domingo, mayo 26, 2019

Estocolmo

Nunca di por buena una sola de las explicaciones que ofreció mi madre para dejarnos en nuestra propia casa a cargo del matrimonio de mis tíos y en compañía de su primogénito de apenas un año. Se iba para unirse con mi padre, que hacía meses se había establecido en el norte con el pretexto de trabajar, pero que en realidad vivía una soltería para la que estaba sobradamente más preparado que para el matrimonio, por no hablar de su evidente repulsión a la paternidad que en casa le obligaba a ignorarnos y en la práctica motivó que siempre buscara trabajos foráneos que le permitieran escapar. Al final había conseguido que sus hermanos le hallaran trabajo en el norte, lo que sin duda debió considerar la coartada ideal para separarse de nosotros y, al mismo tiempo, impedir que su esposa se le uniera, pues una madre jamás se separaría de sus hijos, pensaba, no contó así con la naturaleza posesiva de mi madre que, acuciada por la arrogancia con que él dejaba pasar el tiempo sin visos de volver y manteniendo la comunicación al mínimo, se decidió a buscarle sin que se lo impidiéramos sus hijos, a quienes primero trató de acomodar con los vecinos del piso de abajo y a los que luego, descartada esta opción por haber encontrado en la vecina una mirada de reproche ante el sólo planteamiento de una anomalía moral semejante, encontró manera de entregar a su hermano mayor a cambio de dejarlo vivir en nuestro piso, una oferta irresistible por hallarse nuestro tío recién unido en segundas nupcias y en graves dificultades económicas. Mi madre me comunicó su decisión el mismo día de su partida, aunque yo intuyera sus planes desde el principio, ya por las visitas que previo a su instalación habían hecho mis tíos al piso, ya por los preparativos para el viaje en forma de maletas y billetes de avión, sus justificaciones fueron escuetas y me hizo responsable con ocho años de edad de inventarle a mi hermana de cinco una explicación para su próxima ausencia. Intentó abrazarme al despedirse y la empujé con odio, los ojos enrojecidos mientras aguantaba las ganas de llorar, así fui abofeteado ahí mismo delante de ella por mi tío, que me advirtió con toda seriedad que no toleraría majaderías semejantes y me ordenó retirarme a mi cuarto al tiempo en que mi madre se daba la media vuelta para bajar las escaleras, mi tío detrás de ella cargando las maletas y mi tía parada en el quicio de la puerta del piso sonriendo enigmáticamente. Desde la ventana de mi cuarto vi a mi madre subir al taxi y a mi tío echar el equipaje al maletero, el carro arrancó y yo me senté sobre mi cama desconsolado mientras veía a mi hermana en la cama de enfrente, distraída con el bebé de mis tíos que se hallaba de pie, todavía inseguro para dar un solo paso. Mi tío demostró ser un hombre disciplinado y metódico que nos hizo a mi hermana y a mí alternar en la obligación de encender todos los días a las cinco y media de la mañana el calentador de agua que se hallaba en la azotea, un cilindro metálico al que alimentábamos con combustibles de aserrín bañado en petróleo y al que había que vigilar por espacio de veinte minutos. Como no atendiéramos su llamado a levantarnos por hallarnos demasiado dormidos o en la modorra, él venía a por el infractor para sacarlo de la cama tirando de las patillas, lo que en no pocas ocasiones causó que mi hermana mojara la cama aterrorizada. Mi tío obligaba entonces a mi hermana a limpiar luego de abofetearla, pero como esto se repitiera cada vez con más frecuencia, él la tomaba del brazo y la arrastraba junto con él al baño donde la hacía sentar en el retrete y la increpaba a puerta cerrada, ante la indiferencia de mi tía que trataba de callar al bebé. Yo desahogaba la tensión nerviosa de aquel ambiente monstruoso masturbándome en el cuarto de lavado de la azotea donde se hallaba el calentador, fantaseando con los niños del colegio y acariciando la esperanza de que ya fuera fin de semana para que nos llevaran a casa de los abuelos, hasta que un día me pilló mi tío y, llamándome asqueroso, me tomó de los genitales y me sacó del cuarto de lavado para hacerme hincar en la azotea cargando una piedra en cada mano. Yo intentaba siempre atraer sobre mí los castigos para que dejara en paz a mi hermana, hasta el punto de que pronto encontré