sábado, febrero 18, 2023

Locos hacia mil novecientos noventa

Han ocurrido muchas cosas desde entonces. Los pasados revolucionarios no se ocultan, por ejemplo, aunque tampoco se va por ahí presumiéndolos: no produce vergüenza haber participado de manera entusiasta en la implantación forzosa de la educación socialista a fines de los años treinta —la madre— ni en la menos idílica apertura democrática de los años setenta —la hija—, ni siquiera porque ahora quede claro que ambos procesos obedecían a la lógica de un estado autoritario indistinguible en sus objetivos de los de cualquier régimen de derechas. Sobre los pasados fascistas, en cambio, se guarda siempre un silencio mustio y pertinaz, producto de la ignominia según cuantos no participaron de ellos, pero resultado en realidad del altivo desprecio con que sus poseedores miran a sus denunciantes. Yo era demasiado joven para poseer pasados de uno u otro tipo en aquel entonces y, sin saberlo, entre la madre y la hija —y la hermana— por un lado, y los tridentinos del colegio varonil al que mi madre me inscribió poco después de mi iniciación sexual, por el otro, asistí a los estertores de la lucha entre dogmáticos que sembró de cadáveres las cuatro esquinas del mundo en el siglo veinte. 
Para mí la opción era clara: yo estaba del lado de Patricia y de su madre y de esa extraña mujer a la que presentó como su hermana, por la sencilla razón de que siempre me daban de comer con una abundancia desconocida en mi casa. Razones similares había yo esgrimido cuando era un niño pequeño al ser inquirido por mis abuelos sobre el motivo de mis frecuentes visitas: 'tienen pan', dije con la boca aún llena de migajas para decepción de mi abuelo que, pese a su bien cuidado machismo, resintió como una niña la brutalidad de mis palabras. Mismas convicciones movieron en tiempos a la mamá de Patricia a tolerar las encendidas diatribas de su tío masón contra la Iglesia, pues el hombre que hacía inmisericorde escarnio de la religiosidad de su mujer la había sacado del orfanato donde las monjas la mataban de hambre y la sentó durante años a su mesa tres veces al día. Nada parecido habían hecho por mí los tridentinos del colegio varonil, salvo perdonar una parte de la colegiatura en virtud de mis altas notas. Este era, al menos, el motivo oficial. Pero no eran mis calificaciones lo que a ellos les interesaba.
—¿Qué te han pedido específicamente? —preguntó con su ronca voz la hermana de Patricia mientras ayudaba a ésta a vestirse.
—Que vigile a mis compañeros. Que les informe por escrito de conversaciones que puedan dañar a la escuela. Que me fije bien si en algún momento se mencionan palabras como comunismo o ateísmo, masonería o satanismo, Halloween o revolución. Que reporte si se hacen críticas a la Iglesia o si alguno de ellos lleva algo prohibido: revistas impropias, prendas feminoides, propaganda de otras escuelas. Hacen reuniones cada semana en un apartado de las aulas especiales que están en la parte más baja de la enorme colina en que se asienta la escuela. Mantienen la luz baja con velas y, sobre una mesa cubierta de un mantel negro, colocan una cruz de plata y alguna bandera con flechas que no he logrado identificar. Rezan al inicio y al final. Hacen la lectura de los reportes y nos piden repetir consignas de lealtad a la organización.
—Muy interesante —dijo la extraña mujer que no se parecía a Patricia y a quien no había visto nunca en esa casa pese a visitarla cada fin de semana desde hacía meses ('Pues aquí ha vivido siempre', me explicaron de una forma un tanto esquiva cuando pregunté por ello). Tomó a Patricia por la cintura como ajustándole el vestido desde atrás y ésta se volvió hacia ella mirándola unos segundos e invitándola con los ojos a que continuara.
—¿Por qué es interesante? —insistí cuando hubieron pasado, según yo, demasiados segundos.
—Bueno ¿tú por qué piensas que hacen esto? —contestó jesuíticamente la presunta hermana, apartándose un poco para encender un cigarrillo y sonriendo como quien tiene mucha curiosidad por conocer la respuesta.
