domingo, mayo 20, 2012

Virus

Cuando lo supe no lo pensé explícitamente, pero supongo que de manera inconsciente asumí que la mía, como toda enfermedad de suficiente calibre, traía consigo un certificado de exención de responsabilidad para con el mundo. Saberse incurable tenía lo suyo de terrorífico, pero también permitía descansar de los sanos propósitos y relajarse al fin -¿qué más da?- no tanto para morir como para empezar a vivir de verdad. No tenía en mente ningún cambio dramático: ni otro trabajo ni nuevas amistades, nada de emprender un largo viaje de colores místicos y visiones trascendentes, tampoco optar por la retorcida venganza de lo que me ocurría llegando al homicidio o la necrofilia. Nada de eso. En mi cabeza debí hacer un cierto balance para recordar que estaba solo luego de una larga relación y muy lejos de mi ciudad natal, rodeado de amistades primitivas a las que sólo les apetecía diluirse en alcohol, drogas, mujeres y música. Me acercaría más a ellos, me diluiría yo también.
Era un propósito sencillo que no implicaba alteraciones sustanciales en mis rutinas: seguía laborando de nueve a una con dos horas para comer (casi invariablemente en casa cuidando las calorías y el equilibrio gastronómico) y un horario vespertino que iba de las tres a las siete, a veces hasta las ocho y media si estábamos al final del semestre o en la semana de proyectos. Ellos solían visitarme los fines de semana amparados por mi solitaria generosidad material que pretendía paliar mi reciente separación con el barullo de sus chismes y guasa, con el escándalo de su música y su ánimo dionisiaco. Les doblaba la edad y sin embargo muchas veces me dejaba llevar por su humor vacilón durante algunas horas, aunque luego le siguiera la natural distancia que hacía de ellos un grupo en fiesta y de mí un melancólico que les miraba sin verlos en medio del estupor etílico. A veces deseaba golpearlos, sacarlos de mi casa o follarlos, seguro de la incongruencia de aquel bacanal improvisado del que era el último participante: les evaluaba detenidamente como si se tratara de personas interesantes, tomándome en serio la tarea de desmenuzarlos psicológicamente o de estudiar sus físicos todavía recién estrenados y con huellas de infancia o, como mucho, adolescencia. Ahora, sabiéndome enfermo incurable, podría ceder a su insistencia de celebrar más reuniones entre semana aunque en el fondo supiera que pronto experimentaría hartazgo y requeriría aun más sustancias para sobrellevarlos.
Me llevé a dos a vivir a la casa, con rentas bajísimas que no obstante fueron dejando de pagar. No hacía falta ocultarles la medicina que tomaba por las mañanas porque aun tomándola delante de ellos no eran capaces de registrar el hecho y menos de cuestionarse al respecto, acostumbrados como estaban a dar por sentada mi existencia como se hace con el mobiliario y las herramientas. Poco a poco se fueron llenando de gente el salón y el patio de mi casa, los lunes y los miércoles, los martes o jueves, tanto daba, me convertí en un apasionado de los happenings que, si alguna diferencia había con los de la primera etapa, ya contaban con mi participación activa aunque sólo fuera para cantar canciones vulgares y fingir que me apasionaba acostarme con las muchachas pobres y salaces que llevaban. Si alguna vez tuve interés en decirles exactamente lo que quería, la enfermedad me había curado de tales aprensiones: no hacía confidencias ni relatos de anécdotas, tampoco daba consejos ya ni dejaba que me asistieran cuando subía tambaleante hasta mi habitación para acostarme. Desde luego no me vieron llorar ni solía hacerlo ya, ni siquiera a solas, porque de pronto me parecía que no había causas suficientemente buenas para expresar emoción alguna. Cierta noche creí distinguir en esta creciente platitud la victoria de mi propósito disolutivo.
