuviésemos reunidos, por la tarde pareció intrigado y apenas se produjo un receso se acercó a nosotros. El éxito de Kurva era su omnipresencia, saber doblegar las voluntades de los más jóvenes para que sirviéndolo creyeran servirse. Pero me consta que Saldaña y yo ya estábamos muy lejos de semejante ilusión.
—Veo que se conocen, ¿puedo preguntar de dónde?
—No doctor, no nos conocíamos —le dije —pero he sabido que a Saldaña le ha encargado trabajos muy parecidos a los míos, ¿a qué se debe esto?
—No son los mismos, por supuesto que no. Saldaña está enfocado al materialismo dialéctico por métodos bastante heterodoxos porque es joven. Hay que apoyarlo. Tú en cambio tienes más experiencia y puedes proporcionar una perspectiva más clásica sobre fenómenos recientes del materialismo, darles una óptica que sea más valorada por la comunidad ya establecida. Aunque no te has casado...
—¿A él también le viene con esos cuentos Dr. Kurva? —intervino Saldaña —Pero si el matrimonio es una mierda, doctor, ¿por qué lo recomienda a todos sus iniciados? ¿por qué si Usted mismo se divorció?
—¿Y un doctor no puede curar si está enfermo? —dijo el Dr. Kurva con esa sonrisa enigmática de hombre poderoso o jefe de mafias. Sonrisa siniestra que exige un interlocutor aquiescente, dócil, castrado —Además ya estoy casado de nuevo —remató el Dr. Kurva. Aldo Saldaña no parecía estar dispuesto a soltar la presa:
—No entiendo cómo puede la comunidad considerarlo un revolucionario con sus ideas anquilosadas, doctor. Creo que confunden su indiferencia en materia del rol social de la mujer, de la orientación sexual de las personas, del derecho a no adoptar el molde social que nos impuso el capitalismo, con una postura de avanzada. Pero a mí no me engaña Doc —dijo Saldaña rebajando la seriedad de su diatriba con un tonito jocoso— porque yo sé que tiene mentalidad decimonónica, que le gusta que la mujer esté en la casa y cuide a los hijos y obedezca en todo al marido y que los chilpayates no se pongan piercings ni tatuajes ni anden de revoltosos. Es un viejito, doc —y se echó a reír forzando al Dr. Kurva a unírsele en el supuesto chiste. Yo reí de buena gana, aunque muy brevemente. Decidí intervenir:
—Me agrada ver que tú y el doctor se tienen tanta confianza.
—Ustedes son mis amigos —concluyó Kurva volviendo a su asiento luego de estrecharnos las manos. El receso había terminado. 'Amigos mis huevos', alcancé a escucharle entre dientes a Saldaña.
Esa noche Saldaña insistió mucho en que saliéramos a echarnos una copa y dar la vuelta. Le acepté la michelada del paradero, pero me negué a salir después porque me encontraba agotado. Cuando me acompañaba hacia el metro me dijo:
—Te voy a llevar a un bar para travestis cristianas.
—¿Cómo?
—Que te voy a llevar a un bar para travestis cristianas. Creo que te iría bien.
—¿Qué? —me quedé serio unos segundos; luego me eché a reír —¿Un bar de qué? ¿estás borracho con una pinche michelada Saldaña?
—¿Entonces si te llevo al bar me acompañas?
—¿Un bar de travestis? Oye, te dije que era homosexual porque no ando por la vida escondiéndolo y surgió en la conversación, pero definitivamente no me gusta ponerme ropa de mujer.
—No seas pendejo —a Saldaña se le iban estas palabras sin tomar en cuenta que apenas teníamos un par de días de tratarnos —No digo que te vas a travestir, sino que vamos a ir tú y yo a un bar de travestis. Travestis cristianas por más señas.
—Está bien Saldaña, sólo porque ya me picaste la curiosidad.
—¡Eso es todo!
Echamos a andar por las calles. En mitad de una antigua cerrada de esas que quedaron sepultadas por los enormes edificios de la capital y en la que abundaban malvivientes y prostitutas que apestaban a tonsol, vigilaba una estrecha puerta de metal una enorme vigilante gorda y malencarada. Saldaña le susurró algo al oído y nos dejaron pasar.
Había un pasillo largo, angosto, mal iluminado, en el que una música sincopada se escuchaba cada vez con más fuerza al recorrerlo; al final había otra puerta sobre la que pude leer para mi completo asombro: 'Bar de la Iglesia de Travestis Cristianas de la República'. ¡Existía!
