sábado, noviembre 30, 2019

Izquierda

Como le quedaban pocos días en la universidad, se lo había permitido. Una fiesta de excesos etílicos en compañía de colegas. No para él y mucho menos en plan de despedida, sino una de tantas que ellos hacían periódicamente y a la que ahora él asistía. Jesús, el alcohólico, ya estaba borracho cuando llegó:
¡Cabrón, qué bueno que vienes! ¿cuándo te vas?
En tres días, Jesús. Ya tengo empacadas las cosas, ¿no quieres venir?
¿Y qué voy yo a hacer en el extranjero? ¿eh? Un mexicano de verdad, cabrón, como yo... Uno del pueblo, chingado. No te critico, ¿eh? Que conste. Pero hay tantas necesidades aquí, cabrón, mira...
Jesús extendió el brazo, demostrativo, y él distinguió algunos estudiantes entre los asistentes. Era la casa del coordinador.
¿Y no te inhibe beber con estudiantes?
¿Inhibir...? Muchos son mis amigos, cabrón, chavos leales que igual que el resto están indignados con lo que pasa en el país...
Se acercó el coordinador. Cincuenta y pico de años, ingeniero, la ropa llena de lamparones contrastando con su enorme influencia como operador político al servicio de la rectoría, le puso la mano en el hombro y sonrió, afable:
Doctor, qué bueno que nos visita, de haber sabido le habríamos organizado una despedida en forma.
Eso es justamente lo que trato de evitar.
Jesús se rió desproporcionadamente como si hubieran contado un chiste.
¿Va a venir mañana a la marcha doctor?
¿Marcha de qué, ingeniero?
El Sapo Erecto. Así le llamaba en privado al coordinador por sus ojos saltones. Le vino el mote a la cabeza mientras lo veía fruncir el ceño como quien no puede creer que el otro no sepa. Intervino el alcohólico atropelladamente:
¡Para defender al país, cabrón! ¿No ves que nos robaron la presidencia? ¡La derecha de siempre! 
Gotitas de saliva volaron por el aire. El ingeniero se acercó como si deseara comunicar un secreto. Tenía mal aliento y entre sus dientes podían distinguirse restos de comida:
Doctor, vamos a marchar por la dignidad, ¿comprende? No es posible que el órgano electoral se burle de nosotros de esa manera. Yo vi cómo se robaban las urnas en los pueblos de alrededor y sé de buena fuente que este fraude lo han organizado hasta con la ayuda de la iglesia.
Pero ingeniero, ya no estamos en los setentas, las elecciones las organizamos nosotros. En una democracia...
¡¿Cuál democracia cabrón?! interrumpió eufórico Jesús ¿qué no ves que nos va a cargar la chingada?, ¿de verdad no lo ves?
Jesús se llevó una mano a la cara e hizo ademán de llorar. El ingeniero lo reconvino poniéndole el brazo libre sobre la espalda y continuó hablando muy rápidamente al recién llegado:
Doctor, al candidato de la izquierda le robaron la elección. Ese es un hecho incontrovertible por el que debemos protestar. Al país le urge ensayar una fórmula keynesiana, ¿comprende? Durante años nos han obligado a seguir las consignas del Banco Mundial, del Fondo, hemos sido títeres de Washington desde Salinas. Pero el pueblo está harto y ha decidido cambiar, ¿no debería la universidad respaldar a ese pueblo? ¿no deberían las élites intelectuales ejercer su responsabilidad moral? Vamos a hablar claro y alto, vamos a marchar para que se enteren los que tienen el poder.
¡Vamos, güey! ¡es por la universidad! Los políticos ganan un chingo de dinero y nosotros nada, ¿no ves que si el candidato de la derecha toma posesión mañana nos va a ir peor?, ¿no quieres ganar más, cabrón? ¿eh?
Miró a su alrededor rápidamente. La casa grande, con pocos muebles. Las fotografías del Sapo Erecto en Cuba, en Rusia, en Santiago. Con su esposa. Con sus hijos. Con su señora madre. ¿Era pobre porque vestía mal? ¿Porque comía en las fondas de alrededor como cualquiera de los profesores? Nunca lo había visto pagar sin solicitar una factura a nombre de la universidad. Nunca dejar de ser generoso con los demás a costa del erario público. Esta fiesta, aquellos viajes, la renta de esta casa, no eran pagados de su bolsillo.
Supongo que debemos ser solidarios contestó al fin. Llevaba meses de verlos en el trabajo, primero tratando de convivir y luego haciendo esfuerzos por evitarlos. ¿Qué ganas podía tener aún de discutir si eran individuos a los que los aspectos académicos tenían por completo sin cuidado, seres extraordinariamente mediocres, convencidos insufribles de su propia bondad, burócratas indistinguibles de cualquier otro parásito del estado? 'Ya me voy', pensó, 'debería divertirme'. Y se le dibujó una sonrisa.
Lo que pasa, ingeniero, es que sólo hasta ahora, cuando estoy a punto de irme de mi país, comprendo la hondura de sus sentimientos para con el pueblo y me avergüenzo de no haber estado antes con ustedes. Cuánta razón tiene, sí señor. Protestaremos mañana y pasado y seguiré haciéndolo desde el extranjero, ¡faltaba más!
Contamos con usted, doctor dijo el ingeniero dándoles palmadas en la espalda y retirándose enseguida hacia otro corrillo. 
Jesús lo abrazó, cayéndose de borracho. Él hizo lo necesario para no desairarlo apartándolo suavemente, pero sujetándolo con un brazo. 
¡Yo sabía que eras un patriota, cabrón! Aquí se te quiere de verdad, no sé cómo puedes irte.
Es por trabajo, Jesús, por lo demás claro que hay mucho qué hacer aquí, estoy de acuerdo.
Va a haber otro estallido, ya verás, el pueblo va a defender a su líder...
Con gusto empuñaría un arma para ayudar a ese pueblo, Jesús, pero resulta que no tengo más pistolas que las de agua...
A puñetazos vamos a defender el voto de... se interrumpió. Dos estudiantes, también alcoholizados, se acercaron, y Jesús soltó al doctor para dejarse cargar por los estudiantes, uno a cada lado, como si de un par de muletas se tratara.
Profe, ¿que se va fuera? ¡quédese pues! ¿no ve que se va a poner bueno?
¿Usted cree? ¿bueno para qué?
Intervino el otro:
Pues el maestro Jesús dice que se va a armar la revolución.
No lo digo yo, chingado, lo dice Claudia dijo el alcohólico al tiempo en que la buscaba con la mirada perdida. Claudia, su novia. Treinta y dos años. Encargada del así llamado departamento de difusión cultural. Cuando por fin la vio agitó los brazos violentamente y dio grandes voces ahogadas. En un rincón podía verse al Sapo Erecto rodeado de secretarias. Su especialidad.
Ya estás borracho, Jesús dijo Claudia, fingiendo molestia. Los estudiantes se rieron a carcajadas.
Eh, profe, ¿va a dejar que lo regañen? Jesús bajó la cabeza como si de verdad estuviera apenado, se tambaleaba abrazado a los estudiantes, uno a cada lado. 
¿Tú también esperas una revolución? intervino el doctor, ya dispuesto a llevar la farsa a fondo porque déjame decirte que yo espero llegar hasta las últimas consecuencias, poner a los fascistas en su lugar, que reine el socialismo en nuestra patria, ¡chingado!...  alzó el brazo izquierdo, aguantando la risa.