—No lo sé. Están locos. Deben ser cristeros o... 
—Eso fue hace sesenta años —dijo la mamá riendo a carcajadas. —Ya no hay cristeros. Los había porque la gente era muy fanática y el gobierno era revolucionario. A nosotras nos sacaron del colegio de monjas los soldados. Y aquí adelante fusilaron al padre Gabriel que...
—Bueno, bueno —interrumpió la hermana sosteniendo el cigarro en la boca mientras subía por las piernas de Patricia, desenrollándolas, unas largas medias de nylon color carne. —Decir que están locos es la mejor manera de decir que no entiendes nada, pero también que no quieres entender nada. Y eso ya no te lo puedes permitir, jovencito. Ya estás grande y debes saber en qué mundo vives. Esos que dirigen el colegio varonil son unos fascistas, ¿comprendes?
Los resúmenes de ciencias sociales de sexto de primaria hablaban de fascismo y nazismo, o sea, de Italia y Alemania durante la Segunda Guerra Mundial. ¿No había terminado ya todo eso hace cuarenta y cinco años? ¿A qué venía ahora? Poco antes de que me inscribiera mi madre en el colegio varonil, ella me animó a preguntar a mi tío Javier, su hermano mayor —un contador abotargado que siempre llevaba traje y usaba una colonia repugnante— sobre la conveniencia de entrar en esa escuela. 'Son fascistas', me dijo con seriedad el gordo cacarizo. Y se quedó rumiando algo ininteligible entre dientes mientras yo fingía darme por bien servido con su enigmática respuesta. Esta vez no sería diferente.
—Sí, comprendo —le dije a la fumadora hermana de Patricia, no tanto por parecer enterado como por la perturbadora visión de las medias subiendo hasta la cintura de Patricia. '¿Cómo me vería yo en ellas?', pensaba presa de una incipiente erección.
—Si estás del lado de los pobres tienes que estar en contra del fascismo, ¿me entiendes? Si estás del lado del pueblo tienes que estar con los revolucionarios, con los socialistas, incluso con los comunistas. No creas que esto va en contra de dios, ¿eh? ¿Acaso no quería Jesús que los pobres entraran al reino de los cielos? ¿No era pobre él mismo? En la Iglesia ya hay sacerdotes obreros, hay revolucionarios, los hay incluso guerrilleros. Las cosas han cambiado mucho en las últimas décadas: ¡ya se puede ser católico sin sentir vergüenza!
A mí no me preocupaba demasiado seguir siendo católico, pero que esta mujer defendiera con absoluta convicción el socialismo o el comunismo, me sorprendía. ¿No acababan de desaparecer los regímenes comunistas en la Europa Oriental? ¿Y qué era eso de mezclar socialismo y cristianismo? Patricia llamó discretamente la atención de su entusiasta hermana, reconviniéndola; ésta levantó las manos como si se rindiera al tiempo en que, con el cigarro suspendido entre los labios y la cabeza ligeramente ladeada, sonreía con aires de superioridad, daba una profunda calada entornando los ojos y le acomodaba la falda a Patricia para rematar, una vez que todo estuvo en su lugar, con una nalgada repentina que sobresaltó a todos. Continuó:
—No está mal que estés ahí, en el colegio tridentino, para que te enteres por ti mismo de dónde está la verdad. Bien visto es un privilegio. Pero para comprender debes empezar por no tildarlos de locos. ¿Te ha contado Patricia que trabajó hace muchos años en un psiquiátrico?
Volvió a aparecer su arrogante sonrisa. Tomó por fin con los dedos el minúsculo cigarrillo que amenazaba con quemarle la boca y lo aplastó contra un pesado cenicero de cristal. 
—En el consultorio de un psiquiatra, que no es lo mismo —aclaró Patricia. Yo asentí.