Mi trabajo no parecía resentirse todavía: para combatir unas drogas se requerían otras. Seguía llenando las pizarras de ecuaciones y participando en juntas más o menos tan emocionantes como las reuniones de mi casa, pero más baratas. Mis colegas, después de todo, nunca me habían interesado ni merecido mi atención, aunque desde la enfermedad solía sonreír para mis adentros imaginándolos como ciudades en ruinas -mente y cuerpo- en donde circulaban sus familias como langostas insaciables y gusanos que terminarían por morir junto con ellos cuando todo colapsara. 'Enfermos a su manera', me decía, para luego comprender que yo me iría primero y sin más asistencia que la del servicio forense que acudiría a mi casa por el aviso de algún vecino o de los sobrevivientes de alguna fiesta que habrían pernoctado y a los que les habría parecido extraño que no me levantara a preparar su desayuno como era mi servil costumbre. ¿Quién avisaría al amor antiguo, quizá ya en su nuevo domicilio y con otro amor? ¿quién a algún familiar -mi hermana tal vez- que se alzaría de hombros por no poder pagarse el pasaje hasta acá y que seguramente me dedicaría una novena de rosarios aprovechando la ocasión para llorar con un buen pretexto por sus propios malentendidos y no por mi muerte?
Mi disolución cobró fuerza cuando aparecieron los signos. Un viernes, cansado, comía en un restaurante de sushi frente a la universidad, cuando en medio del lugar abarrotado una mujer en la mesa contigua vomitó copiosamente para escándalo de todos los comensales que huyeron del lugar haciendo arcadas. Yo me quedé, mojando las piezas de sushi en salsa inglesa y cubriéndolas de cebollín, mientras la mesa y el piso contiguos se inundaban de excrecencias y el intenso olor a indigestión atraía las moscas más verdes de la ciudad. Al principio fue en ella que se concentraron los esfuerzos de varios meseros, pero tras la conmoción comprendí que era yo el objeto de sus interrogantes por no haberme siquiera cambiado de lugar. Cuando pagué creí advertir un gesto de reproche de parte de la cajera, como si yo fuese tenido por responsable de aquel tumulto.
Empezaron también las llamadas. A veces era un hombre, a veces una mujer, en los horarios más inverosímiles buscando a un tal Jorge Cabrera (¿o era Cortázar, tal vez Javier?) con voz angustiada y sin atender mis explicaciones de que ahí no vivía nadie con ese nombre. Los que vivían en la casa tampoco dijeron conocer al solicitado cuando toqué a su habitación para preguntarles. Nunca los veía: se encerraban en su cuarto llenándolo de humo de tabaco durante días enteros y salían apenas para ir al baño o desaparecer por la noche en medio de mis reuniones. Pensé que era algún bromista de los muchos que circulaban por la casa en esos días, pero en el sábado siguiente al sushi la mujer me dijo que llamaba desde el edificio detrás de la casa, que podía verme desde ahí con mi camisa verde estirando el cable del teléfono (así era) y que por favor le pusiera al tal Corrales porque podía verlo justo detrás de mí (pero estaba solo). Colgué y me asomé por la ventana mirando el edificio, pero no pude distinguir a nadie.
La noche siguiente, madrugada de canícula, cuando ya todo el mundo se había ido, me desperté de una extraña pesadilla en la que mis invitados gritaban atrapados en el patio que les abriera porque iban a curarme. Me sequé el sudor descubriendo que la refrigeración estaba apagada y comprobando enseguida que no había luz en el vecindario. Tomé la botella de vodka que por influencia de uno de los tertulianos me había habituado a beber y apenas le daba un trago cuando escuché claramente ruido en la puerta. Me asomé desde el balcón y pude ver a un hombre tratando de abrir sin llave, no sólo mi puerta, sino cada una de las que había en la calle yendo y viniendo entre las aceras para que no quedara puerta sin ensayar. ¿Era el tal Carpizo al que buscaban los anónimos telefonistas? ¿era un hombre loco, un ladrón?
