domingo, mayo 13, 2012

El libro amarillo

Como todas las mañanas que caían en día primo -un capricho- el Líder de Grupo se reunía con la secretaria y los cinco miembros a discutir el curso del trabajo. Temprano. Siete y veinte de la mañana, como mucho. Siempre con las persianas de la sala cerradas y un pizarrón en el que los miembros iban anotando los avances recientes, discutiendo dificultades técnicas, traduciendo en código lo que el Líder dictaba. Se formulan preguntas, se evitan impertinencias, las respuestas del Líder son elípticas hasta cuando son directas, como si siempre fuese necesaria una interfaz de traducción para interpretar correctamente lo que dice. No es un ambiente tenso ni sobrado de confianzas, eficaz sí, desde luego, habida cuenta de la adaptación que los miembros han desarrollado luego de cinco años de permanecer juntos y sin cambios. Nadie bebe café sino hasta el final de la exposición, cuando se permiten algunas bromas, pero jamás bocadillos.
Este lunes no ha ido bien. El Líder se limita a dar seguimiento, pero interviene poco, en alguna ocasión se levantó para ir al baño cargando un grueso libro amarillo entre las manos. Los miembros intercambiaron las miradas propias de los subordinados que apelan a la complicidad y quien los observara desde todos los ángulos se habría percatado de que nada los distinguía de un grupo de cautivos que ven de pronto abierta la puerta de la jaula. No obstante, se quedan. Los primeros minutos nadie habla; cuando lo hacen, la conversación se centra en el suéter de uno de ellos sin que nadie ose abordar el asunto que los mantiene en ese estado de simulación concertada. La secretaria no los mira a ellos y desdeñando sus palabras se concentra en vigilar, desde su asiento y a través del cristal, la cafetera metálica que de pronto le parece un cohete. La idea aun le sobrevendrá repetidas veces en el día y por la noche creerá ver en el tejado el brillo del foco rojo indicando que la mezcla está lista. Es soltera. Casi no piensa.
En el baño, otra historia. El Líder abre el tomo por la página diecisiete y empieza a leer con fruición lo que empezó esta mañana antes de venir a trabajar, el libro amarillo que apareció en la puerta de su casa luego de que un ruido lo despertara y bajara alarmado sólo para sobresaltarse cuando desde la habitación llegó el ruido del despertador. El libro no tiene remitente, carece de dedicatorias, está nuevo e impreso como un volumen a la venta en tapas duras, pero no hay por ningún lado título, autor ni editorial ni nada, sólo un texto dividido en capítulos primos que termina en el treinta y uno. El bromista que se lo ha enviado, piensa, debe conocer sus hábitos. Descarta que se trate de algún miembro del Grupo porque no encuentra a nadie con la iniciativa suficiente: 'seres emasculados' -se ve de pronto diciendo- 'capaces de obedecer instrucciones con la misma frialdad que un ordenador, seres que aprendieron de mí la disciplina y el trabajo como únicas formas de vida propia, seres que aspiran a ser como les he hecho creer que soy yo'. Por eliminación, sólo puede ser la secretaria, pero su indiferencia profesional hace muy difícil creerla capaz de semejantes elucubraciones.
El libro no le concierne, pero no puede dejar de leer. No narra nada relacionado con el Grupo. No transcurre en un laboratorio ni lo pueblan personajes reconocibles como en un roman à clef. Es la historia de un hombre libre e irresponsable en un productivo desierto donde nunca falta la comida, la cerveza y las mujeres. Le desespera comprobar cómo el protagonista se sale siempre con la suya para vivir a expensas de los demás, cómo desperdicia su vida en fuegos fatuos, cómo ignora -y no le interesa saber- qué hay más allá de los límites de aquel páramo privilegiado. Los habitantes del lugar parecen darle la razón como zombies resignados al fatal predominio de los bajos instintos. Al llegar al final del capítulo cinco cierra el libro de golpe, se moja la cara en el lavabo y se mira al espejo donde cree advertir a alguien más mirando detrás de sus propios ojos. Una mirada sibilina con matices lúdicos que le obliga a apartarse del espejo y pasar saliva.