—¿Crees que el psiquiatra los despachaba diciendo 'están locos', así sin más? Si así fuera no existiría esa profesión. Para entender hay que dejar las explicaciones fáciles, ¿comprendes? Las autoridades de tu colegio son parte de una lucha a muerte entre dos bandos bien definidos que llevan siglos peleando entre sí. Antes se llamaban de una forma, ahora de otra, pero la guerra es la misma. ¡Y ganaremos! 
—Yo estoy con el gobierno —interrumpió inesperadamente la mamá de Patricia —Porque es un gobierno que viene de la Revolución.
Se hizo un súbito silencio. Por unos segundos sólo se escuchó el trinar de los pajarillos en sus jaulas, el lejano pitido de la camioneta del repartidor de leche. Entonces Patricia y su hermana, seguidas de la madre, rieron a carcajadas hasta ponerse rojas como un tomate. 'Están locas de remate', pensé divertido, y fue ese pensamiento y no sus risas imparables las que me hicieron reír a su vez salvajemente. Teníamos suerte, en efecto, de vivir en un país blando, inconsistente, casi marica: jamás podríamos reunir la convicción suficiente para matarnos por nuestras ideas como hicieron otros en las cuatro esquinas de la tierra. ¿Qué habría sido de nosotros de haber vivido en el Madrid de mil novecientos treinta y seis? ¿Qué de haberlo hecho en el París de mil novecientos cuarenta o en la Praga de mil novecientos sesenta y ocho? ¿Qué tal la Habana en el cincuenta y nueve o Santiago en el setenta y tres? 
No me cuesta trabajo imaginar a la hermana tabaquista de aquel entonces encabezando a un grupo de milicianos que asalta a una familia en la Gran Vía sólo porque le parecen de aspecto pijo, soltando un culatazo al hombre ya entrado en años que protesta por aquella arbitrariedad y desoyendo los gritos angustiados de la mujer que quiere impedir a toda costa que se lo lleven. La veo perfectamente fumando un cigarrillo tras otro mientras se divierte jugando a ser la jueza que preside el mínimo tribunal que condena a muerte al hombre ya entrado en años al que luego despoja de su traje y sus gafas, de su pitillera y sus zapatos, para arrojar el cadáver en una fosa común improvisada en el patio de una comisaría. 
Viéndolo bien, yo estaba del lado de Patricia, pero no tanto del de su madre y mucho menos del de esa extraña mujer exaltada a la que presentaron como su hermana y que, según se pusieran las tornas, me habría salvado de la quema o enviado al paredón en otros tiempos. Patricia y yo éramos, sin saberlo, lo que el siglo veinte —o acaso cualquier otro tiempo y lugar— relegó a los márgenes de la vida: no hombres de fe, sino seres de duda, no seres de este o aquel campo, sino habitantes permanentes de la provisionalidad. Ni siquiera el dinero, que reemplazó en el siglo veintiuno a los motivos ideológicos del veinte como motor principal de crímenes, pudo convencernos. Pero sí a su hermana. Y a los tridentinos, faltaba más.

domingo, febrero 05, 2023

Masón

El sexo —me explicaba Patricia cuando yo contaba catorce años— es el aspecto donde mejor se manifiestan los trastornos mentales: si algo está mal puedes estar seguro de que tarde o temprano asomará por ahí. Acababa de contarme sin demasiados detalles su paso por un consultorio psiquiátrico donde hizo de asistente en su juventud, más o menos a la edad que lucía en uno de los retratos que adornaban su espaciosa habitación: una chica atractiva de mirada altanera y cola de caballo, sin pendientes ni cadenillas, que llevaba una blusa lisa bajo la cual ya se advertían un par de pechos razonables. Hablaba conmigo mientras se peinaba y maquillaba pacientemente frente al espejo de su tocador, interrumpiéndose de vez en cuando para pedirme que le alcanzara alguna cosa o dirigirse a gritos a su madre que, acostada en la habitación contigua, canturreaba antiguas canciones de Rebeca o, de pie en el pasillo, alimentaba a decenas de pajarillos retenidos en sus jaulas. En el piso de abajo trabajaban dos albañiles, un maistro de unos