Rápidamente me vestí todavía mareado por el alcohol de esa noche y la mariguana y el cóctel de fármacos que consumía, subí al auto y arranqué en su búsqueda, pero no pude hallarlo. Decidí que debía irme de Santa Teresa y salir pronto, antes de que amaneciera. Podía estar por Culiacán hacia el mediodía si me apuraba. Podía poner remedio a mi separación y quizá morir de esta enfermedad acompañado, prescindir de los viciosos y solitarios, los enfermos y sociópatas que me habían rodeado últimamente. Podía, si ahora no estuviera ya perdiendo el control del volante y clavándome en el canal frente a las Fuentes, mis pulmones inundados de aguas negras y mi boca y mis ojos anegados de fétidas materias, mi cabeza fracturada de la que sale una sangre que arrastra fragmentos de vidrio y metal hacia el canal y las fiestas de mi casa, esas sí, definitivamente terminadas.

domingo, mayo 13, 2012

El libro amarillo

Como todas las mañanas que caían en día primo -un capricho- el Líder de Grupo se reunía con la secretaria y los cinco miembros a discutir el curso del trabajo. Temprano. Siete y veinte de la mañana, como mucho. Siempre con las persianas de la sala cerradas y un pizarrón en el que los miembros iban anotando los avances recientes, discutiendo dificultades técnicas, traduciendo en código lo que el Líder dictaba. Se formulan preguntas, se evitan impertinencias, las respuestas del Líder son elípticas hasta cuando son directas, como si siempre fuese necesaria una interfaz de traducción para interpretar correctamente lo que dice. No es un ambiente tenso ni sobrado de confianzas, eficaz sí, desde luego, habida cuenta de la adaptación que los miembros han desarrollado luego de cinco años de permanecer juntos y sin cambios. Nadie bebe café sino hasta el final de la exposición, cuando se permiten algunas bromas, pero jamás bocadillos.
Este lunes no ha ido bien. El Líder se limita a dar seguimiento, pero interviene poco, en alguna ocasión se levantó para ir al baño cargando un grueso libro amarillo entre las manos. Los miembros intercambiaron las miradas propias de los subordinados que apelan a la complicidad y quien los observara desde todos los ángulos se habría percatado de que nada los distinguía de un grupo de cautivos que ven de pronto abierta la puerta de la jaula. No obstante, se quedan. Los primeros minutos nadie habla; cuando lo hacen, la conversación se centra en el suéter de uno de ellos sin que nadie ose abordar el asunto que los mantiene en ese estado de simulación concertada. La secretaria no los mira a ellos y desdeñando sus palabras se concentra en vigilar, desde su asiento y a través del cristal, la cafetera metálica que de pronto le parece un cohete. La idea aun le sobrevendrá repetidas veces en el día y por la noche creerá ver en el tejado el brillo del foco rojo indicando que la mezcla está lista. Es soltera. Casi no piensa.
En el baño, otra historia. El Líder abre el tomo por la página diecisiete y empieza a leer con fruición lo que empezó esta mañana antes de venir a trabajar, el libro amarillo que apareció en la puerta de su casa luego de que un ruido lo despertara y bajara alarmado sólo para sobresaltarse cuando desde la habitación llegó el ruido del despertador. El libro no tiene remitente, carece de dedicatorias, está nuevo e impreso como un volumen a la venta en tapas duras, pero no hay por ningún lado título, autor ni editorial ni nada, sólo un texto dividido en capítulos primos que termina en el treinta y uno. El bromista que se lo ha enviado, piensa, debe conocer sus hábitos. Descarta que se trate de algún miembro del Grupo porque no encuentra a nadie con la iniciativa suficiente: 'seres emasculados' -se ve de pronto diciendo- 'capaces de obedecer instrucciones con la misma frialdad que un ordenador, seres que aprendieron de mí la disciplina y el trabajo como únicas formas de vida propia, seres que aspiran a ser como les he hecho creer que soy yo'. Por eliminación, sólo puede ser la secretaria, pero su indiferencia profesional hace muy difícil creerla capaz de semejantes elucubraciones.