Abrimos la puerta y el estruendo del sonido nos obligó a comunicarnos con señas. Efectivamente, dentro había una enorme cantidad de travestis —¿setenta, cien?— muchas de las cuales se habían añadido tetas sin reparar en su ancha espalda o bien daban muestras de estar bajo agresivas terapias hormonales de cambio de sexo. Sobre las paredes estaban representadas las doce estaciones del calvario de Cristo y la barra era atendida por travestis en hábitos de monja con una cruz roja inquisitorial pintada al frente y las siglas BITCR por detrás. Saldaña me tomó de la mano y me condujo al fondo. Cruzamos otra puerta: era un vestidor.
—Comprenderás que no podemos estar vestidos así aquí. Este es el guardarropa.
—¿Qué? No inventes Saldaña, no me apetece en nada cambiarme ahora.
—Nos echarán si no lo haces. Las travestis son muy agresivas: eso lo sabe todo el mundo. Algunas deben estar ya muy pasadas de borrachas o drogadas, por más que la gente las considere sexuales, no lo son. Viven una tensión tan grande, una frustración tan esencial que a la primera provocación revientan. Y también saben reventar...
—Está bien Saldaña, pero no me gustan las amenazas, ¿vale? Quiero pasarla bien.
—¡Ese es el espíritu compañero!
La encargada del guardarropa —otra gorda inmensa— recogió nuestras cosas, nos dio faldas, blusas, una ficha y la bendición. Saldaña estaba divertidísimo. Yo empezaba a ver las cosas con mejor humor y salí dispuesto a divertirme como no lo había hecho en años de trabajo académico, comida enlatada y sexo ocasional. Bailé con Saldaña y otras cinco travestidas, me emborraché jugando competencias con caballitos de tequila, me sentí contento de comprobar que era homosexual porque ninguno de esos proyectos de mujer me excitaba en lo más mínimo. Cuando la música se tranquilizó hacia las cuatro de la mañana, Saldaña me presentó a Latal —una travesti altísima— como su amiga. Conversamos un poco antes de salir. O mejor dicho, los escuché conversar porque yo ya no podía decir ni media palabra:
—¿Qué te has hecho veracruzano? Nos tenías muy abandonadas, ¿eh?
—Pues ya ves, para pedir su perdón les he traído a este, digo, a esta que ves aquí, es compañero de... compañero de escuela, digo, de trabajo, digo, compañero del coloquio al que vine... ¿te dije? ¿te dije que me invitó el Dr. Kurva?
—Ay, ya vas a hablar de ese cabrón otra vez. Si tanto lo odias por qué no te lo chingaste cuando podías, ¿eh nena?
—Me lo voy a chingar, me lo voy a chingar...
—¿Ah sí? ¿cómo querida? ¿vas a darle de comer hasta que se harte? Perderías amiga, perderías porque el tipo está bien cerdo...
Latal se echó a reír. ¿Chingarse a Kurva? ¿qué quería decir? ¿cómo? ¿hablaban en serio?
—Shhh... mira, está bien. Que se entere aquí mi amiguito de lo que quería hacer. No, no, no, de lo que voy a hacer...
—¿Ah, tienes nuevo plan nena?
—Sí, sí, esta vez no falla, la vez pasada no lo pude convencer de acompañarnos, pero esta vez no falla... tú y tus cuatas lo secuestran como habíamos quedado cuando yo haga el alto aquí adelante... mañana, mañana me lo traigo. Quedamos a las siete de la noche, para cenar, ¿cómo ves güerita?
Latal hizo una mueca diciendo al mismo tiempo que estaba de acuerdo y que le daba igual.
Cuando salimos traté de preguntarle a Saldaña qué pensaba hacer, pero no pude. Estaba tan borracho que no era capaz de articular una palabra, pero entendía perfectamente que aquello no era una broma: se trataba de liquidar al Dr. Kurva.
Saber que querían quitar de en medio a Kurva me produjo mucho miedo. En mi borrachera tuve sueños espantosos y la mala e injustificada conciencia de ser cómplice. No lo era, por supuesto, había escuchado lo que quizá sólo eran palabras de borracho, pero mi inquietud no estaba motivada por mi presunta participación (que nadie me había pedido) sino porque yo mismo deseaba eliminar al Dr. Kurva. Era yo quien en no pocas ocasiones había entretenido la idea de estrellarle la cabeza contra el teclado de su computadora mientras trabajábamos, yo detrás de él, él delante despotricando con aquella suficiencia, tan pagado de sí mismo, tan melifluo en su trato y tan hijo de puta en sus acciones. Era yo, sí, el que ya lo había asesinado mil veces y ahora podía hacerlo de verdad porque imaginar lo que de todos modos va a ocurrir es un poco hacerlo. O mucho.