¡Yo siempre voy hasta el final, hasta la victoria, siempre, camarada! contestó Claudia muy seriamente alzando su brazo también. Y el doctor dirigiéndose a Jesús:
Debes cuidarla mucho cabrón, ¿me oyes? ¡Levanta la cara que te vea! ¡Y ustedes no se rían, muchachos pendejos! La patria está en peligro y esta mujer vale mucho. ¿Me oyes Jesús? Ella no está en condiciones de vivir la mediocridad de una relación burguesa, ¿me entiendes?
El alcohólico asentía pesadamente con la cabeza, balbuceaba:
Yo tengo sus ideas, güey, de verdad la entiendo, estoy con ella en todo, vamos a defender la dignidad, palabra, voy a responder...
Primero debes curarte de tu alcoholismo, Jesús dijo Claudia dándole una ligera cachetada en Cuba ya te habrían encarcelado por degeneración, pendejo, ¿quieres defender la patria? ¡abajo el alcohol y arriba la mariguana! y estalló en una risa chillante junto con los estudiantes; uno de ellos sacó un churro y lo mostró orgulloso.
¡Escúchala Jesús! volvió a la carga el doctor ¿no ves que el mañana es de mujeres así, emancipadas? Serán ellas las que hagan caer a los títeres que nos quieren imponer, ella es como una Pasionaria, ¿ves? Rebeldía en estado puro. Claudia, yo estoy contigo, debemos impedir que la derecha se burle de nuestro candidato.
¡Es una porquería lo que hicieron! ¡lloré de rabia el día de las elecciones! Salí a la calle a gritar de frustración, ¿sabes? '¡se van a arrepentir, fascistas de mierda!', gritaba. Yo quería irme a estudiar el doctorado en ciencias políticas a España, pero visto lo que ocurre no sé si pueda hacerlo, seguro me tienen fichada por mis ideas, el Cisen, la CIA...
'¿De verdad cree que alguien la puede estar investigando? Esta idiota insignificante, esta estúpida teatrera, ¿de verdad cree que le importa a alguien? ¿Cree en algo esta gentuza o sólo se aúpan unos a otros como primates salvajes para mantener sus privilegios, aún psicológicos? ¿No serán en esencia como los terroristas islámicos y los etarras, como los comunistas de la Europa Oriental o los militares sudamericanos, gente que un día está ciega de euforia gritando consignas y al otro ya está tranquila bebiendo café en Starbucks? Dios santo. La necedad, si colectiva, dos veces necia', pensó el doctor sin prestar atención a la intervención de los estudiantes. La tomó por el hombro con un brazo y la atrajo hacia sí:
Te admiro, Claudia, ¿lo sabes? ¿puedo decirte camarada? Porque yo sí me doy cuenta del dolor que te atraviesa cuando miras la pobreza de alrededor, yo sí me percato de tus ganas de incendiar las estructuras que nos oprimen, ¡puta madre! ¡cómo no nacimos en otra época, Claudia! Una en que mereciera la pena apoyar a los que luchaban por el proletariado universal, una de armas tomar, no de marchas que no resuelven nada. Habría dado mi vida por acabar en los calabozos de los torturadores y escupirles a la cara.
Profe, no se exalte dijo uno de los estudiantes.
¡No seas pendejo! le espetó Claudia al estudiante no es exaltación, es la justa indignación de las personas que somos conscientes, ¿ves? ¡Yo pienso lo mismo que él y quisiera morirme combatiendo a esos hijos de puta! Mañana en la marcha habrá que hacer pintas, preparar cócteles molotov, de verdad sacarles un pedo, ¡puta madre!
Jesús levantó la cabeza, los ojos se le iban de borracho:
Tienes razón, cabrón, yo sé que Claudia vale mucho, yo sé que no estoy con cualquiera, mija, reina, ven para acá conmigo e intentó zafarse de los muchachos para irse al suelo. El Sapo Erecto volteó comprensivo desde la otra orilla del atestado salón. Las secretarias y algunos estudiantes se rieron. Ella se dejó arrebatar al doctor. Dijo, juguetona:
Jesús, estás borracho, voy a pedirle al coordinador que te dé el día de mañana, ¿eh? Así no puedes ir a la marcha, no estarás en condiciones, debes renunciar a tu alcoholismo Jesús, ¡es por nuestro país, chingado!
Se acercó el coordinador, de nuevo. 'Un intrigante al estilo de las novelas de Eco, un personaje de Balzac o Dumas con nosotros. Diabólico, perverso, nunca pierde la compostura ni aún soltando los más escandalosos mojones políticos o filosóficos', pensó el doctor. Y luego: 'lo echaré de menos'.
Claudia, ¿por qué no te lo llevas a acostar arriba? Que descanse un poco.
Ingeniero, es que es muy necio, no le perdonaré que no vaya a la marcha. Todos debemos ir.
Va a ir, ya lo verás intervino el doctor, dirigiéndose al alcohólico: ¿Verdad Jesús que vas a ir? Anda, camarada, no vas a dejarme abajo ahora que ya han logrado convencerme, ¿eh?
Jesús no respondía.
De modo que se ha decidido, doctor. Enhorabuena. Una persona de su calidad no puede faltar a esta protesta contra el fraude. Nuestra universidad debe adoptar una postura acorde a sus convicciones.
'¿Nuestra? Tuya, Sapo Erecto', pensó el doctor, 'sobre todo tuya y de tu pandilla'. Jesús pareció despertar para decir de repente:
¡Abajo el fraude, cabrones! Claudia, mi vida, voy a cambiar.
Los estudiantes se rieron y el ingeniero tomó del brazo a Jesús para conducirlo a una de las habitaciones de arriba. Le ayudaron los estudiantes, que tropezaban también, alcoholizados.
Alguien tomó la guitarra para tocar canciones de Silvio Rodríguez. Claudia y el doctor se acercaron. Cantaron a coro con los demás por espacio de media hora. Luego salieron a fumar. Hacía mucho frío afuera, despejado allá arriba, lleno de estrellas.
Claudia, eres admirable dijo el doctor dando la primera calada al cigarrillo.
Ella fumaba en silencio mirando al cielo, apartándose el cabello de la cara.
El doctor insistió:
Claudia, la revolucionaria, la camarada que...
Cállate, cabrón le interrumpió ella Ya no estamos con los otros, pendejo.
Se miraron.
Y estallando en carcajadas siguieron fumando, abrazados, para mejor aguantar el frío.

