viernes, noviembre 20, 2009

Damasco en la habitación

Si no reconociera haberlo esperado, mentiría. Porque la verdad es que desde la primera noche en aquella casa valenciana imaginé que la puerta de mi habitación se abriría y que lo que se presentara en medio de la madrugada no podría ser bueno. No auguraban nada mejor las cinco habitaciones con las camas hechas, los sofás cubiertos por sábanas desde el verano pasado, los juguetes de playa de niños inexistentes, la cocina con los restos de una pretérita paella. Yo sólo estaba de paso, como un intruso, y entonces se presentó casi al final de las tres semanas de mi enrarecida estancia en aquella casa solitaria frente al mar. Ya era viernes.
Desperté en la tenue obscuridad consciente de que estaba ahí, aunque aun no había visto nada. Tenía la cabeza hundida entre las almohadas y una humedad fría se había apoderado de la habitación insinuando niebla. Me hice de valor, cogí aire e incliné la cabeza para ver en dirección a la puerta. Me encontré con eso, con una silueta difusa, una forma humana de rostro indefinido y cierta luz, una pesada incongruencia luego de sendos años como profesor universitario asistiendo a tertulias de divulgación científica y filosofía de la ciencia. No estaba asustado, sino muy enfadado de tener que encajar aquel fenómeno dentro de mi manera de ver el mundo, así que no pasó ni un minuto cuando decidí que estaba sufriendo una alucinación: ¿qué más podía ser?
Un tanto molesto y sin darle importancia a la extraordinaria aparición, busqué sobre el buró mi celular para ver la hora: las tres y cuarto. Suspiré resignado, me senté en la cama considerando lo que tenía delante, bostecé. La silueta no había cambiado ni de postura ni de gestos, tampoco tenía pies. Por un instante y como tuviera mucho sueño cedí a la tentación de explicarlo todo como una pesadilla, un sueño demasiado vívido si se quiere, pero tranquilizadoramente científico y racional, nada que requiriera violar la física ni la matemática, nada que me obligara a reconsiderar nuevamente –qué molestia, por Dios- la abundante literatura religiosa, metafísica o paranormal, espiritual, gnóstica o new age. No. Tenía que ser un sueño. Pero apenas me hacía con esta convicción cuando a eso se le ocurrió tomar asiento en el banquillo de la puerta y hablar.
–Hace frío- dijo claramente haciendo vibrar el aire.
Semejante comprobación acústica, pero también la vulgaridad del comentario me hizo descartar del todo la opción del sueño y volver a mi teoría de la alucinación. Todavía más: esto no era sino aquello a lo que los occidentales llaman un fantasma, es decir, un producto cultural que en caso de ser pescador de Nueva Guinea ni siquiera se me habría ocurrido. Era claro que me lo inventaba, que echaba mano de una figura manida, que por algún motivo mi cerebro hacía realidad los cuentos con que me asustaban en la infancia cualquiera de mis cuatro abuelos. Quizá me había pasado con los antidepresivos, los ansiolíticos o el alcohol; quizá la demasiada tensión causada por el curso de lógica que enseñaba a niñatos me estaba dejando exhausto. Razonaba así cuando la cosa decidió ponerse más coloquial.
–Eres patético, Pardon- agregó con lo que parecía ser una sonrisa amarga. –No eres diferente de esos idiotas a los que tanto criticas: cuando la realidad no es como has decidido que sea, simplemente la niegas. Tienes creencias vulgares, como todo el mundo. Y como todo el mundo crees que las tuyas son mejores. Imbécil.
“Habla como yo”, pensé, “es obvio que me lo invento”. No quise contestarle porque no suelo hablar con extraños, pero mi hasta entonces excesiva serenidad se tambaleó al imaginar que la alucinación podría no ser un fenómeno pasajero, sino un signo de franca locura. “Dios Santo”, me dije entonces, “me estoy volviendo loco”. Así que actué de inmediato para recuperar los asideros de la realidad, de un salto me puse de pie y me acerqué al visitante para echarlo fuera, pero con un brazo firme (¿o era sólo un campo como el magnético?) me detuvo antes de que lo tocara y me obligó a sentarme de nuevo.
–¡Eh! ¿Qué te pasa Pardon? Déjate de tonterías. He aquí la prueba de que no tienes espíritu científico: tienes evidencia positiva de algo que no habías visto antes y sólo porque no puedes explicarlo prefieres soslayar el asunto y acogerte a los galimatías psiquiátricos. De verdad que no tienes remedio. De haber sabido que reaccionarías así mejor me hubiera presentado a alguno de los creyentes antiguos, de esos que sabían asumir lo que ocurre sin hacerse preguntas, sirviéndose de la más humana de las capacidades: la de adaptación. Ya casi no queda ninguno, en este mundo moderno todos son creyentes vulgares buscando la tranquilidad. Tú nada más fíjate qué irónico: igual hubiera reaccionado cualquiera de esos fanáticos que dicen creer en Dios, los ángeles o los blemias. No soportarían verlos. Farsantes…
–Ya basta- me atreví a decir, un poco más tranquilo al suponer que un discurso tan sensato no podría venir de mi locura, aunque por lo pronto fuese esta quimera la que lo soltara. –Estas no son horas para la verdad. Tengo sueño, quiero dormir, déjame en paz.
–Estás derrotado, Pardon. ¿Qué harás para arreglar tu vida?
–Insistir.
Y encendí la luz, disipándole.