El libro no le concierne, pero no puede dejar de leer. No narra nada relacionado con el Grupo. No transcurre en un laboratorio ni lo pueblan personajes reconocibles como en un roman à clef. Es la historia de un hombre libre e irresponsable en un productivo desierto donde nunca falta la comida, la cerveza y las mujeres. Le desespera comprobar cómo el protagonista se sale siempre con la suya para vivir a expensas de los demás, cómo desperdicia su vida en fuegos fatuos, cómo ignora -y no le interesa saber- qué hay más allá de los límites de aquel páramo privilegiado. Los habitantes del lugar parecen darle la razón como zombies resignados al fatal predominio de los bajos instintos. Al llegar al final del capítulo cinco cierra el libro de golpe, se moja la cara en el lavabo y se mira al espejo donde cree advertir a alguien más mirando detrás de sus propios ojos. Una mirada sibilina con matices lúdicos que le obliga a apartarse del espejo y pasar saliva.
Ya toma el libro y vuelve a la sala de juntas, pero comete un nuevo error: se sirve una taza de café bajo la atónita mirada de la secretaria que no ha dejado de vigilar la cafetera por si decidiera despegar con rumbo a Venus. Desconcertados por la prolongada ausencia del Líder, pero todavía más por su terminación en medio del subversivo vapor de café que inunda la sala, los miembros del Grupo tardan en recuperar el hilo del discurso llenándose de pequeños movimientos torpes cuyo efecto acumulado bien podría medirse en el sudor que ya recogen cinco pañuelos blancos debidamente escondidos bajo la mesa y algunos de ellos apretados como amuletos en la hora final. La secretaria se pone de pie y vuelve con una servilleta que desliza a un costado de la taza del Líder. Cruzan miradas y ella entiende que él ha sido sustituido. Por fortuna, la junta termina pronto y ella puede volver a su lugar mientras él -o su sucedáneo- se encierra en la oficina. El Líder pide que no lo interrumpan, pero antes solicita a la secretaria que la máquina de café sea instalada en su oficina para no molestarla más. Pese a lo inesperado de la solicitud, ella actúa sin desconcierto y traslada todo a un rincón cerca del escritorio. Cierra la puerta y él queda dentro con el cohete metálico ardiendo.
La lectura sigue, por supuesto, pero la cabeza se le va llenando de un ruido zigzagueante e imágenes aun más delicuescentes que las del Jardín de las Delicias. Mira la máquina de fax escupir papel, los correos acumularse en la pantalla, el eco de la secretaria contestando llamadas, el desplazamiento de la luz solar a través de la oficina conforme pasan las horas. Piensa, con razón, que debe cerrar el libro y continuar su trabajo normalmente, que los miembros no tardarán en requerir su presencia aun silenciosa para mejor sentirse en medio de sus cubículos. Motivación, le llaman, pero él sabe bien que se trata simplemente de una posesión: asegurarse de que obedezcan y crean participar en algo grande. Él es el Líder, no puede transmitir dudas, pero ahora está seguro de que no puede salir con esa mirada que es todo preguntas e inquietud. Debe terminar el libro, supone, pero los capítulos -once, trece, diecisiete- no hacen sino aumentar su paranoia mientras el protagonista desciende la espiral del placer hacia un pozo cerrado sin horizontes ni límites. Salvo por la cafetera, este silencio es el de la hora de comer.
Entreabre la puerta de su oficina. Se asoma: ni un alma. Vuelve sobre sus pasos y toma el libro. Va a arrojarlo por el balcón sin terminarlo porque es evidente, concluye: que retrata a un autómata incapaz de tomar las riendas de su vida, que no hay lección en el anonimato, que la palabra 'sexo' casa mal con la asepsia del Grupo, que las hormigas no deciden el curso de su existencia, que no existe el azar, que los miembros deciden no decidir, que el lunes ha de preceder al martes y que la secretaria vuelve a las tres. Caen el libro y el Líder. Se despedazan. Alguien llama -¿un francés?- a los bomberos. La secretaria recoge el maltrecho volumen con expresión neutra mientras se reúnen los curiosos en torno a los restos.
Las páginas del libro amarillo están en blanco.