sábado, noviembre 23, 2019

Krkonoše

Metonimio opina que el pasado avergüenza y, a pesar de los cada vez más patéticos ejemplos de hombres de poder que hacen el ridículo, está convencido de que hay expresiones, aún privadas, que condicionan para siempre el horizonte político de quien las afecta. 'No puede ser presidente de la república, ni en dos mil veinticuatro ni en dos mil treinta, por mucho que se degraden el ambiente y las costumbres nacionales, quienquiera que haya escrito alguna vez las cosas que yo escribí en mis años mozos', se dice mesándose las barbas cada cierto tiempo mientras lee una carta suya, 'dios santo, qué propensión a los lugares comunes y la cursilería, qué irrisorios los esfuerzos por parecer sensible, querer cubrirlo todo y caer en el vaivén propio de quien no ha decidido aún si ser artista u hombre de negocios, hombre de ciencia o amante, una indecisión infantil cuyas manifestaciones, paradójicamente, reducen sin descanso las posibilidades de quien la posee'. Así, lee:
"El paseo por las montañas de Krkonoše fue magnífico, aunque ya te imaginarás el cansancio tremendo que me produjo. Al paseo fueron Hušek, Renata y su marido Petr, Zíta y su marido Tomáš, Daniel Pachner y un gordito cuyo nombre he olvidado. Llegamos el viernes por la noche y, a pesar de la obscuridad, desde entonces advertí la enorme cantidad de nieve que había en todas partes: sobre casas y caminos, autos, árboles y ríos. La cabaña en que nos hospedamos, propiedad de Tomáš, estaba en lo alto de una colina, de modo que ya te imaginarás la pesadez que fue subir cargado de cosas a través de la nieve y con temperaturas de menos catorce grados centígrados. Y arriba había trabajo qué hacer, pues había que alimentar las chimeneas con leña que previamente debía ser cortada, poner a secar las ropas húmedas o congeladas (mi pantalón de mezclilla estaba endurecido) y preparar bebidas calientes a las que se añadía ron y otros licores. Se bebió mucho vino, cerveza y licor, esa noche y la siguiente, en la cabaña y también en los restaurantes de las montañas, pretextando que el cuerpo debía calentarse.
"El sábado fue cuando me tocó esquiar, aunque sólo pude hacerlo por algo así como diez kilómetros, pues en los tramos de ascenso difícil o descenso muy inclinado, prefería quitarme los esquís y andar, no tanto porque no fuera posible usarlos sino porque no podía sostenerme en pie más de medio minuto bajo esas circunstancias. Naturalmente me caí tantas veces que he olvidado el número, aunque fue muy divertido y Hušek tuvo la gentileza de reducir su recorrido para acompañarme de cerca, mientras el resto hacía el recorrido más largo. En total, anduve unos veinte kilómetros a través de paisajes espléndidos que para mi mayor fortuna contaron con la generosa luz de un sol brillante y un cielo azul, circunstancia que según todos los asistentes es infrecuente en Krkonoše. Extensiones inmensas de coníferas, especialmente pinos, aparecían rematadas por la nieve y, de vez en cuando, se cerraban en torno al camino creando un efecto inquietante y fantasmal, además de reducir la temperatura considerablemente por la sombra que creaban. También pude pararme sobre territorio polaco, pues varios tramos del camino bordean la frontera con Polonia, la cual está indicada sólo por unos pilotes y algunos letreros, nada de alambradas ni murallas de ninguna especie. Regresamos agotados cuando ya había obscurecido y pude disfrutar esa vieja sensación de tiempos idos en que me producía satisfacción terminar una aventura físicamente comprometida, sobre todo cuando iba a la Barranca en paseos larguísimos junto con mis amigos. Sobrevivir siempre fortalece."
Metonimio subraya aquí y allá aquello que le parece más inaceptable. 'Qué frases, por dios, ¡ten tantita madre! ¿sobrevivir a qué? ¿qué extensiones inmensas y cuál vieja sensación? Con esto no llegamos ni al treinta ni al treinta y séis, ni como presidente de la república ni como escritor, vamos, quien esto escribe está en una situación más triste que la de quien no escribe nada, porque este último conserva intactas todas sus posibilidades mientras que aquel las cancela por medio de sus despreocupadas manifestaciones, pues no hay presidente de la república ni artista, hombre de ciencia o negocios, que se haya permitido consignar pensamientos como los aquí manifestados, ninguno de ellos ha debido temer nunca porque su vocación genuina y temprana los previene desde el principio contra las vanas idioteces y los conduce naturalmente hacia su destino, ¿por qué yo no he podido? ¿en qué he fallado?'. Y continúa leyendo: 
"Al día siguiente no empleé los esquís porque Hušek rompió uno de sus zapatos de esquiar y yo le presté los míos. Mientras ellos esquiaban durante cuatro horas, yo preferí caminar hasta Jánské Lázně, un poblado pequeño donde tuve a bien comer pollo empanizado y una sopa hecha con pancita de res que se parece muchísimo al menudo, aunque más espesa y, por supuesto, sin orégano ni chile, aunque con cebolla. Por la tarde regresamos a Praga, cayendo la noche mientras regresábamos en medio de música checa y calefacción automovilística. Y cuando llegué a mi casa mucho agradecí el baño de agua caliente después de cortarme las uñas de pies y manos. Estaba feliz. Debo reconocer que me la pasé muy bien, a pesar de que la mayor parte del tiempo estuve como testigo de conversaciones más o menos indescifrables en ese idioma del que, según yo, cada vez entiendo más.
"Descubrí que ese grupo en promedio cinco años mayor que yo tenía mucho de adulto y establecido, tenía su aspecto lúdico y también sus silencios. Se conocían desde hacía años y algunos recién estrenaban su matrimonio, la mayoría habían estudiado juntos y habían salido de la escuela casi al mismo tiempo. Si bien no era posible determinar hasta qué punto sus conversaciones reflejaban la confianza y la profundidad de sus relaciones, el escuchar conversaciones en un idioma todavía no dominado me servía para poner más atención a sus gestos y actitudes. Y así se descubrían cosas.
"Como el hecho de que Hušek era el más austero de todos y el de costumbres menos refinadas (comer con la boca abierta, echarse un pedo en la mesa, rascarse el pelo lleno de caspa enérgicamente en cualquier momento, etcétera). Todo ello, sin embargo, no compromete para nada el ser humano que es, pues no lo hace ni mejor ni peor, aunque quizá prefiera no oler sus gases la próxima vez. Es evidente que Hušek se va quedando atrás del grupo en el sentido de que los otros están encontrando a sus respectivas parejas y él parece incapaz de conseguir la suya. Sin embargo, hay actitudes suyas que merecen toda mi admiración, como el cuidado que puso en que yo tuviera todo lo necesario para esquiar y dormir o la atención de seguirme de cerca aún a costa de su propia diversión. Me encantó la pareja de Renata y Petr (sí, se llama igual que Hušek), sobre todo por lo que a Petr respecta. Siempre me ha gustado ver el amor en los ojos de alguien y es evidente que eso es lo que Petr siente por Renata, aunque esta última es más templada para corresponderlo. Renata es una mujer muy fuerte, algo dura en cuanto a dar confianza de inmediato. Fue necesario que yo pasara por toda esta experiencia para que me concediera una confianza mayor y sonrisas más pobladas, pues antes de eso sólo disfrutaba comentar sobre las dificultades que yo enfrentaría. Pero al parecer la convencí de que a mí también me gustan las dificultades y que, aunque físicamente inferior, también tengo resistencia. Pachner fue una agradable sorpresa por lo que se refiere a la capacidad de conversación que tiene. Él también comparte oficina conmigo, pero rara vez me había dirigido la palabra, aunque a decir verdad no habla más que muy contadas veces. Pues él, de quien ya había escuchado que era muy inteligente, logró darme algunas muestras de su singular inteligencia, no sólo técnica, sino también de sentido común. Fue muy agradable, a pesar de que olía a caca. Todo tiene un precio, supongo. El resto eran más ordinarios, que no menos interesantes, en todo caso grandes estímulos para aprender más rápido esa lengua que ellos hablan y que por momentos me parecía entender. Ya pronto."
