sábado, abril 27, 2024

Dos películas

Supe de ella cuando la anunciaron en televisión a principios de los noventas, cuando apenas contaba quince años y me sentaba a comer sentado en el suelo de la sala frente al televisor. Mi padre, que en esa época pasaba sus días de licencia en casa refunfuñando por todo, me reñía por comer en el suelo y por utilizar una enorme grabadora de audio para registrar en cassettes los anuncios que más me gustaban. '¿Vas a dejar ver la pantalla o qué?', me espetaba mientras yo acercaba lo más posible las bocinas de la grabadora a las bocinas del televisor. Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto era un nombre de película lo suficientemente llamativo y largo como para que yo decidiera incluirlo en mi cinta de comerciales de la época junto con el del Centro Cultural Arte Contemporáneo en Polanco y el de la telenovela Milagro y Magia a la que, contra todo pronóstico, mi padre se había aficionado. El anuncio, financiado por alguno de esos organismos gubernamentales vaporosos, invitaba al público a ver la película 'sólo en cines', pero nadie sabía a qué cines se referían los anunciantes porque en las salas que nosotros conocíamos sólo ponían cintas norteamericanas y, para colmo, mi padre y yo no íbamos al cine más que un par de veces al año por falta de dinero. De modo que Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto tuvo que esperar un poco más para que yo pudiera verla.
Un poco más, he dicho. Pero lo cierto es que tampoco la vi cuando tuve mi primer empleo formal a los veinte porque entonces ya no estaba en cines, ni a los veinticinco en que vi a mi padre por última vez porque las tiendas que vendían videocassettes tampoco la tenían, ni a los treinta en que aparecieron los DVDs en cuyo formato sólo se vendían películas nuevas, ni en los largos años que siguieron porque, si estaba por ahí, ya me había olvidado de ella. Hasta que tuve casi cuarenta y ocho y espulgando una mañana entre pilas y pilas de discos usados, la encontré por casualidad en el centro de Madrid, en pleno apogeo del streaming, en la forma de un antiguo DVD que alguna vez había publicado El País en una colección denominada Nuestro cine. Esperé a volver a México para verla.
Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto tiene como protagonista a Victoria Abril en el papel de Gloria Duque. Cuando finalmente vi la película, yo ya tenía largos años construyendo pacientemente una enorme idea acerca de la actriz española afincada en Francia, una gran idea que como todas las de su clase debía ser prejuiciosa y barroca, intensa y acumulativa: Victoria Abril (o acaso todos sus personajes desde la periodista de telebasura Andrea Caracortada hasta la diva angelical Lola Nevado, desde la sensual amante de Marie Jo hasta la acomplejada hija de Becky del Páramo) era una mujer elegante y liberal, conceptos que si bien no son antónimos sí exigen un cuidadoso ejercicio para que lo uno no arruine lo otro; lo primero siempre de manifiesto en su belleza delicada, su presencia segura, su dicción discreta y atildada en varios idiomas, su extraordinario don para la canción; lo segundo necesario para la deslumbrante facilidad con que se desnudaba, para el carácter categórico de sus opiniones, para la convicción combativa de sus causas, pero también para la salacidad casi sórdida de que era capaz en escenas tan memorables como la de Miguel Bosé comiéndole la entrepierna bajo el vestido mientras ella cuelga de un tubo (Tacones lejanos), la de Demián Bichir sentándola por la fuerza en sus piernas mientras ella sólo lleva puesta una bata de seda plateada (Sin noticias de dios), la de Josiane Balasko acariciándola mientras las dos se abrazan medio cubiertas por el agua de una bañera (Gazon maudit), la de Antonio Banderas amarrándola a la cama por instrucciones de ella para que no escape a su secuestro (¡Átame!). 
En Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, Gloria Duque es más guarra que circunspecta, no el mejor papel para Victoria Abril que, en mi imaginación, debió haber aceptado el papel sólo como un gesto hacia el proletariado, un favor barruntado de convicción política: entendemos poco a poco que su alcoholismo, su prostitución y su errancia (de España a México et retour) tienen su origen en el estado vegetativo en que ha quedado su marido luego de una corrida de toros, entendemos que lo abandonó a los cuidados de su suegra, una ex-combatiente de la República de rostro adusto, pero moral y afectos firmes, que pese a todo la ve con simpatía. Sin apenas justificaciones ni contrapuntos, asistimos con desesperación a los dobleces morales de Gloria Duque que incluyen emborracharse con el poco dinero de la suegra, intentar robarle a medio mundo y mantener un trato algo inverosímil con mafiosos. En la película hay actores mexicanos y españoles porque la producción corrió a cargo de gentes de una y otra nacionalidad; se entiende así que la publicitaran tanto en la televisión como sucede siempre con el nacionalismo rancio y pretencioso de los países ridículos que presumen como magna obra cualquier ocurrencia, aunque luego no pudieran exhibirla más que en contadas salas del autodenominado cine de arte de la Ciudad de México; a las provincias como las que habitábamos mi padre y yo sólo nos quedaba soportar estoicamente la publicidad sin poder acceder a nada de lo que anunciaba.          
Hasta aquí Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, que llegó a mis ojos treinta años después de aparecer sin que mi padre estuviera cerca para refunfuñar al respecto. Dio, sin embargo, la casualidad, de que días después de ver esta película me puse otra en el reproductor de entre aquellas que traje de Madrid sin más criterio que el de haberme llamado la atención por misteriosas razones. A diferencia de Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, no había oído hablar nunca de Solas, película española que al parecer fue más o menos famosa en su tiempo, es decir, a fines de los noventas. Conforme avanzaba la historia protagonizada por una sevillana interpretando a una sevillana (acento y folclor incluidos), experimenté un déjà-vu insoslayable: la protagonista era una alcohólica a la que vemos robar dinero a un cantinero enamorado y tolerante con ella, que si bien no es prostituta sí parece haber hecho favores sexuales a varios, incluido un guarro fanfarrón y violento que en plan de macho ibérico la chulea y la deja embarazada, la vemos convivir con una mujer mayor que si bien no es su suegra sino su madre opera el milagro de inducir, con su mero ejemplo, un cambio capaz de liberarla de sus aspectos más sórdidos para darle un futuro más despejado. En Nadie hablará de nosotras cuando hayamos muerto, la suegra de Gloria Duque decide darle el dinero de un préstamo para luego hacerse volar junto con su hijo por medio del gas de cocina; lo hace para liberar a Gloria de sus lastres y así, indirectamente, darle un futuro más despejado. Dos películas semejantes, acaso de una manera más o menos elíptica, orbitando alrededor de un mismo par de focos...
En toda justicia he de decir que no son la misma película. No. Como tampoco lo son el Quijote de Cervantes y el Quijote de Pierre Menard o Luz de agosto de Faulkner y Luz de agosto de Bruno, el personaje interpretado por el argentino Arturo Bonín en Amanece que no es poco. No. No son lo mismo. Pero ya no está mi padre cerca para refunfuñar por mis insinuaciones.