Contra todo pronóstico y armado de unas gafas oscuras para no mostrar mis ojeras, pero también para mejor llevar la terrible migraña que traía, me presenté a tiempo al coloquio. Saldaña, previsiblemente, no estaba ahí. Hubo ponencias, discusiones, salí poco antes de uno de los recesos a vomitar. Echaba la pota y al levantar la cabeza, detrás de mí, distinguí a Saldaña con mis ojos llorosos.
—¿Dónde te perdiste Saldaña?
—Preparándolo todo.
Sentí una punzada en la boca del estómago. Él creyó advertirlo y se decidió a atajar mis miedos con lo único que a veces puede hacerlo: información.
—Vamos a invitarlo a cenar. Tú y yo. Latal nos esperará en la esquina convenida con otras tres travestis que ya han hecho este tipo de trabajos. Hemos de conseguir a como dé lugar que nos toque luz roja. No suele pasar nadie a esas horas por ahí, se llena de prostitutas y drogadictos desde las seis. Fingiremos un asalto del que tú y yo sólo saldremos con rasguños, él con un certero balazo.
Saldaña no pareció sorprenderse cuando le contesté escuetamente luego de enjuagarme la boca:
—Está bien.
Comimos juntos otra vez. Pese a lo que estaba por venir, nos relajamos. El Dr. Kurva ya estaba invitado a cenar y había aceptado encantado. Yo sabía que no podría resistirse: cenar con nosotros le permitiría inmiscuirse en nuestra nueva relación, seguir teniendo el control de todos los hilos, chismorrear incluso.
Llegada la hora nos subimos todos al coche y avanzamos por las calles de la ciudad. Había una fuerte presencia policiaca y ello me puso algo nervioso.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó Saldaña al primer oficial con el que pudo hablar. El Dr. Kurva parecía feliz en el asiento trasero, indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor.
—Es dos de octubre, joven, las marchas de los anarquistas. Encima están los maestros, va a estar cabrón, mejor agarre por otras vías, ésta ya se va a cerrar en cualquier momento.
'Ya la jodimos', pensé, 'ya la jodimos porque no vamos a poder llegar a donde convenimos con Latal, tendremos que pagar otra cena a este comemierda en vez de quebrarlo'. Saldaña y yo nos volteamos a ver leyéndonos el pensamiento. Lo que no pude prever fue la solución que él encontró.
—Gracias oficial, de todos modos entraremos. No creo que pase nada.
Kurva empezó a ponerse inquieto. Yo sólo pensé que encima nos quedaríamos sin cenar porque no habría dios capaz de abrirnos el paso. Nos quedaríamos hambrientos con esa hambre tierna que tiene el fin de la cruda, viendo el desfile de rijosos despedazar comercios y paradas de autobús, pintar edificios coloniales y tirar bombas molotov a la policía antimotines.
Saldaña aceleró sin exagerar, pero con firmeza. Algunas patrullas le pitaron; algunos oficiales a pie o a caballo le hicieron señas o silbaron para que se detuviera. Cuando estuvo ya en medio de los manifestantes, volteó a verme con una mirada de loco y me dijo:
—Corre y no te detengas. Nos vemos en la alameda.
Salimos del auto inmediatamente y apenas puso él un pie fuera les gritó a los manifestantes con su vozarrón de tenor:
—¡Maestros hijos de perra! ¡anarquistas de mierda! ¡chinguen a su madre culeros! ¡dejen pasar el carro que nunca van a tener, pendejos huevones!
Nos echamos a correr. Una turba armada de palos y piedras empezó a golpear el coche con violencia. Alguien arrojó una bomba molotov y la última vez que voltee hacia atrás antes de doblar en la esquina vi el auto convertido en una hoguera.
Casi una hora después llegó Saldaña a la alameda echando los bofes, riendo a carcajadas, apoyando sus manos en las dos piernas para controlar el resuello.
—¿Qué pasó Saldaña? ¿qué pasó?
—Las puertas traseras del carro...
—¿Qué tienen las puertas?
—El seguro... el seguro para niños...
Y siguió riéndose, ahora junto conmigo, camino al bar.