'Estamos listos', se dijo Metonimio dando un puñetazo a la mesa, '¡así no, puta madre, así no! Si esto escribía hace veinte años ¿cómo puedo preguntarme seriamente qué ha ocurrido? ¿por qué no he llegado todavía a la presidencia de la república? ¿cómo es que no he publicado aún mi primera novela? ¿de verdad no entiendo por qué no soy un científico de primer orden?, ¡pero si todo está aquí mismo delante de mis ojos! Y casi diría más', agrega encendiendo un cigarrillo contra las indicaciones del doctor, '¿no están acaso contenidos en estos textos y su ñoñería, en su poca vocación de libertad y honestidad intelectual, los gérmenes de relaciones estúpidas destinadas a fracasar?, ¿no se entrevé la incapacidad para llevar a buen puerto el trato con alguien más? Ya escucho los gritos y esas pequeñas batallas de mierda en las que pierden su tiempo las personas menos talentosas, ya recuerdo las botellas rotas y las puertas astilladas, los dramas de telenovela (¡escúchame, estoy hablando yo!, ¡es que no se puede ser tan estúpido!, ¡¿de verdad tengo que vivir esto?!) y la respuesta es sí, sí tengo que vivir esto y convivir con personas horribles de las que abjuro y quedar a infinita distancia de las que me apetecen y yacer con las muy inferiores o las muy insuficientes porque es lo que me corresponde, porque para vivir algo distinto hace falta bastante más que la sola convicción de ser diferente, hacen falta talento y obra, hace falta no haber escrito lo que escribí, ¡esa monserga! ¡y encima en la creencia de que valía la pena!, ¡dios santo, qué torpeza!, ¡maldita sea, qué estupidez!'. Y con la mente puesta en dos mil cuarenta y dos apaga el cigarrillo, furioso, apretándolo en un puño hasta sofocarlo.

lunes, noviembre 18, 2019

Népliget

En las escasas semanas que le quedaban en Praga, dominado por la sensación de haber conseguido lo que había venido a buscar sólo porque ya había defendido el examen de grado con éxito, se decidió a viajar a algunas de las ciudades menos agraciadas del antiguo bloque soviético. No tenía mucho dinero, pues el tipo de cambio y el aumento de precios había sido cada vez menos favorable al poder adquisitivo de su beca. ¡Qué diferencia hacía tres años cuando se dio incluso el lujo de regalar efectivo a aquel pintor inglés al que su mujer había dejado de mantener! Lo que no hacía entonces por conocer y tratar a las personas que le resultaban interesantes, siempre en la mejor disposición para conocer otros idiomas y costumbres, siempre en la búsqueda de nuevos lugares y situaciones, lo que se dice un explorador o un aventurero en toda regla, aunque sólo fuera dentro de los límites impuestos por el sostenimiento de sus estudios. Porque no era un estudiante negligente: aprobó cursos, hizo exámenes, tuvo que preparar una tesis. Pero tampoco era un apasionado de su profesión: estudiaba lo justo, buscaba atajos, se aburría fácilmente. Esto último no se lo confesaba en aquellos años y menos aún en las últimas semanas en Praga, cuando más bien se felicitaba por haber logrado una meta y hacía caso omiso de las evidencias más escandalosas de su mediocridad: las publicaciones en revistas de baja categoría, la asistencia a congresos improvisados, el incipiente, pero todavía muy primitivo conocimiento del área. ¡Qué importaba! Era hora de festejar con un último viaje. Era hora de ir, aunque sólo fuera en autobús, hasta Budapest.
Preparó una mochila pequeña que se echó sobre los hombros y cortó sus pantalones más viejos a manera de shorts. El verano había comenzado con una canícula temprana que se extendía por toda la Europa oriental y, como quiera que sea, deseaba en aquel momento la misma libertad en su ropa que en su vida. ¡Qué ligereza! Sentir la levedad de la transición, el tiempo plano que transcurre cuando ya hemos concluido un trabajo sin haber comenzado el siguiente. Hallamos en el desempleo temporal nuestro verdadero lugar en el mundo, justamente porque nos ponemos fuera de él y, desde ahí, podemos juzgar impunemente sus ambiciones y prisas, su desaseo, decidir cómo vamos a regresar a su corriente aunque ya en ella tardemos un tiempo indefinido en volver a sacar la cabeza. Mientras el autobús baja a las tierras planas por una transitada carretera, él dormita confundido por estas palabras. Se pregunta quién le susurra todo esto con voz extranjera y, de repente, se ve en casa de su madre. Está acostado en su vieja habitación, rodeado de todos sus libros, a pocas semanas de mudarse a Praga. Las perras suben a la cama para acompañarlo y él, modorro como quien acaba de despertar, no logra decidirse a ponerse de pie seducido por el calor de los animales. Tiene frío. Oye la puerta de la casa abrirse y ve a las perras levantar la cabeza, alertas. Una sombra va creciendo sobre la pared opuesta mientras las perras gruñen. ¿Quién será? ¡Népliget!', grita al micrófono el chófer. Limpiándose las babas se pone de pie, recoge su mochila. Han llegado.
Durante el día caminó por las calles de la ciudad sin hacer más paradas que las necesarias para comer. Mochila al hombro, con la camisa entreabierta y el short mal cortado, paseó por la orilla del Danubio y subió a la colina del castillo. Hizo fotos y pidió, sonriente, que le hicieran algunas. Al final se dejó trasladar por uno de los viejos tranvías con asientos de madera hasta el hostal barato donde pasaría la noche. Durmió a pierna suelta. Poco antes de despertar, una vez más, el mismo sueño. Las perras y la habitación. La sombra que no se revela. Mientras desayuna siente el short más apretado que ayer y sonríe agradecido por aquel estímulo. Durante los años transcurridos en Praga ha vivido sobre todo de la masturbación, pues follar, lo que se dice follar, como no sea la historia esa que tuvo con el pintor inglés, ha habido poco. El miedo a las enfermedades, el amor a distancia, los mismos pretextos de siempre. Todavía no cumple treinta años y aunque su disposición a la aventura no excluye lo sexual, siente que ha disfrutado poco. Que no ha follado lo suficiente aunque nadie sepa cuánto basta. Que debería hacer mucho más en su vida de lo que ha hecho hasta ahora. Que ha desperdiciado la parte más potable de su juventud y el cuerpo, para qué nos vamos a engañar, no dura para siempre. Aprieta un poco más las piernas y se bebe el último sorbo de café dispuesto a llevarse a un húngaro a la cama. 'Debe ser fácil', se dice, 'porque hay siempre más promiscuidad en el subdesarrollo'. Entrega la habitación. Va de nuevo a la calle.
Pero no ocurre nada durante el día que no sea el turismo más aséptico. Una decepción. Un paseo más propio de ancianos que de un joven de su edad. El autobús que ha de llevarlo a la siguiente ciudad sale a la medianoche de la misma estación a la que llegó: Népliget. No desea caminar a obscuras, así que aprovechando los largos atardeceres de verano, se encamina hacia la terminal desde las ocho y llega poco antes de las nueve a los alrededores. Frente a la estación hay un enorme parque en el que no había reparado cuando llegó. 'Esta es mi oportunidad', se dijo, '¿en qué ciudad civilizada no hay escarceos en los parques al anochecer? La Barranca de Huentitán, Chotkovy Sady, el parque Eduardo Sétimo, la Alameda Central, el parque lineal del Turia, el Großer Tiergarten, la Rhonelle... esta es mi oportunidad'. Y acomodándose la cartera en un bolsillo frontal del apretado short por considerar que así existen menos posibilidades de que le roben, se internó por uno de los caminos del parque, escoltado por enormes árboles y apretados arbustos. No había avanzado cien metros cuando distinguió la primera sombra detrás de un matorral. Luego vinieron muchas más.
