lunes, abril 07, 2008

El entierro

Él se hubiera indignado, desde luego, pero sentí que no era del todo absurdo hacerle compañía a su cadáver antes de que descendiera a la tumba rodeado de tanto desconocido. No le veía muy a menudo en los últimos años, pero cuando coincidíamos no faltaban la partida de ajedrez y algún trago de coñac o whisky, según tuviera el ánimo. Entonces lo decía:
–La longevidad es una mierda, Jorge. Ya no están ni Eloísa ni Rafael, se acabaron los compañeros del Jardín Rembrandt y los del Parque Agua Azul. Ni siquiera Zúñiga ha quedado para consolarme. Tengo que soportar a los imbéciles de mis sobrinos y a sus todavía más estúpidos hijos.
Y era verdad que no debía sentarle bien verse obligado a escuchar conversaciones de aquellos educados por su fallecida hermana, pero ya no podía vivir solo, sin que le ayudaran a cambiarse de ropa, a bañarse, a prepararle de comer. Y como su situación económica no fuese lo suficientemente holgada como para pagarse una enfermera o encerrarse en una residencia de ancianos, aceptaba dar techo a dos de sus sobrinos –y sus familias- con tal de tener cerca todas sus cosas, especialmente sus libros, aunque ya leyera con suma dificultad. El mismo día en que cayó en cama por esa gripe que finalmente se complicó, me dijo:
–Como me hagan una misa o rosario o inviten a un pinche padre a mi entierro, te juro que hago realidad las fantasías mojigatas de esta gente y regreso convertido en espíritu diabólico para arruinarles la vida.
Sabía de lo que hablaba, evidentemente, pues en el entierro hubo cruces y rezos, hubo bendiciones y plegarias, hubo lectura de evangelios y hasta una extraña admonición del padre en turno para que “a diferencia de nuestro hermano fallecido” nos arrepintiéramos “a tiempo” de todos nuestros pecados, “especialmente de la falta de fe”. Encontré ese sermón de mal gusto, si bien imagino que a Dios no le faltaban razones para castigar a mi mejor amigo, aun dejando de lado su cólera antirreligiosa que tanta risa me daba. Sin ir más lejos ahí estaba su heterodoxa vida al lado de Zúñiga, pecado difícil de superar que ni a mí ni a mi esposa nos impidió tolerarlos. Nosotros éramos abiertos, por supuesto. Y aun sin Zúñiga seguí visitándolo porque era mi mejor amigo. Cuando empezó con la neumonía me dijo:
–No cabe duda de que la ignorancia es una bendición, Jorge, ni siquiera a ti te parecería mal que hicieran con mis restos lo que mejor permita comprar sus buenas conciencias, ¿verdad? Ay, cabrón, nunca vas a cambiar.- y nos reímos ambos como tantas otras veces mientras le traía un vaso de agua para calmar su tos horrenda. Continuó:
–Mira Jorgito, esa lasitud tuya es lo que permite a estos países ser al mismo tiempo inconsistentes y pacíficos. Los extranjeros entre quienes viví por muchos años veían sólo fanatismo, intolerancia, barbarie, pero no reparaban en que esta versión de su civilización occidental es mestiza en sus genes y en sus convicciones. Nadie sabe qué cree ni si cree realmente. Y a nadie le importa. Eso, con todo y nuestros grandes vicios, ha ahorrado tragedias como el totalitarismo europeo con sus guerras atroces o el flagelo del terrorismo nacionalista o islámico. Somos incapaces de tomar algo en serio. Pero a veces tanta frivolidad necia aturde, ofende, sobre todo cansa…
Pensé en intervenir aprovechando su pausa. Nunca estaba seguro de cuándo terminaba sus frases ni de cuál era su sentido exacto. Decidí apretarle suavemente el hombro, alzó la vista para mirarme y entonces siguió:
–Por estas razones deben ustedes creer que estoy un poco loco. Es una explicación no del todo inexacta y, sobre todo, cómoda. Ahorra pensar, discutir, aprender. Ya que no pude cambiar el mundo y ni siquiera la mentalidad de los más próximos como tú, cabrón- y me sonrió –por lo menos desearía irme sin agregar más ridículo, sin aspavientos ni más vulgaridad. Quiero que no haya velorio, que se me entierre sin pausas ni minutos de silencio ni tonterías de ninguna naturaleza. Supongo que mis sobrinos se ocuparán de todo tal y como lo he dispuesto, pero te lo comento a fin de que intervengas en caso de que no sea así. Si estuviera seguro de que cumplirán mi voluntad, ni siquiera te invitaría a mi muerte, ¿para qué te querría ahí si no seré más yo…?

Lo siento, amigo, de verdad. Hubiera querido ayudarte a cumplir tu última voluntad, pero ese día se me hizo tarde. Nada particular, desde luego, siempre llegaba con retraso a donde fuera y tu entierro no fue la excepción. Cuando entré al panteón me dijeron que estabas en la capilla, nada menos que en tu misa de cuerpo presente. Era ya tarde para todo y moverme con mi bastón no ayudó más. Por otra parte debo reconocer que no desapruebo la decisión de tus sobrinos para darte un entierro digno y unos auxilios religiosos que quizá nos agradezcas en la otra vida, quién sabe, nadie puede asegurar que no haya por ahí un Dios juzgando lo que hiciste con más benevolencia gracias a la Novena que tus sobrinas y las vecinas del coto organizaron para ti, ¿eh? Durante el café que sirvieron luego de tu entierro en la que fue tu casa, tu sobrina la llorona nos invitó a compartir recuerdos tuyos. Yo intervine:
–Pues nada más quiero decir que él no quería que le hicieran misa ni ceremonias, no sé…
Hubo un breve silencio en el que todos cruzamos miradas. Y terminó abruptamente cuando todos se echaron a reír mientras tu sobrina decía:
–¿Más café?