domingo, marzo 25, 2012

Sesenta

A Norma, mi madre

Mis padres están muertos. Hace años que no puedo ir a preguntarles cosas sobre mí misma que me hubiera gustado saber. O que supe y he olvidado. O que recuerdo mal o deliberadamente me empeño en reescribir sin que quede hoy una sola voz para refutarlas. Una presta poca atención durante su vida a las variadas memorias donde están guardados nuestros recuerdos: familiares y amigos, pero también objetos y aun los escasos paisajes que han sobrevivido a la majadería moderna. Entiendo que pierdo mi tiempo porque aun consultando a quienes deseo consultar nada me garantiza que no estén mintiendo o que no sean ellos mismos víctimas de la desmemoria y la tergiversación. Todo cabe. Pero lo que llamó mi atención esta mañana de las sesenta primaveras fue la certeza de que se ha puesto en marcha mi difuminación.
No quiero que se me tome por una histérica. He desayunado frugalmente -café, un par de galletas, una naranja- y pronto empezaré a arreglarme para salir con mis hijos y nietos a un buen restaurante donde me festejarán. Me siento animada, contenta, lejos de la ñoñería vacua de lo que hoy se ha dado por llamar realización y todavía más distante del sentimentalismo grosero que asalta a los ancianos desocupados. Yo siempre he debido trabajar, apenas vislumbro mi retiro. Pero con todo y mi pragmatismo soy dada a interpretar las circunstancias como si leyera en ellas la mano del destino. Me gustan los sueños y pensar en ellos, aunque comprenda que las interpretaciones son ficción, ganas de significado. Y aunque esta mañana no he podido recordar una sola imagen, tengo la certeza de haber soñado a mis padres, reparando así en la obviedad de que nadie queda ya para recordarme las circunstancias de mi nacimiento y los primeros años, siendo como soy una de las hijas mayores (luego, mis hermanos no pueden ayudarme al ignorar tanto como yo) y no teniendo contacto ni sabiendo siquiera quiénes acompañaron a mis padres en aquellos tiempos (luego, no puedo ir a buscarlos y muy probablemente hayan corrido ya la misma suerte que mis padres).
'Por algo se empieza', me he dicho algo melancólica. Se han esfumado ya mi nacimiento y mis primeros años, de acuerdo. No hay nada de extraño en ello y desde ahora puedo anticiparme a lo que sigue: el tiempo terminará devorando toda memoria y en algún momento no quedará nadie vivo que me haya conocido y pueda siquiera referir cómo hubo de inclinarse a cerrarme los ojos y secar ese sudor postrero que queda en los cadáveres, quién me besó por última vez sinceramente dolido con lo inevitable ni cómo se dispuso que mis restos fuesen inhumados o cremados según mis deseos, sin contemplaciones teológicas ni pretextos para lápidas ni peregrinaciones. Pasará luego más tiempo y aun quedará quién sepa de mí algunos datos sin haberme visto nunca: con quién estuve casada y a quién jamás concedí el divorcio, qué hicieron mis hijos y qué aspecto tenía en una fotografía cada vez más deteriorada o un archivo de computadora que finalmente se extinguió. Luego nada. O mucho menos. Quizá se sucedan generaciones de descendientes hasta que llegue el momento en que se agoten todas las fichas y no haya más savia qué transmitir: el triunfo de la esterilidad.
Sé que todo esto carece de importancia, pero lo he pensado. En la televisión no han dejado de transmitir cada minuto de la visita de un líder religioso y entre el público he visto verdaderos ancianos cuyo jovial entusiasmo no comprendo. No tengo dificultad en explicar y aun consentir que la gente más joven e inexperta vaya y aplauda presa de la euforia colectiva por ideas, símbolos o vaguedades. Catársis tuve muchas yo también. Pero aun joven y madura y ahora sexagenaria nunca tuve pasiones abstractas que no me concernieran personalmente: amé a un hombre concreto, no al matrimonio; amé a mis hijos desde que fueron criaturas hasta que fueron adultos llenos de vicios y defectos, pero no la maternidad; amé a algunos de mis perros, pero no me atrevería a decir que son el mejor amigo del hombre ni a defender su causa que siempre sería la mía. Tuve la suerte de que no me costara ningún trabajo concentrarme en lo esencial. Y de poder distinguirlo, aunque esa esencia fuese imperfecta.
He apagado la televisión, tomado un buen baño, vestido y maquillado con lentitud. Ahora espero a que lleguen mis hijos y nietos con su habitual cháchara de asuntos domésticos y proyectos interminables para hacerse millonarios. Algunos de mis hermanos me han llamado y luego de horas de haberlo olvidado, he vuelto a recordar el asunto de la difuminación. 'No tengo preguntas', me dije riendo como loca cuando me percaté de ello. Quisiera ver a mis padres, pero a ese imposible encuentro no llevaría una libreta con dudas sobre mis primeros años por la sencilla razón de que nada de eso me interesa. El encuentro sería trivial. Me sentaría en la sala dándole un abrazo a mi papá, preguntándole dónde se ha hecho ese rasguño en las manos y escuchando la misma historia del esmeril o el crisol, la pulidora o el mazo; mi madre volvería a compararme con mis hermanos y a presumirme lo bien que les va en sus profesiones y matrimonios. Veríamos la tele. Me invitarían a quedarme junto con mis hijos.
Hora de irme: llaman a la puerta.