El camino asfaltado daba lugar a una terracería que a su vez conducía a una construcción abandonada e invadida de vegetación. La rodeó lentamente y siguió internándose. Había atinado. Cada vez más adentro en el parque, al amparo de sombras y claros, se hallaban hombres de todas las edades deseosos como él de un encuentro casual. La excitación, pero también el miedo a quienes le parecían maleantes, lo mantenía con la respiración agitada y el corazón saliéndole por la boca. Obscurecía. Había que darse prisa si quería desahogar la ansiedad, de modo que no lo pensó dos veces cuando vio al joven de aspecto gitano que le hizo una invitación de veinte centímetros. Llevaba tatuajes, tenía una mirada como aguzada y fumaba sin menoscabo de su cachondeo. 'No hay excitación que valga la pena si no contiene una pizca de riesgo', se dijo para animarse, decidido a no hablar para no revelar su extranjería. Aceptó dejarse llevar hasta la construcción abandonada y, una vez dentro, empezó a meter mano hasta eyacular, feliz, en el condón que el chico había tenido la buena cabeza de proporcionarle. '¿Español?', le dijo él luego de aquello. Y no tuvo más remedio, satisfecho como estaba de su suerte mientras se limpiaba, que decir que sí. Entonces el chico sacó un documento y se lo mostró señalándole la primera página. Era un pasaporte húngaro con su foto. 'Sí, ya veo, qué guapo, de modo que te llamas Lucian, ¿eh?', pero el chico volvió a insistir señalando con el dedo un renglón. ¿Qué me quieres decir?'. 'Birth date, fecha, minor, busco polizie'.
Sintió una punzada en la boca del estómago. No se atrevía a repetir la palabra que creyó interpretar y que corroboró por la fecha impresa en el documento: menor. Menor de edad. Intentó conservar la calma cambiando de tema. Imposible. El chico dio un paso hacia atrás con el documento extendido y le mostró con la otra mano el condón que le había quitado con su esperma. 'Esto no está ocurriendo', se dijo, cancelaría su viaje, volvería a Praga y de ahí a su tierra, pasaría de nuevo una noche en casa de su madre, acompañado de las perras, sólo había que quitarse a este gitano de encima, sólo había que tomar el autobús para cuya salida ¿cuánto faltaría? ¿una, dos horas? Intentó saltar sobre el chico para quitarle el condón, pero éste se escabulló y empezó a gritar algo incomprensible. Lo alcanzó y lo sujetó con fuerza tapándole la boca, luego sacó su cartera. '¿Quieres dinero? you see? money? ¿eso quieres cabrón?', pero el chico le pegó una patada en la entrepierna y se fue corriendo y gritando de nuevo. '¿Pero será posible? ¡sólo quiere joderme! ¡esto es una locura!'. En la creciente obscuridad le costó darse cuenta por dónde se había ido el chico y cuando creyó alcanzarlo se halló delante de otra persona: lo había perdido. Ya no escuchaba los gritos de nadie, pero el murmullo de los insectos y de los matorrales agitados por el viento le resultaba ensordecedor. 'Quizá deba quedarme escondido en el bosque hasta que llegue la hora de la salida del autobús', pensó, 'pero primero debo saber dónde está la salida, no queda mucho tiempo antes de que esto se convierta en una boca de lobo, dios santo, después de todo yo no he cometido ningún crimen, el chico me invitó, pero ¿quién me creería en un país extranjero y sin conocer la lengua? joder, tengo todas las de perder, definitivamente lo mejor es escaparse en el autobús llegado el momento, adelantar quizá el viaje de vuelta a casa, qué vacaciones ni qué diablos, esto me pasa por...'. Una botella se rompió en la distancia y sintió que la sangre se le agolpaba en los tímpanos. Intentó orientarse para salir del parque y luego de llegar dos veces al borde del mismo, encontró un claro desde el que podía ver la estación de autobuses al otro lado de la avenida. 'Ahora a esperar', se dijo.
Pasa ya muy poca gente por la calle, pero sólo escuchar pasos lo pone nervioso. Un individuo ha creído que se hallaba ligando y hubo que despedirlo agitando los brazos hasta asustarlo. 'Debió creer que era un delincuente', se dijo. Ha sentido que se le cerraba la garganta cuando pasó un carro de policía con las luces y la sirena encendidas, pero pasó de largo. Diez minutos para la medianoche. Hora de intentar llegar al autobús. Ya cruza la avenida desierta mirando para todos lados y se mete en la estación donde mucha gente dormita entre borrachos y drogadictos. 'Platform 12', lee en la pantalla y se dirige de inmediato para allá. El chófer verifica sus documentos, sonríe diciendo que todo está en orden y le da la bienvenida. Salen de Népliget y en menos de media hora ya están en la obscuridad de la carretera, fuera de Budapest. Suspira aliviado y, completamente agotado, se duerme. El sueño. La sombra que crece...
Sacudiéndolo por el hombro violentamente, alguien lo despierta.

domingo, noviembre 10, 2019

Finisterre

Los aviones más grandes, como los elefantes, tienen cara de resignación. Formidables bestias. Mi vecino de abajo, el pintor, me miró con media sonrisa cuando se lo dije sin venir a cuento, sólo para interrumpirlo. Entendí que se quejaba del ruido que hacía yo durante mis ejercicios, aunque él no elevaba la voz ni tenía la jeta larga, sólo miraba con curiosidad creciente hacia el interior de mi habitación mientras seguía hablando. Yo montaba en mi bicicleta estática todas las tardes, como un animal sometido a un experimento, y mi piso su techo debía vibrar aunque sólo fuera lo justo para notarme. Un roce repetido. Un golpeteo sordo. Un eco de hormigón. Él asintió al final de ese momentáneo silencio de ponderación y, como reanudara su discurso tranquilamente, pensé haber atinado en la gramática. Porque ya desde entonces me habló siempre en francés. Porque, ingenuo como yo era por tener poco tiempo en aquel país, ignoraba la costumbre local de hablar en la propia lengua y aún en el dialecto más cerrado a todo cristo, sin consideración de extranjerías o dificultades. Porque ningún francés permitiría que una cosa tan ridícula como la de no entender ni oui ni non se atravesara en el camino de una buena discusión intelectual, pero menos que nadie un bretón del Finisterre. Y pintor, encima.
No tuve más remedio que hacer ademán de invitarlo a pasar, cosa que hizo quitándose los zapatos y sentándose sobre la cama hasta recargarse contra la pared. Le ofrecí vino que aceptó de buena gana e interrumpí así mi rutina de ejercicios, una más de las muchas que ensayaría, sin éxito, durante mi vida. Los ojos hundidos y pequeños, color negro cenizo, la nariz ganchuda y la tendencia a mirar de lado o por encima, le daban un aire córvido muy adecuado para examinar mis estanterías y escasos libros. Su conversación, de la que pude colegir que estudiaba por indicación de sus padres una carrera de diseño que no le interesaba o que había tenido una relación intensa con una mujer que, como él, había caído en la toxicomanía, estaba puntuada por preguntas de cuya contestación prescindía, ya porque fueran retóricas, ya porque no me bastaba el tiempo que me daba para responderlas. Fue así, en medio de un olor a leche agria preferible al aire helado de febrero, como supe que pintaba. De modo que, fingiendo un interés que no tenía, aproveché esta noticia para hacerme invitar a su habitación y sacarlo de la mía.
