lunes, octubre 23, 2006

Juventud

Asistí hace poco a una reunión con colegas de la universidad, invitado por uno de ellos que celebraba su cumpleaños número treinta y seis. Aunque en fiestas y reuniones procuro mantener el espíritu lúdico y no tomar demasiado en serio lo ahí ventilado, resulta imposible no darse cuenta de algunas constantes, más desagradables por cuanto uno mismo podría poseerlas al estar reunido, después de todo, con ese tipo de gente.

Mayores de treinta años y casados, muchos con hijos pequeños, en plena carrera por conseguir la mayor cantidad de dinero instalados en trabajos que ya no variarán y que ya no parecen entusiasmarles, la mayoría de mis colegas daba muestras de una amalgama muy mexicana: frustración, machismo, alcoholismo lagrimoso y sentimentalismo salvaje; el compadrazgo súbito por una canción compartida y la violenta reacción por una susceptibilidad alcoholizada; la confesión espontánea que no te hace su amigo ni confidente, sino sólo un pañuelo desechable, receptáculo de desahogos; el ofrecimiento de todo este espectáculo como prueba de camaradería y humanidad, como ejemplo de lo duro que es vivir y del costo de adquirir experiencia; el alivio de sufrir menos si los demás también sufren, como para confirmarse que todos fracasarán porque uno mismo fracasó. Y llamarle a todo esto, lección de vida.

Insisto en que suelo divertirme en estas fiestas, aunque sólo sea porque no asumo ni quiero la amistad de ninguno de mis compañeros -tampoco su animadversión- y así me permito reír y no tomar en serio sus desvaríos. Pero mi convivencia cotidiana con estudiantes diez o doce años más jóvenes que mis colegas hacen preguntarme muy a menudo qué ocurrió en esos años que nos separan para que muchos de mis colegas llegaran al patetismo actual en que están inmersos, a dónde fue a parar el entusiasmo de los más jóvenes, su tal vez ingenua confianza en sus propios medios para conseguir un modo de vida que se correspondiera con sus gustos y aspiraciones, qué ocurrió para que ya no les quedara arrojo alguno que los apartara de la mediocridad profesional o existencial en que ellos mismos se reconocen, cómo unieron sus vidas a las de mujeres que detestan o no quieren, cómo se hicieron de hijos que no deseaban.

Lamento advertir en muchos de mis estudiantes los signos de ese futuro empobrecimiento, los gérmenes de una vida que transcurrirá en el anverso de la sabiduría, la paz o la felicidad. Y apunto como posibles causas, todas caras de un mismo problema, su soberbia, su incapacidad para encajar reveses, su inseguridad cuyo mal disimulo es ya un síntoma de querer vivir en la ficción suicida a la que están entregados sin remedio muchos de mis colegas. Empiezan como egoístas infantiles que creen merecerlo todo, viven sin comedimiento, y al no obtener lo que no supieron ganarle a la vida, vuelven su frustración contra los que tienen cerca, sean hijos o parejas, amigos o estudiantes, mala manera de prolongar el entuerto transmitiendo sus incapacidades a los más jóvenes.

Es verdad que el tiempo deja en su criba muchas ingenuidades. Pero a la juventud debiera sobrevivirle la libertad de cambiar de vida. La pusilanimidad está en lo contrario: en renunciar a esa libertad y aceptar el fingimiento de estar bien mientras los colegas nos reparten palmaditas de resignación en la espalda. Eso no es madurez, sino frustración; no es estabilidad, sino muerte en vida.

jueves, octubre 05, 2006

Niños explotados e hipocresía

Sin apenas poner atención, sin siquiera perseguirlas o invocarlas, este mundo ofrece una variedad inagotable de contradicciones, entuertos, enjuagues, tergiversaciones y sinsentidos, río revuelto que ha permitido a los más cínicos declarar la corrupción de todo en todos los niveles (quizá para mejor distribuir la culpa) y a los más ingenuos declararse alienados para efectos prácticos (quizá para que se les excluya de su participación). Un botón de muestra bastará como ilustración de lo que digo, un botón que llegó hasta mi escritorio en la forma de una gaceta periódica universitaria que no se distingue precisamente por su brillantez.

En la portada se anunciaba a página completa el artículo "Niños explotados", donde la autora -universitaria, naturalmente- entrevistaba a varios especialistas -también universitarios- que hablaban del trabajo infantil en México, proporcionando cifras (3.3 millones de menores de 14 años trabajando en México), condenando la muy reprobable explotación infantil ("la mayoría de los menores no alcanza a ver que se les está robando la infancia") y recordando los derechos universales de los niños (que expresamente dicen que "no debe permitírseles trabajar"). Todo muy coherente, moralizante, justo para levantar indignación y así comprar la buena conciencia.

Lo que me pareció verdaderamente extraño es que los especialistas no se hayan dado cuenta del trabajo infantil que se realiza dentro de las instalaciones universitarias donde laboran, misma que muchos profesores, investigadores, autoridades universitarias y estudiantes, fomentan y aun exigen, para que sus automóviles luzcan limpios, para que se vendan fruta o golosinas con oportunidad cuando ellos tengan hambre, para que alguien aparte un lugar de estacionamiento y ellos no deban molestarse en buscarlo, para que nadie se acerque a sus autos y éstos se mantengan impecables y seguros.

Según el Diccionario de la Real Academia, moralina es "moralidad inoportuna, superficial y falsa", es decir, lo menos que se podría esperar de las personas que se dedican a la educación de jóvenes, lo más lejano al ejercicio del pensamiento científico, crítico y racional, el anverso, desde luego, de lo que se espera de un universitario, llámese estudiante o administrativo, por no hablar de profesores, investigadores y demás académicos. Ya se sabe que no son tiempos buenos ni para la lógica, ni para la consistencia, ni siquiera para la coherencia sintáctica. ¿Cómo puede entenderse que las "soluciones a fondo" propuestas por académicos sean "que se invierta en educación y en la generación de empleos" si ellos, que son en quienes se ha invertido en educación, no son capaces de ver la viga en el ojo propio y sí la paja en el ajeno? ¿Cómo puede creerse que la explicación del trabajo infantil sea la "incapacidad de generar empleos con una remuneración decente" del gobierno de Vicente Fox? Los especialistas, ya lo ven, siguen creyendo que el Santo Patrono del gobierno debe generar todas las soluciones, cuando lo único que debería hacer es no estorbarlas. Los especialistas, evidentemente, necesitan que el gobierno les prohíba contratar niños para lavar sus coches, pues de lo contrario carecen de iniciativa civil.

"El niño tiene derecho a recibir educación y disfrutar plenamente de juegos y recreación", dice otro de los derechos universales de los niños citados en el mismo artículo. Si la educación que va a recibir es la de aquellos que ahora se erigen en sus hipócritas defensores, más les valdría buscarla en otro lado.