jueves, noviembre 04, 2010

Merodeador

Cuando comprendí que no aparecería y que había apagado su celular a posta, me metí de nuevo al auto, subí los cristales y fumé un cigarrillo. Los transeúntes de aquella fría mañana habrían considerado mi actitud sospechosa y claramente clandestina, miembros de un hervidero citadino al que resultaba incomprensible que no me incorporase. ¿Habría iniciado mi decadencia? ¿Este cuerpo ya no despertaría más deseo que el sucedáneo dictado por un matrimonio hecho de convenciones ruinosas o el todavía más artificioso del comercio carnal? Estaba dispuesto a pagar, quién lo diría, tanto me había gustado aquel primer episodio arrancado al fluir incesante de la ciudad (otra hora esquizoide, la tarde) que condujo en breves y agitados pasos hasta un lecho matutino todavía caliente de otro cuerpo... Pero el silencio no transigía.
Repasaba: primero azar, luego voluntad, luego hermetismo. Un abrir y cerrar de ojos, un deseo visto y no visto, humo apenas. Nada. Y ahora esta punzada en la boca del estómago y el desconcierto del bajo vientre, el bochorno, la vergüenza, ninguna novedad en el historial de desencuentros, salvo una: su persistencia múltiple, su tenacidad, su fuerza. No parecía extinguirse con el cigarro, sino volverse legión de voces en mi cabeza. No parecía ceder con la luz de la mañana, sino correr las cortinas de mi mente para mejor invadirla y poseerla, para volverla impenetrable a cualquier otro pensamiento y no distraerse del rosario interminable de conjeturas que la saturaban. Si alguna penetración tenía lugar esa mañana era la del veneno negro que habita el anverso de los deseos poderosos, la frustración superlativa.
Encendí el motor, pero no me resignaba a irme: bañado, perfumado, con la camisa limpia y la ropa interior bien escogida, recién rasurado y peinado, me encontraba perdido cuando más centrado parecía. Avancé lentamente. Di vuelta en la avenida y me incorporé al río de luces con rumbo al centro de la ciudad, las calles vomitando más y más coches como en una apremiante y bien concertada locura. Entendía racionalmente lo que pasaba, pero una fiebre violenta me atravesaba el cuerpo y se hacía con mi mente reclamándole el pasto de sus llamas so pena de arrasar cuanta calma me quedara. Encendí la radio, puse un disco. La voz del cantante -español, más bien histérico- apenas me distraía del recuerdo de telas elásticas y coloridas que mi memoria empezaba a confundir, de los diálogos bobos de la seducción, de los gestos y guiños que, bien interpretados -suponía- podrían explicarme sin equívoco alguno el por qué de su ausencia esta mañana (¿o sería arrepentimiento?). Tuve ganas de volver atrás y comprobar si no estaba ya esperándome en la esquina acordada, volví a marcar al celular y luego de varios toques volvió a ser desconectado. Seguí sin rumbo fijo, respirando fuerte y tarareando de vez en cuando como por inercia, muy concentrado.
Era un intelectual, un teórico, un hombre de ideas al que sólo una sociedad ocupada de lo concreto podía dar cabida, un hombre con ocio y vicios pagados. "Sea", pensé, "puedo permitirmelo". No me cuestioné la justicia o utilidad de estas relaciones -no era el momento- pero comprendí que debía aprovechar mi situación para indagar hasta lo más hondo aquello que me atormentaba y dar satisfacción plena, si no al deseo (ahí truncado de mala manera como quien es asesinado apenas después de comer) sí a mi curiosidad intelectual (¿o era morbo? ¿obsesión astringente?) que no podía escatimar recursos en averiguar todo sobre la vida y circunstancias de quien me había puesto en este estado para de ese modo poseerlo, ya no del modo lúbrico que parecía agotado tras la primera embestida, sino en forma cerebral, analítica, pormenorizada.
Ahora tenía un programa e innumerables datos sueltos, tal vez mezclados los verdaderos y los falsos. Habría que dilucidar. Habría que aprovechar cuanto fue dicho por retórica o inadvertencia, por ánimo confidencial o exageración socializante. Habría que conocer sin ser visto, volverse un merodeador. Apenas llegara a casa haría una lista de todo lo que recordaba, señalaría sobre el mapa los dos o tres sitios en que coincidimos, las horas en que habitamos, las posibles explicaciones a que se reducía lo ocurrido. Usaría mi cabeza, mi tiempo, mis recursos. Y desempolvaría la pistola de mi fallecido abuelo en el tercer cajón de la mesita de noche. No me malentiendan: sólo por si acaso.