Bajamos un piso. Improvisado como taller, aquel cuarto tenía una atmósfera tan cargada como la cantidad de objetos que tenía, todos ellos en completo desorden. Caballete y pinceles, sí, algunas telas sucias con pintura, pero también platos y cacerolas, pan y restos de sopa de pescado, montañas de ropa y recortes de periódico. Entonces sentí interés. Imitándole, me hice un lugar en su cama apartando pañuelos sucios y tarros abiertos de compota, miré hacia el techo de donde había venido el ruido de mi furioso pedaleo y sentí alegría. Él debió notarla porque interrumpió su discurso para volver a ofrecerme esa media sonrisa con la que me obsequió en el piso de arriba cuando lo de los aviones. Le pregunté por su trabajo y, negándose a descubrir el caballete cubierto por una sábana, sacó una enorme carpeta de una estantería alta y, sin ponerla en mis manos, se sentó a mi lado para hojear sus contenidos. Era tal la cantidad de objetos sobre la cama que se hallaba muy pegado a mí en esa pequeño territorio que yo había abierto en mitad de ella. Un contacto extranjero. Piel, olores, sus zapatos y los míos tirados por el suelo. Los dibujos eran mediocres, pero como en todos los inicios yo me hallaba abierto al mundo de la forma más generosa posible y, como una copa, recogía su belleza para beberla sin importar cuán oculta se hallara. En los objetos y paisajes. En las personas. En los accidentes y calles habituales o desconocidas. Me despedí de él, iluminado.
Como si se tratara de un secreto, oculté mi relación con el pintor a los que por entonces se pasaban por mi habitación: los hispanohablantes y sus amigas polacas, los magrebíes, pero sobre todo el par inverosímil de un camerunés y un alsaciano, negro y blanco, con los que solía cenar de vez en cuando en lugar de beber alcohol o fumar du shit como hacía con los otros. Que un gabacho conviviera con un africano se explicaba como una instancia del principio general según el cual un francés pasa su tiempo con extranjeros sólo si es un individuo marginal o fracasado. El alsaciano era infantil y, aunque enterado de los asuntos del mundo, demasiado lelo para sus coterráneos más funcionales, de modo que debía compensar satisfactoriamente el vacío social por medio de la convivencia con aquel negro dócil que lo acompañaba a todas partes. Éste, a su vez, debía apreciar más la conveniencia de comer gratis que la molestia de sobrellevar una presunta amistad a la que no faltaban pequeñas exigencias. Porque al alsaciano le gustaba hablar de política y costumbres, de religión y sexo y economía, de ciencia, sin que le impidiera exponer sus puntos de vista la absoluta falta de referencias comunes con el negro. Con los carrillos hinchados de comida, éste asentía a todo lo que el alsaciano contaba sin hacer siquiera un esfuerzo por disimular su falta de interés o comprensión, de modo que al hallarme dispuesto a prestar oídos y a debatir cualquier tema desde mi condición de inferioridad lingüística (y, desde su punto de vista, probablemente también cultural y genética), el alsaciano intentó decididamente incorporarme a su órbita. Lo consiguió parcialmente, aceptando que no me sometiera a las mismas sevicias que el negro, pero utilizándome como depósito de sus pensamientos y cuitas. Acepté el trato inicialmente como parte de mi disposición a abrazar todo lo que la nueva vida me daba, pero luego también por divertirme con la candidez de sus confesiones.
Mientras en medio de risas el negro nos contaba anécdotas picantes de su relación con una menor de edad francesa de familia adinerada, prometiendo presentárnosla pronto, el alsaciano me hablaba en privado de la urgencia de poner fin a su virginidad, de que había descartado ser homosexual por no haber hallado en ello estímulo suficiente (j'ai mis le doigt, je te jure!), de que, como a buen hijo de Descartes, los musulmanes y judíos le irritaban por su incapacidad de razonar. Un buen chico en busca de orientación. Uno de esos franceses excepcionales de ropa bien cuidada y buen olor. Un poco bobo, es verdad, un tanto insensible y egocéntrico, pero dueño y sujeto de una lógica impecable. Y, sin embargo, sólo superficialmente distinto del pintor que una tarde tocó a la puerta mientras el alsaciano y yo hablábamos de su infancia. Quiero decir, mientras él hablaba. No hubo más remedio que presentarlos.
Se miraron con recelo. Luego de unas cuantas frases el pintor se quitó los zapatos y se sentó en mi cama, tocándose la cara grasosa con más frecuencia de la habitual. Que ahora mismo el frío era mayor en Finisterre, dijo con cierta presunción y como burlándose de sí mismo por hablar del clima. Que era mayor en las montañas, dijo entonces el alsaciano como quien acepta un duelo, porque allá el frío pela y los metros de nieve y la sombra, precisó. El pintor reviró que eso podía ser, pero el frío no es nada si no se acompaña de un viento y una humedad como los de Bretaña. Para volverse locos. Yo les serví vino y me senté sobre la bicicleta estática a pedalear muy lentamente mientras ellos se enzarzaban en otras disquisiciones geográficas y meteorológicas, con la misma pasión y ritmo de quien hace esgrima. El alsaciano ignoraba todo en materia de nombres propios del pasado, de Vermeer a Velázquez, de Bacon a Renoir. Al pintor le enfadaba profundamente que se trajera a colación la política contemporánea, aunque se hallaba cada vez más divertido por el descubrimiento de aquel juguete humano del que se podía extraer tanto alimento surrealista. Cuando se hubo acabado el vino, el pintor se puso de pie y se calzó de nuevo sus desgastados zapatos negros rematados en punta. Se acercó a mí para despedirse y, como hiciera ademán de besarme, dejé de pedalear y nos ofrecimos ambas mejillas. Vaya tipo más raro, dijo el alsaciano una vez que se perdieron los pasos del pintor por el pasillo. Olía a leche agria, agregó. Le sonreí sin responder nada. Volví a pedalear.
Cuando ya era primavera la conocimos. Una chica normal, aunque el negro nos dijo más tarde que consumía drogas, no supo decir si fuertes o de las que todo el mundo, especialmente los magrebíes, usaban. Llevaba rastas en el pelo y ropa limpia, lo que no era suficiente para saber si, como decía el camerunés, era de familia adinerada. Nos miró con indiferencia, un tanto ausente, durante los breves minutos en que estuvieron en mi habitación, mientras quedábamos para vernos otro día, quizá comer juntos. Estaba seria, a pesar de que el negro reía a carcajadas, pero no parecía molesta. En algún momento la vi morderse las uñas. El alsaciano describía con grandes gesticulaciones lo bien que la pasaríamos cuando nos reuniéramos y yo pedaleaba otra vez, pareciéndome que todos actuaban de manera extraña. ¿Estaban nerviosos? Bajé de la bicicleta para despedirlos y en la puerta apareció el pintor, estorbando la salida. Presentaciones. El negro riendo por lo bajo por lo que luego nos confesó era el aspecto gracioso de aquel personaje, aunque ni el alsaciano ni yo pudimos entenderlo. Debería venir a la comida, apuntó ella en una de sus pocas intervenciones. Claro, por qué no, coincidimos todos, incluido el pintor, que aceptó la invitación con una ceremonia inusual que me hizo pensar que también se hallaba nervioso. ¿Era ella la causa? Figuraciones mías, pensé, debía ser el deshielo y el cambio de clima.