cincuenta años y un macuarro de unos veinte, pero era su madre, no Patricia, quien se dirigía a ellos. Patricia era sólo mía. Yo la escuchaba absorto, no sólo con esa fascinación que tienen los que están abandonando la niñez por los así llamados temas adultos, sino con el morbo adicional, típicamente católico, que produce el ocultamiento de pervertidas prácticas bajo largos caretos de santurrón. Yo había crecido sin padre, reprimido desde la más temprana edad por lo que mi madre llamaba tocamientos impuros, una práctica compulsiva que, ahora entiendo, ocultaba la neurosis a la que ella me había empujado con sus insaciables exigencias de que sacara las notas más altas en la escuela y mantuviera mi cuarto impecablemente limpio y ordenado. 'Te vas a volver loco', me advertía, 'y te van a encerrar en un hospital con otros enfermos; yo misma te llevaré', amenazaba. Como único remedio me obligaba a rezar hincado frente a una imagen del Sagrado Corazón de Jesús, pidiendo perdón, las manos devotamente unidas con un lazo que ella misma me amarraba y que no impidió, en repetidas ocasiones —para así aumentar mi culpa, empeorar la opinión de mí mismo y repetir el ciclo— que me tocara de nuevo, acaso con mayores excitación y lascivia. Hacia el final de mi infancia, quizá porque mis notas en la escuela eran ya inmejorables, quizá porque el orden y limpieza de mi habitación eran ya los mayores de toda la casa, pero más seguramente porque ella se vio obligada a trabajar como un asno de sol a sol para mantenernos a mi hermana y a mí, mi madre bajó la guardia y se rindió: no volvería a molestarme. En contraparte, yo tendría buen cuidado de conducir mis extravagancias lúbricas con el mayor sigilo y expresaría de continuo puntos de vista cada vez más conservadores y reaccionarios, fingiendo, si tal cosa es posible, una gazmoñería que por momentos pareció genuina y consolidada. Hasta que apareció Patricia.
—Creo que la gente confunde amabilidad con debilidad —dijo al tiempo en que, con unas pinzas diminutas, se arrancaba una cana del cabello —pues tanto mi madre como el psiquiatra se opusieron al principio a que yo trabajara en ese lugar: me consideraban muy frágil, muy vulnerable. No me extraña que así lo creyeran por haber sido entonces tan menuda, tan consentida de papá y mamá, sobre todo de esta última por ser su única hija. Papá no fue tan aprehensivo, pues aunque me quería mucho siempre se restringió para expresarlo porque sentía que, al hacerlo, traicionaba a los hijos de su primer matrimonio, mis medios hermanos.
—Mi padre no fue ni aprehensivo ni cariñoso —dije impostando una risa ligera —simplemente no fue.
—¿Tienes novia, chamaco? —me preguntó Patricia haciendo que me ruborizara al instante. Se pasaba rímel cuidadosamente por las pestañas de su ojo derecho. Seguían escuchándose los canturreos de su mamá en la habitación contigua.
—No —contesté sonriendo, tratando de contener la agitación que me turbaba. ¿Sabría Patricia, mi maestra en la secundaria, que yo era un pervertido? Mis compañeros de clase parecían saberlo. Mi madre parecía saberlo (aunque quizá ignorara hasta qué punto, pues de haberlo sabido me habría dado cien latigazos, me habría hecho cliente del psiquiatra ese con el que trabajó Patricia). Sí, seguramente Patricia lo sabía, seguramente más que cualquier otra persona por haber estado en contacto con enfermos mentales, tan inteligente y sensible ella, tan capaz de ver siempre más allá, hasta el río oscuro que corre por debajo de la superficie de todas las cosas.
—¿Por qué me lo pregunta, Patricia? ¿Cree que la ausencia de mi padre tiene algo que ver con eso? —pregunté para provocarla, conteniendo una sonrisa que, pese a todo, se me dibujó en el rostro. Ella me miró fugazmente de reojo a través del espejo, volvió a concentrarse en sus pestañas. Se escuchó a su madre asomándose al pasillo para, desde ahí, dar grandes voces instruyendo a los albañiles que seguían afanándose en la planta baja.