Ya toma el libro y vuelve a la sala de juntas, pero comete un nuevo error: se sirve una taza de café bajo la atónita mirada de la secretaria que no ha dejado de vigilar la cafetera por si decidiera despegar con rumbo a Venus. Desconcertados por la prolongada ausencia del Líder, pero todavía más por su terminación en medio del subversivo vapor de café que inunda la sala, los miembros del Grupo tardan en recuperar el hilo del discurso llenándose de pequeños movimientos torpes cuyo efecto acumulado bien podría medirse en el sudor que ya recogen cinco pañuelos blancos debidamente escondidos bajo la mesa y algunos de ellos apretados como amuletos en la hora final. La secretaria se pone de pie y vuelve con una servilleta que desliza a un costado de la taza del Líder. Cruzan miradas y ella entiende que él ha sido sustituido. Por fortuna, la junta termina pronto y ella puede volver a su lugar mientras él -o su sucedáneo- se encierra en la oficina. El Líder pide que no lo interrumpan, pero antes solicita a la secretaria que la máquina de café sea instalada en su oficina para no molestarla más. Pese a lo inesperado de la solicitud, ella actúa sin desconcierto y traslada todo a un rincón cerca del escritorio. Cierra la puerta y él queda dentro con el cohete metálico ardiendo.
La lectura sigue, por supuesto, pero la cabeza se le va llenando de un ruido zigzagueante e imágenes aun más delicuescentes que las del Jardín de las Delicias. Mira la máquina de fax escupir papel, los correos acumularse en la pantalla, el eco de la secretaria contestando llamadas, el desplazamiento de la luz solar a través de la oficina conforme pasan las horas. Piensa, con razón, que debe cerrar el libro y continuar su trabajo normalmente, que los miembros no tardarán en requerir su presencia aun silenciosa para mejor sentirse en medio de sus cubículos. Motivación, le llaman, pero él sabe bien que se trata simplemente de una posesión: asegurarse de que obedezcan y crean participar en algo grande. Él es el Líder, no puede transmitir dudas, pero ahora está seguro de que no puede salir con esa mirada que es todo preguntas e inquietud. Debe terminar el libro, supone, pero los capítulos -once, trece, diecisiete- no hacen sino aumentar su paranoia mientras el protagonista desciende la espiral del placer hacia un pozo cerrado sin horizontes ni límites. Salvo por la cafetera, este silencio es el de la hora de comer.
Entreabre la puerta de su oficina. Se asoma: ni un alma. Vuelve sobre sus pasos y toma el libro. Va a arrojarlo por el balcón sin terminarlo porque es evidente, concluye: que retrata a un autómata incapaz de tomar las riendas de su vida, que no hay lección en el anonimato, que la palabra 'sexo' casa mal con la asepsia del Grupo, que las hormigas no deciden el curso de su existencia, que no existe el azar, que los miembros deciden no decidir, que el lunes ha de preceder al martes y que la secretaria vuelve a las tres. Caen el libro y el Líder. Se despedazan. Alguien llama -¿un francés?- a los bomberos. La secretaria recoge el maltrecho volumen con expresión neutra mientras se reúnen los curiosos en torno a los restos.
Las páginas del libro amarillo están en blanco.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

El de Michael Ende tiene dibujitos y está impreso a dos tintas.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

¿Pero qué le pasa Mr. Mogo-T? ¡Esto no es el Club Dumas! Ahora vas a decir que estamos abriendo la décima puerta y querrás que salte...

Anónimo dijo...

Claro que no, no estoy para bromas. Ayer le dije a la Sra. que en mis vacaciones voy a ir al gimnasio y lo tomó en serio. Es absurdo.

Miguel Ángel Bernal Reza dijo...

Pues yo al Doctor de verdad le dije que quería largarme de Santa Teresa y me lo tomó a broma... (sic)

raybanoutlet001 dijo...

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