En el par de semanas que precedieron a la comida hubo dos movimientos que, ahora lo veo, eran anticipaciones inconscientes de lo que estaba a punto de ocurrir. El pintor se presentó una tarde lluviosa con un par de discos y una botella en las manos. Son películas, dijo, descalzándose conforme a su costumbre e instalándose junto a mí en la cama para verlas. Nos servimos vino y entrecerramos las cortinas para crear la atmósfera de un cine. En la pantalla aparecieron dos mujeres en lencería ligera que recibían a un cartero al que hacían pasar a casa, persuasivas. Le acariciaban por encima del uniforme y le besaban la boca, el pecho, las nalgas y el paquete, para luego ocuparse de su erección por todas las vías. Era pornografía. Aguanté la turbación excitado por los posibles significados de esta iniciativa, pero también porque mi disposición para abrazar el absurdo era entonces la más alta. En la obscuridad distinguía sus pies, envueltos en calcetines negros lisos, contorsionándose por lo que suponía era excitación, mientras vigilaba de reojo su entrepierna por si aparecía algún bulto del que hubiera que dar cuenta. Permanecimos callados largos minutos. De vez en cuando él se pasaba una mano por la bragadura haciendo que el olor a leche agria subiera hasta mi nariz con mayor intensidad. ¿Cuándo terminaría esto? ¿Cómo? La tensión comenzaba a ser reemplazada por el aburrimiento y entonces él habló de cualquier cosa, se puso de pie y sacó el disco. Yo abrí las cortinas. Volvió al relato de su antigua relación tormentosa en que su mujer y él tenían sexo y se drogaban por noches enteras. Sus ojos se volvieron más cenizos. Estos dientes me han quedado así por culpa de aquello, me dijo mostrándome una encía babosa en que se distinguían manchas negras y oquedades. Se despidió de cualquier manera dejándome los discos, pero llevándose lo poco que quedaba de la botella. Para trabajar, decía.
El segundo movimiento consistió en el reemplazo por alcohol de las cenas que tenía con el alsaciano y el negro. Ellos no solían beber y yo sólo lo hacía con los hispanohablantes y las polacas, pero el alsaciano debió pensar que aquello era una forma de alejarse del carácter infantil de nuestro trato. Con el incondicional concurso del negro y una participación inicialmente escéptica de mi parte un primer indicio de que se resquebrajaba mi disposición para con ese nuevo viejo mundo nos dispusimos una noche a dar cuenta de una botella de tequila. Poco acostumbrados a beber, el alsaciano y el camerunés se entregaron a toda clase de payasadas que yo aproveché para meterles mano y llevarlos a nuevos límites de degradación: besos en la boca, patadas en los testículos, pintura de labios con el lipstick que dejó por ahí la novia del negro, finalmente mear en todo sitio, incluso desde la ventana, aprovechando que estábamos en la habitación del alsaciano en el cuarto piso. El experimento se repitió una vez más junto con la chica del negro que, aunque no bebía, aprovechó para drogarse y follar con éste en el baño. Mientras eso hacían, el alsaciano me explicaba, sobreexcitado, que oírlos follar lo ponía caliente y que semejante consecuencia lúbrica constituía una prueba más de que no era homosexual. Yo me reía de él llamándolo abiertamente estúpido y liquidando así, alcoholizado, los últimos restos de belleza de mi primer período francés.
Pero quedaba uno, quizá el más importante, el día en que todos cenamos juntos para luego beber y fumar hasta altas horas de la madrugada. Una noche en que el universo restauró el orden natural de las cosas con una solución de fuerza. El negro y su chica alternaban momentos de discordia con otros de amartelamiento, ya entrando juntos al baño, ya saliendo al pasillo para gritarse insultos, mientras el alsaciano, el pintor y yo fingíamos extraer lecciones filosóficas de la contemplación de aquel vaivén amoroso. A los nombres por él desconocidos de Boris Vian o Raymond Radiguet, que en materia de amor, según el pintor, lo conocían todo sin necesidad de teorías, el alsaciano oponía puntos de vista científicos que, como bien se sabe, constituyen la forma más infantil de ir por la vida. Por eso los museos de ciencia son para niños y los de bellas artes para adultos, le explicaba yo al alsaciano para completar la media sonrisa del pintor, porque hay que ver el poco mérito que tiene la capacidad de un cerebro para reducirse a la deducción maquinal de los ordenadores, un programa sin criterio, una ejecución ciega. Que estábamos equivocados, decía el alsaciano, que sin criterios racionales acabaríamos en la extinción. Que prescindir de la razón nos ponía en igualdad de condiciones con judíos y musulmanes. ¿Pero quién hablaba de eso? No entiendes nada. Y en eso un portazo de la chica y el negro que abre la puerta tras ella para gritarle. Que la dejara en paz unos momentos y se sentara con nosotros, aunque no entendiera nada. Y yo me pongo de pie para alcanzar a la chica y el pintor tras de mí, mientras el alsaciano y el negro, aprovechando su amistad, se quedan en la habitación hablando. 
Ella fuma en la escalera y no tiene deseos de hablar, de modo que el pintor y yo sólo la acompañamos. Ya no hace frío a pesar de que una ventana del pasillo está abierta. ¿Por qué cantan algunos pájaros de madrugada?, me pregunto. Entonces el pintor se me acerca, me sujeta firmemente por la cintura, y decidido me planta un prolongado beso en la boca que, extrañamente, no me toma por sorpresa. El olor a leche agria, su cara grasosa. Conforme transcurren los segundos voy comprendiendo que no me besa a mí, sino a la chica, que efectivamente se levanta como hipnotizada y acerca su boca para sustituirme. Con el intercambio, el pintor se la lleva a su habitación y yo me quedo solo en la escalera escuchando al terco pájaro nocturno. La noche de Europa. La cara de los aviones. Tardo en volver a la habitación donde me guardo de decirles al camerunés y al alsaciano lo que acaba de pasar, el primero se tira en la cama y se queda dormido, el otro se marcha al poco tiempo a su habitación llevándose al negro que no tiene ya cabeza para preguntar por su chica. Me quedo dormido luego de masturbarme, aliviado.
A la mañana siguiente me despiertan frenéticos golpes en la puerta. Es el alsaciano. Que lo acompañe a la recepción del edificio, que es urgente. El camerunés ha encontrado a su chica en el cuarto del pintor y le ha roto a éste la nariz. Vamos deprisa hasta abajo, gotas rojas en el suelo y amenazas de llamar a la policía, la chica fumando con el rostro ausente, apartada, el negro con la cabeza entre sus manos porque piensa que pueden echarlo del país. Lâche! le grita el alsaciano al pintor y éste lo insulta en dialecto, temblando, de modo que lo tomo por los hombros y lo llevo a su habitación tratando de convencerlo de que desista de cualquier ajuste de cuentas. Le paso un pañuelo tras otro. Blancos, de papel, luego rojos y empapados, incorporados al montón de cosas que invaden el suelo y la cama de su habitación. Qué bien secan estos pañuelos, pienso mientras él repite con los ojos llorosos une affaire de cul, une affaire de cul, no se rompen y a la vez son suaves, une affaire de cul, cuando me vaya de aquí me llevaré una caja entera, ya lo creo que sí. Levanto la vista y ahí está el caballete sin su sábana, desplegando una tela vacía. Me invade un profundo cansancio.