sábado, marzo 17, 2012

Armarios

And you'll ask yourself
Where is my mind?
The Pixies

Cuando hubo pasado el tiempo necesario recordé que en medio de aquella aventura veraniega no faltaron ocasiones entre el sexo y el arroz con azafrán en que me tirara boca abajo sobre la alfombra de tonos azules de su departamento en el último piso de aquel edificio de Černý Most y me pusiera a leer con avidez
El hombre sentimental, llenándome los ojos de lágrimas en no pocas ocasiones y saliendo al pasillo para llamar hasta el otro lado del Atlántico al amor firme y entonces desdeñado que aguantó como el personaje Hieronimo Manur (acaso con mejores resultados) mis inconstancias físicas, que no sentimentales.
Eran tantas las similitudes entre la historia novelada y mi propia historia que amparado por el tiempo transcurrido consideré posible imitar su tono y estructura para explicarme lo que aun no lograba digerir aunque ya no visitara aquel departamento ni apenas tuviera noticias de quien por tantos meses ocupó mi mente y sentimientos (pero sobre todo mi sexo) con un apasionamiento que no volvió a repetirse. Mis notas empezaban así:
"Recuerdo ese tiempo con claridad, aunque también con vergüenza y miedo, sentimientos los últimos que sin duda fueron los responsables de que hubiese hecho tan larga pausa para continuar estas notas que hasta enero de 2003 y durante catorce años escribí con cierta regularidad, cada tres o cuatro meses y casi mensualmente al comienzo, aunque reanudar dicha tarea quizá no signifique todavía la plena superación de lo que entonces tuvo transcurso, si acaso un buen síntoma el desear hacer memoria de lo que hasta hace poco resultaba intolerable como pensamiento y se resistía a la palabra; o es más bien que escribir estas páginas siempre ha tenido el propósito subrepticio de garantizar el olvido mediante la fijación –quizá equivocada, forzosamente subjetiva- del pasado, para cancelar sus prolongaciones y encajar mejor sus accidentes.
"Difícil tarea, si no imposible, discernir sin titubeos lo que vale la pena mantener en la memoria y lo que conviene echar fuera, conseguir el amortiguamiento de lo que escuece o resta paz y no se perdona o bien rescatar a voluntad lo supuestamente necesario o valioso, feliz o afortunado, toda vez que la frontera entre lo bello y lo abominable es difusa y se mueve con el tiempo conforme cambian nuestra edad y circunstancias, cambian los vientos y lo que se antojaba ingenuo y simple nos parece ahora perverso y torcido, lo accidental deliberado, atroz lo que antes pasábamos por razonable y aun generoso; nunca son los juicios firmes ni definitivo el lugar donde reside el tiempo turbio, vano el afán de construirle diques retrospectivos para que no deambule más por el presente o volver explicable su delirio; nadie sabe plenamente cuántas posibilidades contradictorias se cobijan en la sombra del que hoy es e ignora que puede dejar de serlo y aun ser algo enteramente distinto, repugnante a sus ojos de hoy o a los futuros, acaso más penetrantes o quizá más ciegos.
"Y sin embargo lo intentamos todo el tiempo y algo conseguimos: repensamos el pasado, le hacemos preguntas, le proponemos hipótesis inverificables en busca de una solución satisfactoria y ficticia, lo cambiamos de sitio y lo filtramos, le inventamos algún episodio, suprimimos otro o lo fingimos olvidado, sobre todo si en ello nos va la reputación ya no digamos pública, sino la íntima, la opinión de sí mismo que no puede volverse tan pesada que nos asfixie ni tan laxa que todo consienta, sobre todo en mi caso, que exige una nivelación urgente de ese pasado inmediato aun si esto ha de llevarse a cabo mediante el repaso de aquella cada vez más absurda y disparatada vivencia y de la perplejidad y el silencio –largo, absorto- que le siguieron."
Siguieron muchas páginas, pero no demasiadas porque naturalmente abandoné la tarea, primero porque la comprensión de lo ocurrido llegó antes de que pudiera ponerlo por escrito; luego porque la realidad y el tiempo volvieron el episodio (y fue algo más que eso, bastante más: pero no quise verlo) remoto y leve, convirtiendo la tarea de asomarme a él en una innecesaria ociosidad.
Volví a acordarme de El hombre sentimental el año pasado, cuando otro enamoramiento bastante más desgraciado, pero también de menor envergadura, me hizo regalar el libro, pero no releerlo. Había transcurrido casi una década entre mi anterior inconstancia y la nueva, una más que tuvo que tragar el amor firme aunque con menos sufrimiento y más desahogo porque la madurez hace innecesario batirse por causas ridículas: no sólo Hieronimo Manur era más viejo, también el León de Nápoles era mucho más joven e imbécil.
Pese a la resignación que como polvo fino se asienta en las voluntades fuera de las grandes ciudades hasta hacer normal que las noches
aun al comienzo de la primavera y cargadas del recuerdo de otras agitaciones- transcurran solitarias y con la mitad de la cama vacía (el amor firme como ya es costumbre a miles de kilómetros ocupando la otra mitad de la suya), he conocido a alguien. Vuelta de la tentación y el tanteo y el entusiasmo; vuelta del sueño lúcido y la hiperestesia; la complicidad expansiva de una sonrisa y un guiño. Admito: estoy releyendo El hombre sentimental como quien lee un libreto. Es otra ciudad, otra edad, otra flama. 'Incluso otro continente', me digo con indulgencia...
'Pero no debéis preocuparos, yo sería incapaz de seguir mi propio ejemplo.'