placentera la variedad de correctivos que mi tío me aplicaba, una actividad para la que no le faltaban imaginación ni herramientas, ya fuese el cinturón o la vara de nardo, un cable eléctrico o una soga, incluso hacerme poner las manos unos segundos sobre el cilindro del calentador. Lo odié profundamente desde el principio y él me odió también desde el momento en que se hizo cargo de nosotros, pero sobre todo me detestó por comprender demasiado pronto y sin importar la diferencia de edades, que yo gozaba de una inteligencia superior a la suya, así procuró por todos los medios apartarme de mis libros con la excusa de que me pervertía su lectura, pero también intentó forzarme a hacer deporte sin que mi absoluto desdén lo hiciera desistir de molestarme. En los desayunos en que su mujer servía invariablemente huevos fritos y él nos obligaba a salpicarlos de limón alegando que nos protegía contra el resfriado, disfrutaba con la visión del bebé vomitando la papilla que le hacían tragar o tirando al suelo platos y vasos que solían manchar la ropa de calle de mi tío; él vigilaba nuestra actitud en semejantes ocasiones y castigaba con bofetadas cualquier insinuación de risa. Así tuve la idea tanto de vomitar repetidas veces sobre la mesa del desayuno amparándome en mis frecuentes ataques de migraña, como la de cebarme en el bebé para vengar el maltrato al que mi tío nos sometía bajo la indiferencia cómplice de su mujer. El niño dio con la cabeza en el suelo muchas veces, ya por una alfombra peligrosamente arrugada, ya por una maceta fuera de su lugar, pronto mi tía sospechó correctamente de nosotros y se unió a mi tío en la tarea de torturarnos, consintiendo en que éste se encerrara con mi hermana en el baño cada vez más frecuentemente para curarla de su incontinencia y acusándome aún falsamente de haberme visto otra vez tocándome para que mi tío me diera una zurra. En el estrecho departamento de dos habitaciones que compartíamos, la vida sexual de mis tíos debió enfrentar tantas dificultades como la mía infantil, así que yo aproveché para espiarles por las noches a través de la cerradura de su puerta y les sorprendí repetidas veces a ella encima de él, a él encima de ella, casi siempre mientras el niño estaba de pie en su cuna, observándolos o golpeando el barandal, entonces yo daba un portazo en el baño o tropezaba intencionadamente con los trastes de la cocina en busca de un vaso de agua que no me interesaba, hasta que se interrumpían los jadeos o alguna maldición se escuchaba por lo bajo detrás de aquella puerta. Mi tío solía entonces salir de su cuarto vaporoso e ir al baño a lavarse o a la sala a fumar, siempre a oscuras, pero luego se pasaba por nuestra habitación y en veces, fingiendo estar dormido, le sorprendía oliendo la cama de mi hermana con una ansiedad voluptuosa, lo que a ella le horrorizaba lógicamente, cuando se percataba, sin que pudiera hacer el menor movimiento por el demasiado terror que experimentaba. En aquella promiscuidad no pasó demasiado tiempo antes de que mi hermana y yo durmiéramos juntos en la misma cama para no pasar miedo, pero también por imitación de mis tíos, algo que le permitía a ella dormir tranquila y a mí me mantenía en un estado de agitación al que nunca seguía un sueño firme, sino una agotadora duermevela. Aprendimos a temer el sonido del coche de mi tío, un enorme vehículo negro como carroza funeraria de los años cincuenta en cuyo asiento trasero nos llevaban cada viernes a mi hermana y a mí a casa de los abuelos, sólo para volver, resignados, los domingos por la tarde conteniendo las ganas de abrir las portezuelas y escapar. Mi tío no consentía que nadie se durmiera en el coche y así nos abofeteaba apenas detenerse en algún crucero si nos encontraba cabeceando; al principio su mujer nos miraba levantando las cejas en tono de resignación y vaga empatía, luego ya ni siquiera se volvía para mirarnos. En ese hartazgo, una fría mañana de diciembre, mientras me masturbaba frente al calentador, sonó el timbre del piso y me asomé a la calle desde la azotea. Era mi madre. Quise bajar a cruzarle la cara. Quise echar a mis tíos de inmediato. Quise tomar a mi hermana y largarme antes de que entrara. Lo que hice en cambio fue bajar a la calle, abrir la puerta y abrazarla tan fuertemente como pude, odiándola.