—Todos los estudiosos coinciden en que la relación con el padre es clave para nuestro desarrollo sexual. También la relación con la madre. Creo que esta última ha pesado más en tu caso y en el mío, después de todo tu padre no figura y el mío se mantuvo voluntariamente distante. Pero para tu mamá debiste ser algo difícil de manejar, no sólo por inteligente, sino por excéntrico, por diferente; yo también lo fui para la mía... ¿No has notado que las personas que no encajan con los demás suelen dirigirte la palabra? ¿No te parece que tienes cierto atractivo para ellas, que inmediatamente te divisan? Yo tengo lo mismo que tú. Fue parte de lo que descubrí trabajando con el psiquiatra, parte también de por qué me fui. 
—No me dijo que con el psiquiatra hubiera ocurrido algo sexual, maestra —aproveché para desviar la atención de mí hacia ella. Me fascinaba poder usar delante suyo tantas palabras que me tenía completamente prohibidas con los demás: sexo, sexual, sexualidad, incluso masturbación; pero no todavía lesbiana u homosexual, que ella —lo notaba— tenía buen cuidado de no usar tampoco. Hizo una pausa con el aplicador de rímel en el aire sostenido a la altura de los ojos pero a cierta distancia de ellos. 
—Todo era sexual ahí —dijo al cabo de unos segundos en que sólo pobló el silencio el sonido suave de los albañiles alisando una pared en el piso de abajo; reanudó su maquillaje —Es lo primero que descubres cuando estás entre enfermos mentales: que todo es sexual. Pero no me malentiendas, no es que sólo sea así entre trastornados, sino que al convivir con ellos te das cuenta de que todo es así dondequiera, entre cualquier grupo de seres humanos. Muchos han criticado como exageradas las deducciones de Freud por haber metido el sexo hasta en la sopa; deberían darse una vuelta por un manicomio cualquiera para que cambiaran de opinión.
—¿Le llegó a pasar algo en el consultorio?
—Muchas veces, por fortuna sin que pasara a mayores. Niños que querían violarme como si fueran adultos. Niñas que se me pegaban a una pierna como perros en celo. Adolescentes amabilísimos a los que luego había que sujetar entre varios para que no me estrujaran los pechos mientras vociferaban las más escandalosas suciedades. El ser humano es un animal domesticado, reprimido. La educación es represión. La cultura es represión. Todo lo que hemos avanzado como especie, aquello que más nos distingue del resto de los animales, está inspirado en la represión de nuestros instintos. Quizá es mejor así porque de otro modo no tendríamos ni ciencias ni artes ni industrias ni nada. Vale. Pero no nos olvidemos de que en el fondo somos unos salvajes, de que basta una situación vagamente extraordinaria —una guerra, una borrachera, la muerte de alguien querido— para que ese valladar que es la psicología humana ceda.
—Qué miedo —dije impostando un temor que no sentía. Ella guardó el rímel, se trazaba ahora una raya sobre las cejas. Me volví hacia el pasillo al escuchar que se acercaban unos pasos lentos y vi entonces, recortado contra la puerta, bañado por la luz del mediodía, al albañil más joven, el macuarro, moreno lampiño, delgado, con las manos grises de lo que supongo era cemento o yeso, su mirada coincidió con la mía por unos segundos y entrecerró los ojos con una sonrisa salaz. Pasé saliva. Prosiguió hasta donde estaba la mamá de Patricia y sus voces se oyeron al lado. Luego de unos segundos pasaron ambos en dirección inversa y sus pasos se perdieron escalera abajo.  
