miércoles, abril 01, 2009

Magdalena

A los catorce años y como fracasara por segunda vez en la secundaria, mi papá decidió meterme al internado con las monjas, allá donde empezaban los huertos de Pablo Valdez. No sirvió de nada rogarle a mi mamá para que intercediera ni el escándalo que armaron mis hermanas el día en que me llevaron hasta allá, pues la primera se limitó a decirme que todo era por mi bien y las segundas sólo se echaron a llorar, excepto la mayor, que fulminó con la mirada a mis padres. Yo entendía bien que era un problema no tener interés por la escuela, que quizá no era tan inteligente como mi hermana mayor, que uno no podía pasarse la vida desdeñando todo como si estuviera por encima del resto sin dar pruebas de ello. Y sin embargo estaba segura de tener la razón y de que sólo era cuestión de tiempo para que ello quedara demostrado. Tiempo, sí. O atajos.
Ese martes hacía mucho calor, era mi cumpleaños y decidí escaparme. No sé si la idea surgió desde la noche anterior o si tomé la decisión luego de comprobar que ninguna monja se acordaba de mi aniversario. Hacia las diez de la mañana hablé con la superiora.
–Madre Superiora, quería pedirle permiso para ir a visitar a un tío que está enfermo, mis papás van a visitarlo hoy y yo quería acompañarlos, sólo voy y vuelvo antes del anochecer, es en Tonalá- Las mentiras, entre más gordas mejor, eran mi especialidad. Lo siguen siendo, aunque mis técnicas se han refinado muchísimo, no así el carácter grotesco de mis enredos. Como que sigo creyendo que los demás son idiotas... La madre puso cara de circunstancias y luego de una breve pausa, dijo
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–Hija mía, tú sabes bien que tus papás te han puesto bajo nuestro cuidado y que las reglas no permiten salidas antes de cumplir seis meses de contrición- La monja me miraba con ojos divertidos, casi se diría que no me había creído una palabra y meditaba qué hacer con mi mentira. La saboreaba. Resolvió enseguida recomponiendo un rostro serio y dulce a la vez: –No obstante, para demostrarte la confianza que te tengo y que tú me pruebes a su vez que la educación cristiana que te estamos procurando no ha sido en balde, te daré permiso. Recuerda que te esperamos a las ocho de la noche en el refectorio
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–Gracias madre, le prometo que aquí estaré a tiempo- dije todavía desconcertada por la facilidad del trámite y todavía más por la sensación rugosa que su mano derecha había dejado en mis labios.

Salí de prisa con una pequeña mochila en que metí mi mejor ropa. Había pensado dejar ahí los rosarios y la cadenita de mi primera comunión, pero luego pensé que quizá me servirían para venderlos. Recogí mi dinero, incluyendo el de la alcancía que compartíamos Adelaida y yo, y me fui andando varias cuadras sin saber bien a dónde iba. Cuando tomé consciencia de lo que estaba haciendo, ya estaba casi en la esquina de mi casa. Entonces decidí irme de la ciudad.

Cuando llegué a la central de autobuses no sabía bien a dónde ir. Miraba los tableros y las taquillas, el desfile de personas con cajas de fruta y animales, con maletas y bultos, algunos con imágenes religiosas. Recordé que no había desayunado cuando vi los carritos con virotes enormes que imaginé recién horneados. Siguiendo la línea de uno de los panes me encontré con mi nombre: Magdalena, 12:00 hrs., Andén B52. Compré el billete y el virote, sintiéndome feliz de que ambas cosas hubieran resultado tan baratas y de que todavía me quedara tanto dinero. Veinte minutos después el autobús salía despidiendo ese olor característico del diesel que tanto me gustaba y la ciudad quedó detrás enmarcada por mi ventanilla oblicua que abría con dificultad porque se atascaba.

Me dormí. Cuando desperté el autobús entraba en Tequila. Desperezándome comí un poco más de pan y aproveché la parada para comprar un refresco. Vendedores de arrayanes y jícamas, de lonches de pierna y jamón, se acercaron a las ventanillas gritando hasta aturdirme. Una indita me vendió una muñeca de trapo que tenía un par de lentejuelas por ojos y que olía a alcohol, lo que me recordó el olor de mi papá aquella vez que me enseñó sus manos despedazadas por el trabajo en el taller. “Con estas manos comes”, me dijo, y luego me dio una cachetada por haber sido expulsada de la secundaria.

El paisaje de Tequila a Magdalena fue haciéndose cada vez más árido hasta acabar en la polvorienta plaza donde vegetaban algunos viejos en medio de la algarabía de los niños. Bajé del autobús como si todo mi interior se hubiera vaciado en el trayecto y sólo quedara mi sombra. Nadie me conocía. Nadie me preguntaba a dónde iba. Di vueltas alrededor del quiosco y entré al templo de piedra en cuyo interior hacía frío. Compré uno de los muchos ópalos que vendían por todas partes y me senté al lado de una fuente para mirar los reflejos de la piedra bajo el agua. Luego comí una paleta de zarzamora y anduve hasta llegar al panteón donde terminaba el pueblo. Sentada en una tumba a la sombra de un árbol gigantesco, algo cansada y confundida, pensé en mi cama y una tristeza infinita me salió por los ojos sin que nada pudiera detenerla. Dejé la muñeca, la piedra y la mochila a mis pies y me llevé las manos a la cara. Me maldije por pensar una vez más que intentaría ser buena hija y buena amiga, que me parecería más a mi hermana mayor, que le devolvería todo su dinero a mi amiga Adelaida. Me maldije, sobre todo, por no hallar otra salida.

Y como era de esperarse los caminos se torcieron. Y volví a tomar el autobús de regreso a la ciudad. Y volví andando hasta el internado. Y a las siete y media estaba otra vez frente a la madre superiora que ni siquiera preguntó por mi tío. “Sabía que volverías”, dijo. Y yo sé bien que lo ignoraba porque en la sala de visitas ya me esperaban mis padres.