domingo, mayo 12, 2019

Intemperie

Una vez nos hubimos mudado a la nueva casa en una de las pocas calles de Santa Teresa que no mira directamente a ninguno de los puntos cardinales, comprendimos inmediatamente que estábamos llegando al fin de nuestra unión y así nos aprestamos, mi mujer y yo, a fingir por el tiempo que fuera necesario una normalidad que se nos escapaba a cada minuto y que resultaba todavía más costosa entre aquellas habitaciones que inundaba una luz excesiva y meridiana. Fue como haber sido desnudados, la mudanza, pues en nuestra antigua casa que es ahora la casa de mi madre, había esperanza de intimidad y cualidad de refugio, pero ahora estábamos por así decirlo expuestos y sin protección, demasiado cerca de la calle cuyos ruidos invadían todos los rincones sin importar si nos hallábamos en la habitación del frente o en la última del fondo, la extensión ganada un mero espejismo que servía de amplificador de pisadas y murmullos producidos a decenas de metros en la acera de enfrente, así la circulación del aire que era imposible a pesar de las ventanas debido a la disposición de los muros, pero también el calor y la humedad que no desaparecían y sólo lo más ocupaban sitios distintos según se abrían o cerraban las puertas. Las mismas cosas que hacíamos en nuestra antigua casa, que es ahora la casa de mi madre, aparecían ahora como intolerables, así fuese una siesta o una comida, el momento de ver televisión o de buscar un sitio donde ambos pudiéramos estar mientras las niñas jugaban en el patio, terminábamos poseídos por la desazón más absoluta y animándonos el uno al otro con palabras que no se correspondían a la realidad, pues no había manera de que los objetos nos devolvieran una intimidad que tenía que nacer de nosotros, no así las lámparas ni las cortinas, no así los mosaicos ni los cristales velados, la hostilidad del sitio nos dejó a cada uno completamente en manos del otro, lo que es decir a la intemperie, sin que ningún cascarón o techo sirvieran para fortalecer la idea de unidad, y es comprensible así que ambos acabáramos pasando más tiempo, el mayor posible, en nuestros respectivos despachos, a veces más satisfechos de nuestro contacto escrito mientras trabajábamos durante el día que de las horas transcurridas juntos en el nuevo domicilio al que invadían las cucarachas más espantosas en verano e infaltables ratones en invierno. Bajo la intensa luz exterior que iluminaba sin paliativos nuestra vida cotidiana, quedaron al descubierto nuestras irresolubles carencias, e hicimos apuestas cada vez más demenciales por huir de ellas, ya por medio de la sofisticación de la cocina donde hacía falta deseo, ya cubriendo de ropas caras la necesidad de un cuerpo desvestido, los viajes cada vez más costosos a países extranjeros cuando el único realmente necesario era al centro de nuestros cuerpos, así fingíamos defender nuestro matrimonio de cara a nuestras hijas, pero también de cara a la sociedad de Santa Teresa que vivía pendiente de cualquier chisme sobre el que pudiera cebarse y hacia la que irremediablemente se dirigieron algunos de nuestros más patéticos esfuerzos por convencernos de nuestra solidez. Ofrecimos entonces y de manera continuada reuniones y cenas, pero también fiestas que pretendían explotar las virtudes de la nueva casa sin que éstas quedaran claramente establecidas, más bien al contrario, debido a los hacinamientos frecuentes por la forma irregular del patio y el acceso al baño que obligaba a los visitantes a pasar por la cocina, la memoria de esos encuentros reducida al agobio de la claustrofobia, así los universitarios que nos visitaban terminaban bebiendo y fumando de pie, en la calle, frente a la casa, así también los matrimonios que acudían a nuestra invitación empezaban a removerse en sus asientos hasta despedirse gentilmente o pretextar una llamada para salir a la calle. Nunca conseguía embriagarme y así me resultaba mucho más difícil sobrellevar aquellas reuniones en las que no se decía absolutamente nada interesante, nunca nada más que anécdotas y chistes, nunca nada más que corrillos de estudiantes por un lado a los que me asomaba sólo para causar un inmediato silencio y grupos de maestros por el otro en los que me aburría mortalmente porque sólo hablaban de estudiantes y cursos, nuestras esposas a veces junto a nosotros completando o asintiendo en la actitud más abyecta, otras veces apartadas en improvisados grupos que hacían de la maternidad el tema central y se granjeaban así la opinión de mi mujer que las consideraba a todas unas palurdas y unas estúpidas, no podía estar más de acuerdo con ella, y así aquellas reuniones y cenas, pero también fiestas, no pudieron llevarse a cabo por mucho más tiempo porque a mi mujer y a mí nos dejaban exhaustos y profundamente insatisfechos, con la sensación de haber dilapidado nuestros recursos y haber sido engañados de la forma más vil y lamentable, y así es comprensible que estas tertulias fueran paulatinamente reemplazadas por cenas para uno o dos matrimonios sin que este cambio representara progreso alguno en nuestro inconfesado propósito de salvar nuestra unión. Como era de esperarse, aquellas cenas con matrimonios en la propia casa o en casa de ellos eran encuentros especialmente insulsos, donde parejas agostadas jugaban a parecer cómplices frente a otras parejas, y así, por un estúpido juego de espejos, algunos se persuadían efectivamente de hallarse bien como parejas sólo por haber convivido con otras y haber intercambiado lugares comunes y haber reído de chistes soeces insinuando actos picantes que nunca tenían lugar, pero menos que nada horas más tarde, cuando en medio de una horrenda duermevela bajo la pesada atmósfera de una alcoba hundida, con la cabeza dando vueltas por la bebida y el esófago ardiendo de regurgitación, se maldiga haber cedido a esta bajeza y se prometa no volverla a repetir aún a sabiendas de que estos encuentros crean el compromiso por parte del invitado de convertirse en anfitrión en el menor plazo posible, una locura sin fin... 