—Por una parte sí, da miedo, pero yo no era fácilmente impresionable. Eso es lo que el psiquiatra y mi mamá aprendieron de mí: que tenía mucha más fortaleza de la que me supusieron. Esa experiencia me sirvió mucho para cuando finalmente me hice maestra en escuelas elementales, ni te imaginas, era como si ya estuviera acostumbrada a lidiar con cosas que muchos juzgan de escandalosas. Porque no te creas tú que los niños son seres angelicales e inocentes, qué va, todos los gérmenes de la monstruosidad humana están ya ahí desde muy temprano. Si educar es reprimir entonces un niño que acaba de entrar por primera vez a la escuela es todavía un salvaje con el potencial de morder, arañar, gritar, arrastrarse, escupir, orinar, defecar, agredir. Y si, como empieza a afirmar mucha gente haciéndose omisa de su propia experiencia, supones que el aspecto sexual está excluido en los niños en edades tan tempranas, el contacto con ellos te convence por las buenas o por las malas de que no es así. Ahora vuelvo, parece que los albañiles ya terminaron.
Patricia se puso de pie, se bajó la falda, se calzó unos zapatos de tacón bajo y se examinó por última vez en el espejo. Salió y sus pasos se fueron apagando. Un minuto después, luego de verme yo también en el espejo y examinar con vaga curiosidad todo lo que Patricia usaba para peinarse y maquillarse, me acerqué a la puerta de la habitación y, desde el pasillo iluminado, escuché los murmullos de conversaciones allá abajo. 
—No me gusta que hables así con el muchacho porque...
Era la voz de la mamá.
—Yo sé lo que hago, mamá, ya no soy una niña. Deja que...
Era la voz de Patricia.
Otra vez pasos acercándose. Me aparté del pasillo y me senté sobre la cama de Patricia fingiendo hojear una revista, no fueran a pensar que las espiaba. Se proyectó entonces una sombra sobre el papel: en el marco de la puerta estaba el joven albañil, otra vez sonriéndome con malicia. ¿Qué extraña conversación sin palabras se entabló entonces? ¿Por qué mi turbación parecía convertida en instrucciones que él podía leer sin dificultad alguna? ¿Accedía yo a su invitación o él a la mía? El chico avanzó hacia mí —mi boca entreabierta por la respiración agitada—, me tomó con la suya mi mano derecha —la revista cayendo al suelo con las hojas abatidas como en un suspiro— y me apretó contra el bulto de sus genitales sin dejar de sonreír, su boca ligeramente torcida en diagonal, mis ojos demasiado abiertos. Los pajarillos en las jaulas del pasillo armaron un gran escándalo y otra sombra pasó por el pasillo proyectándose sobre la revista caída: un gato negro. El chico se desabotonó el pantalón lo justo para que ahí mismo, mientras Patricia y su madre pagaban al maistro albañil discutiendo la conveniencia de resanar o no otras paredes afectadas, de hablarme o no de sexo y enfermos mentales, pudiera extender mi experiencia en materia de tocamientos impuros a otros cuerpos. Teoría y práctica, palabra y obra dándose la mano de forma tan cordial como inesperada, una mañana de sábado en la habitación de Patricia, cuando contaba yo catorce años y ya no tenía que rezar si no me apetecía, ni temer más el manicomio con que amenazaba mi madre, ni buscar culpables entre ella o mi padre para mis nacientes perversiones.
Luego de comer, cuando despidieron a los albañiles, yo acompañé a Patricia, su madre y ellos hasta la puerta.
—Tú me pareces conocido —le dijo Patricia al más joven que parecía tener los ojos hinchados como quien ha fumado más cannabis de la debida. El chico sólo sonrió como adormilado. Nunca pronunció palabra.
—No lo creo —intervino el mayor de los albañiles— Pasó casi toda su adolescencia en el sanatorio de San Juan de Dios, ¿sabe? Toma medicamento porque...
—¡El consultorio! —exclamó Patricia.
—¿Cómo dice?
La mamá de Patricia le dirigió a ésta una mirada severa.
—Nada, nada, sólo he recordado algo.
Patricia no me explicó nada a este respecto ni yo pregunté nada más. Una hora después, cerca del anochecer invernal, salí de su casa de vuelta a la mía atravesando, como siempre, el enorme parque lleno de prostitutas que me separaba de la parada de autobús. Pero algo había cambiado. En mitad del parque oscuro, donde los arbustos eran antes sólo sombras siniestras, mis ojos veían ahora animadas invitaciones irresistibles. Y ya nunca dejarían de verlas.