La chica es una puta, dice el negro más tarde, satisfecho de dar por zanjada la cuestión con esa fórmula que presuntamente salva su honor. Han terminado como es lógico. El alsaciano me consulta sobre la conveniencia de invitar a la pute a salir, visto que fue la novia de su amigo y que ya pasó por las manos del pintor. Así podría perder la virginidad con alguien que sabe lo que hace, afirma con enorme sentido práctico. Usaré condón, por supuesto, pues estoy bien enterado de los riesgos y de cómo evitarlos. Es un cartesiano, un hombre de negocios en su tiempo. Es higiénico. El camerunés no tiene objeción, que haga lo que quiera con ella, no piensa volver a verla. Y en mi habitación, perdida una vez más mi capacidad para apreciar la belleza del mundo, la chica y el alsaciano recrean el amor en su versión más civilizada, más antigua, mientras me repito que il faut jamais profiter de l'élan.
Jamás.

domingo, noviembre 03, 2019

Suplantación

Pensando en la gran cantidad de libros o películas que he reunido y que sólo la cada vez más escasa aparición de gente nueva en mi vida permite revisitar con algún entusiasmo, si no didáctico, sí cómplice, me ha venido a la memoria el recuerdo de las varias ocasiones en que, orgullosos de nuestra historia juntos que contaba ya con varios lustros, nos persuadíamos el uno al otro, con algún aspaviento confirmatorio, del gran esfuerzo que supondría tener que empezar con alguien más y ponerlo al tanto de la propia vida, enseñarle lo que somos y hemos reunido, acaso buscando en él resonancias que nos aseguraran su comprensión y alimentaran la creencia en su idoneidad, 'qué pereza, ¿te imaginas? volver a contar nuestra historia y explicar nuestros gustos y manías, enterarlo del lenguaje que usamos para navegar el mundo e inventarse uno nuevo, encima', así nos convencíamos de que no había manera de sustituirnos, si no por la originalidad irrepetible de nuestra relación, sí por la cada vez mayor cantidad de experiencias y conocimientos que compartíamos, una cuesta imposible de subir para quien quiera que deseara ocupar nuestro lugar allá en la cima donde nos creíamos a salvo de cualquier amenaza para siempre, fuimos ingenuos, tal vez hipócritas bienintencionados que creyeron poder fijar algún aspecto del futuro por encima de accidentes y circunstancias, sólo para descubrir que los problemas sin solución sí existen como también existe un tiempo más allá de nosotros que puede presidir otra persona, una cuya mirada hacia las mismas películas y libros no estaría ya contaminada de suficiencia como lo estaban las nuestras en los años de inmortalidad, 'ya me veo, ¿te imaginas? hablando de todo lo que te conté a lo largo de los años como si fuera nuevo, llamando la atención sobre esta escena o aquella línea, señoras y señores, con ustedes el show de mí mismo, la tensión entre el delirio de grandeza de mi juventud y la temperancia de mi madurez, la libertad irracional del surrealismo y las cadenas de la historia patria, el misterio del continente americano como ensoñación o pesadilla del racionalismo europeo, haber nacido en el universo onírico y vivir de prestado en el socialismo, ¿cómo podría siquiera empezar a hablar de lo que he visto y leído? me sentiría ridículo y me acordaría de ti irremediablemente como de un ojo que juzga desde mi conciencia la impostura de intentar comunicar lo mismo a otra persona, un esfuerzo fútil, una payasada, pero también una fatalidad para quien posee preocupaciones vitales persistentes y reiterativas, caracol cada vez más lento que lleva a cuestas una casa cada vez más grande y compleja, tal vez una prisión', ignoraba entonces que yo volvería a intentarlo, pero también tú casi al mismo tiempo, quién sabe si por deseo genuino o por venganza, no debería juzgar tus motivaciones porque el tiempo las aleja de mi comprensión vertiginosamente y en última instancia al viejo amante leal le asiste el derecho a casi todo, pero en tu solución para el problema de qué hacer con la música y las películas, los libros y los objetos de nuestra vida en común, hubo una respuesta original que no por lógica fue menos inesperada, contraria a mi respetuosa relación con la memoria, a saber, el abandono de lo que demostró ser sólo préstamo y la suplantación de tu persona por un desconocido, un hombre que se te parece y usa tu voz y tu rostro, que aún conserva los mismos gustos en el vestir y el calzar, pero que mira desde una obscuridad inalcanzable y hosca, desprovista de amor o generosidad, ahora es grande la tentación de creer que pasaste los varios lustros de nuestra vida en común reprimiendo a este hombre nuevo y que, por este motivo, el verdadero suplantador es el que yo conocí en ese tiempo nuestro de inmortalidad, ¿no es extraño?, podríamos habernos muerto en la creencia de que eras ese que has resultado no ser y al que por fortuna le fue concedido morir para dar paso al verdadero tú que se llena de arena los pies en la playa, rodeado de amigos, bebiendo cerveza, al que escucha la música de la que abjuró en otro tiempo y asiste a todos los estrenos de cine, al que en vez de cenar en casa sale a restaurantes y usa pijama para dormir, al que celebra su cumpleaños con un gran servicio de catering y decoración ad hoc en un salón rentado al efecto, pues bien, no es la tuya una solución al alcance de mi capacidad para enajenarme, y ahora comprendo que la práctica totalidad de nuestra memoria era sólo mía, y es así que he debido asumir nuestra herencia porque se trata de mi propia vida y he debido intentar lo que hace años considerábamos imposible, 'esta escena siempre me ha gustado de una manera perturbadora y extraña, ¿sabes?, porque me recuerda el momento en que tuve que bajar a la morgue a reconocer el cuerpo, acompañado de un desconocido como el protagonista ahora, se abre la bolsa y ahí está quien hasta hace unos momentos todavía respiraba, marmóreo, gris verdoso, con una ligera contracción en los labios que deja a la vista sus dientes, esos que todavía hoy deben estar en su calavera, ¿te he contado que ese mismo día quedé con alguien para follar? parece mentira, pero mientras lo velaban yo ya estaba en el cuarto de un motel y mi pareja durmiendo en casa, ¿cuánto más podía prolongarse aquello? ¿cómo pudimos hacerlo? por eso me toca tan de cerca la película, con esas exploraciones nocturnas del doctor al que ha bastado entrever dos o tres cosas sobre su mujer para que se disparara su voluntad de asomarse, aún superficialmente, al horror de las pasiones sin brida: la prostitución y la enfermedad, las drogas, la orgía o el incesto, los lúbricos gestos incontenibles de un homosexual que dirige miradas lascivas a quien se le pone a tiro, esta larga lista de placeres que, como la muerte misma, están siempre ahí, acechando, a la vuelta de la esquina', y como esta he debido explicar muchas cosas más a quien sin duda ya acumula malos entendidos y alimenta pequeños monstruos que nos devorarán en el futuro, no importa cuánto me empeñe en oponer diques a la inundación que viene, no importa cuánto confíe en la juventud como cuenco en que puede vaciarse, corregida y mejorada, mi persona, ya podrías venir tú desde el pasado a reunirte con él para instruirlo acerca de los tratos conmigo, de cómo mi mal carácter y el salmón, de cómo los paisajes que quise y la nostalgia y el aire del altiplano, pero nada evitaría el misterio: con él nos cruzamos una tarde en medio de ciudad natal, con él nos despedimos lustros después en Santa Teresa pasando su débil llamita azul, ondulante, de unas manos a otras, irremediablemente esperanzados.