'Las niñas son las únicas que duermen tranquilas', me digo sin saber si estoy dormido o despierto, 'nosotros estamos con los ojos como platos oyendo la respiración cansada del otro y en espera de un milagro que no va a producirse, me doy cuenta y ella también, ya no quedan muchos recursos y así mi mujer pasa los días meditando cada vez más intensamente y elucubra y se explica cuando yo no estoy mirando, pronto hará sólo sumas y restas y he de enterarme del resultado de una forma u otra, después de todo ya casi no la veo' [estiro la mano] 'se me difumina, se escapa' [la toco, luego ya no la siento] 'ya casi no la veo, ¿dónde está?' [abro los ojos, despierto] 'no la veo' [no la veo]'.

domingo, mayo 05, 2019

Construcción

Durante nuestros primeros años en Santa Teresa, mi mujer y las niñas ocupamos la casa en la que ahora vive mi madre, una construcción de dos habitaciones en la planta alta y un pequeño patio trasero que daba a un extenso baldío por donde salía el sol. Yo había ocupado el mismo domicilio en calidad de padre soltero durante dos años, junto con mi hijo, antes de que éste partiera a ciudad natal para nunca volver y que de ahí vinieran mi mujer y las niñas para liquidar mi falsa soltería. A su llegada, mi mujer deploró las condiciones en las que yo vivía, con sólo un par de camas individuales arriba, un comedor de seis sillas y un sillón de dos plazas abajo, una situación material que si bien no se correspondía a mi creciente capacidad económica, sí reflejaba mis preocupaciones intelectuales que estaban entonces dominadas por la redacción de una novela cuya escritura realizaba a pesar del carácter embrutecedor de mi trabajo, que era completamente opuesto a la realización de una obra la que fuera y que como pocas empresas humanas combatía la originalidad con ingentes dosis de mediocridad y humillación, así la universidad donde daba clases. A ella acudía entre semana e interrumpido únicamente por los horarios específicos en que debía impartir cursos a los hijos de cerriles agricultores y ganaderos en busca de un título universitario que les estaba asegurado a condición de no morir, me encerraba en el despacho a redactar furiosamente mi novela, sin prestar atención a reuniones ni actos públicos, ocupado como estaba en mi obra para mejor defenderme de la filosofía degenerada de la institución y el efecto perverso que la convivencia con sus miembros, así fuese mínima, podía tener sobre el espíritu. 
