domingo, mayo 12, 2019

Intemperie

Una vez nos hubimos mudado a la nueva casa en una de las pocas calles de Santa Teresa que no mira directamente a ninguno de los puntos cardinales, comprendimos inmediatamente que estábamos llegando al fin de nuestra unión y así nos aprestamos, mi mujer y yo, a fingir por el tiempo que fuera necesario una normalidad que se nos escapaba a cada minuto y que resultaba todavía más costosa entre aquellas habitaciones que inundaba una luz excesiva y meridiana. Fue como haber sido desnudados, la mudanza, pues en nuestra antigua casa que es ahora la casa de mi madre, había esperanza de intimidad y cualidad de refugio, pero ahora estábamos por así decirlo expuestos y sin protección, demasiado cerca de la calle cuyos ruidos invadían todos los rincones sin importar si nos hallábamos en la habitación del frente o en la última del fondo, la extensión ganada un mero espejismo que servía de amplificador de pisadas y murmullos producidos a decenas de metros en la acera de enfrente, así la circulación del aire que era imposible a pesar de las ventanas debido a la disposición de los muros, pero también el calor y la humedad que no desaparecían y sólo lo más ocupaban sitios distintos según se abrían o cerraban las puertas. Las mismas cosas que hacíamos en nuestra antigua casa, que es ahora la casa de mi madre, aparecían ahora como intolerables, así fuese una siesta o una comida, el momento de ver televisión o de buscar un sitio donde ambos pudiéramos estar mientras las niñas jugaban en el patio, terminábamos poseídos por la desazón más absoluta y animándonos el uno al otro con palabras que no se correspondían a la realidad, pues no había manera de que los objetos nos devolvieran una intimidad que tenía que nacer de nosotros, no así las lámparas ni las cortinas, no así los mosaicos ni los cristales velados, la hostilidad del sitio nos dejó a cada uno completamente en manos del otro, lo que es decir a la intemperie, sin que ningún cascarón o techo sirvieran para fortalecer la idea de unidad, y es comprensible así que ambos acabáramos pasando más tiempo, el mayor posible, en nuestros respectivos despachos, a veces más satisfechos de nuestro contacto escrito mientras trabajábamos durante el día que de las horas transcurridas juntos en el nuevo domicilio al que invadían las cucarachas más espantosas en verano e infaltables ratones en invierno. Bajo la intensa luz exterior que iluminaba sin paliativos nuestra vida cotidiana, quedaron al descubierto nuestras irresolubles carencias, e hicimos apuestas cada vez más demenciales por huir de ellas, ya por medio de la sofisticación de la cocina donde hacía falta deseo, ya cubriendo de ropas caras la necesidad de un cuerpo desvestido, los viajes cada vez más costosos a países extranjeros cuando el único realmente necesario era al centro de nuestros cuerpos, así fingíamos defender nuestro matrimonio de cara a nuestras hijas, pero también de cara a la sociedad de Santa Teresa que vivía pendiente de cualquier chisme sobre el que pudiera cebarse y hacia la que irremediablemente se dirigieron algunos de nuestros más patéticos esfuerzos por convencernos de nuestra solidez. Ofrecimos entonces y de manera continuada reuniones y cenas, pero también fiestas que pretendían explotar las virtudes de la nueva casa sin que éstas quedaran claramente establecidas, más bien al contrario, debido a los hacinamientos frecuentes por la forma irregular del patio y el acceso al baño que obligaba a los visitantes a pasar por la cocina, la memoria de esos encuentros reducida al agobio de la claustrofobia, así los universitarios que nos visitaban terminaban bebiendo y fumando de pie, en la calle, frente a la casa, así también los matrimonios que acudían a nuestra invitación empezaban a removerse en sus asientos hasta despedirse gentilmente o pretextar una llamada para salir a la calle. Nunca conseguía embriagarme y así me resultaba mucho más difícil sobrellevar aquellas reuniones en las que no se decía absolutamente nada interesante, nunca nada más que anécdotas y chistes, nunca nada más que corrillos de estudiantes por un lado a los que me asomaba sólo para causar un inmediato silencio y grupos de maestros por el otro en los que me aburría mortalmente porque sólo hablaban de estudiantes y cursos, nuestras esposas a veces junto a nosotros completando o asintiendo en la actitud más abyecta, otras veces apartadas en improvisados grupos que hacían de la maternidad el tema central y se granjeaban así la opinión de mi mujer que las consideraba a todas unas palurdas y unas estúpidas, no podía estar más de acuerdo con ella, y así aquellas reuniones y cenas, pero también fiestas, no pudieron llevarse a cabo por mucho más tiempo porque a mi mujer y a mí nos dejaban exhaustos y profundamente insatisfechos, con la sensación de haber dilapidado nuestros recursos y haber sido engañados de la forma más vil y lamentable, y así es comprensible que estas tertulias fueran paulatinamente reemplazadas por cenas para uno o dos matrimonios sin que este cambio representara progreso alguno en nuestro inconfesado propósito de salvar nuestra unión. Como era de esperarse, aquellas cenas con matrimonios en la propia casa o en casa de ellos eran encuentros especialmente insulsos, donde parejas agostadas jugaban a parecer cómplices frente a otras parejas, y así, por un estúpido juego de espejos, algunos se persuadían efectivamente de hallarse bien como parejas sólo por haber convivido con otras y haber intercambiado lugares comunes y haber reído de chistes soeces insinuando actos picantes que nunca tenían lugar, pero menos que nada horas más tarde, cuando en medio de una horrenda duermevela bajo la pesada atmósfera de una alcoba hundida, con la cabeza dando vueltas por la bebida y el esófago ardiendo de regurgitación, se maldiga haber cedido a esta bajeza y se prometa no volverla a repetir aún a sabiendas de que estos encuentros crean el compromiso por parte del invitado de convertirse en anfitrión en el menor plazo posible, una locura sin fin... 
'Las niñas son las únicas que duermen tranquilas', me digo sin saber si estoy dormido o despierto, 'nosotros estamos con los ojos como platos oyendo la respiración cansada del otro y en espera de un milagro que no va a producirse, me doy cuenta y ella también, ya no quedan muchos recursos y así mi mujer pasa los días meditando cada vez más intensamente y elucubra y se explica cuando yo no estoy mirando, pronto hará sólo sumas y restas y he de enterarme del resultado de una forma u otra, después de todo ya casi no la veo' [estiro la mano] 'se me difumina, se escapa' [la toco, luego ya no la siento] 'ya casi no la veo, ¿dónde está?' [abro los ojos, despierto] 'no la veo' [no la veo]'.

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