Ya en casa, una vez me disponía a trabajar, enviaba al crío a la planta alta aprovechando el razonado desdén que por la sociedad toda, pero particularmente por la gente de su edad y sobre todo por sus compañeros universitarios, había desarrollado luego de vivir conmigo pero también después de concederles a algunos de ellos la oportunidad de desarrollar una amistad que nunca cuajó y entonces yo disponía del piso de abajo para, en razonable silencio, entregarme a la redacción de mi difícil novela, a veces abusando del whisky o la cerveza, a veces levantándome del comedor para fumar en el sillón o el patio, los papeles regados por la mesa donde horas antes habíamos comido en silencio las mismas carnes y frutas de siempre, las mismas verduras y pescado, nuestra vida una rutina altamente satisfactoria para el espíritu en la que hubiéramos deseado instalarnos para siempre si no fuera por la plena conciencia de su finitud y pronto aniquilamiento, ya porque él pasaba sus últimos años conmigo, ya porque mi mujer y las niñas habrían de reclamarme muy pronto para ellas. Algunas veces, sobre todo los fines de semana, no pudiendo avanzar más allá de un párrafo en mi trabajo y desesperado por el calor vespertino, bebido sin estar propiamente borracho, le pedía al crío que se encerrara en su habitación en cuanto me oyera volver de la calle porque iría a por prostitutas o muchachos jóvenes, expediciones casi siempre coronadas por el éxito gracias a la facilidad extraordinaria con que todos ellos subían al coche de un desconocido, así la frustración sexual de la ciudad que terminaba desahogada, más bien diría resuelta, en el sillón de dos plazas o en mi habitación, separada de la del crío por una pequeña estancia desnuda en la que desembocaban las escaleras. Él no se movía de su cuarto que daba a la calle hasta que yo salía del mío cuya ventana daba al patio y, tras pasar por el cuarto de baño, bajaba las escaleras y salía con quien sea que me hubiera aliviado las urgencias de nuevo a la calle para, caballeroso, llevarlos hasta el sitio donde los recogí o algún otro destino de su preferencia. Entonces solía volver sobreexcitado por los acontecimientos y escribía decenas de páginas poseído por la euforia, aunque luego durante la semana tuviera que corregirlas por hallarlas plagadas de incorrecciones y excesos. 
Pero luego se fue él para no volver y, casi al mismo tiempo y desde el mismo lugar, vinieron mi mujer y las niñas para liquidar no sólo mi régimen de vida, sino también la esperanza de terminar alguna vez la novela, un traslado al que debí seguirme oponiendo con firmeza y que sólo la debilidad de mi carácter afectado por la culpa que instiló mi madre en mi personalidad desde muy joven y cuyos derechos heredó mi mujer en contra mía a través de deudas morales crecientes e impagables pudo consentir, a pesar de la extinción que ello suponía para mi libertad y mi obra, así a la casa le crecieron plantas en el patio trasero y en la jardinera del frente, le aparecieron colores en algunos muros y poblaron su cocina cacerolas de diversos tamaños, el cuarto de las niñas se llenó de juguetes y a él fueron a dar las dos camas individuales que tenía para que mi mujer y yo ocupáramos una matrimonial, nueva, en el cuarto que daba al patio. La domesticación más completa se impuso y permití que mi trabajo en la universidad incluyera ahora juntas y actos públicos, asesorías y tertulias, lo que me hizo ganar el aprecio de estudiantes y colegas, pero también la más alta repulsa que jamás haya experimentado por mí mismo, me aplaudió así mi madre que ya insinuaba sus deseos de venir a vivir a Santa Teresa y guardó silencio el crío que desde ciudad natal debió experimentar un vivo asco hacia mi vida ejemplarmente estúpida y correcta. La novela inacabada ocupaba el cajón más bajo de una de las nuevas cómodas que mi mujer había adquirido y que, rematadas por floreros, ocupaban un rincón en cada cuarto. No me apetecía escribir ni tomar el coche para salir a ninguna parte y la vida de alcoba se agriaba día con día haciéndonos comprender que nuestro fin como pareja estaba cerca porque habíamos liquidado nuestra historia desde la primera vez en que yo abandonara ciudad natal.
Entonces surgió la idea de mudarnos a una casa más grande, aunque yo sólo deseara echar a mi mujer y las niñas de mi casa y prohibirle a mi madre venir a Santa Teresa, mi mujer debió creer que correr hacia adelante nos alejaría del abismo y así aceleró la compra de una casa de varias estancias y un patio grande con una fuente en medio, la llenó de carpinteros y albañiles, jardineros y pintores, que la decoraron con un primor directamente proporcional a su desesperación, ya mudados a ella descubrimos que era más caliente y opresiva que el primer domicilio al que en cuestión de meses ya no pudimos volver porque mi madre lo ocupó desafiando mi voluntad de que se quedara en ciudad natal y no viniera a Santa Teresa, así lo amuebló y compuso enteramente a su gusto destruyendo lo que quedaba de libertad para reemplazarlo por el orden más estricto y mortecino, un mausoleo en vez de una casa en donde no podía producirse ya ningún acto lúbrico ni un pensamiento original y a cuyo baldío trasero pronto lo ocuparon decenas de construcciones sin amanecer. Así terminaron mis esperanzas de utilizar aquella casa de dos plantas para terminar mi obra y la vida familiar se preparó para dar la última batalla que, como bien se sabe, perderíamos todos...