domingo, abril 15, 2012

Qué es lo que hace el vecino de atrás

La edad adulta es la última oportunidad para cumplir los planes que uno fraguó de niño.
-Xavier Velasco, Puedo explicarlo todo.

Desde mi ventana puedo ver la suya perfectamente. Creo que no es la de ninguna habitación porque no se ve ningún mueble, sólo un par de puertas: una que supongo es la del baño (le he visto salir en toalla, otras veces desnudo) y otra la de un cuarto que casi nunca usa. Debe haber otra habitación, por supuesto, detrás de la barda contigua a la ventana y que por alguna razón no cuenta con iluminación exterior, si acaso un domo que desde aquí no es visible y que imagino velado de vapores.
Lo vi por primera vez el día en que nos mudamos mi madre, mi hermana y yo, luego de tres días de vivir en el Hotel Galerías y un mes de vivir en aquella horrible casa de asistencia donde no había rincón ni hora posible de soledad. Esta casa es espaciosa porque prácticamente todas nuestras pertenencias se quedaron en Guadalajara junto con mi padre, que ignora nuestro paradero y del que hemos huido. La habitación la escogí yo y creo que hice bien porque apenas acomodé mis monedas en el quicio de la ventana (de mayor a menor denominación, cada torrecilla ordenada de la más reciente a la más antigua), lo vi pasearse de un lado a otro de la suya con la camisa entreabierta y unos calzoncillos morados como los que había visto hacía poco en una película cuyo nombre y trama he olvidado. Una imagen feliz, supongo, aunque mi turbación de entonces me dejó poco espacio para dudas.
Mi madre colocó al día siguiente unas cortinas color crema con perfiles verdes de árboles en cuyas ramas creí advertir una noche el rostro del vecino. Un rostro imaginario, desde luego, pues apenas había podido verle la cara: por la distancia, por la miopía, porque siempre que cruzaba de un lado a otro lo hacía con el rostro clavado en el piso. El inicio de mi adolescencia, el aumento de mi taciturnidad, la oportunidad de tener por primera vez una habitación separada de la de mi hermana, pero creo yo que sobre todo la falta de mis muchos juguetes -pequeños sólidos regulares de madera de tamaño y colores variados que apilaba para formar edificios por donde corrían después tráilers y camiones pesados y en cuyas esquinas de pronto se enfrentaban indios y vaqueros salidos de un fuerte cercano- contribuyeron a obsesionarme con ese rostro moreno de cabello engominado y labios carnosos que me invitaba a ponerme de pie y entreabrir las cortinas. Y espiar.
Recuerdo que luego de mi primer avistamiento pasaron días antes de volverlo a ver. Ya habían empezado las clases en la secundaria y yo encontraba particularmente desasosegante tener varios maestros en lugar de uno, sin contar con el extraño acento norteño de mis compañeros que se comían las eses al hablar como si fuesen cubanos o costeños. Las clases de dibujo técnico me llevaron al extremo de llorar por no ser capaz de trazar una sóla línea en tinta china sin que ésta corriera por el bisel de la escuadra o la regla T, manchando toda la lámina. Y fue así, lloroso y frente a una mesa improvisada como restirador, que levanté la vista, vi el rostro en las cortinas, las aparté furtivamente y volví a verlo.
Esta vez fumaba apoyado en la ventana, mirando hacia su derecha y dándome más bien su flanco izquierdo. Llevaba una camiseta blanca de tirantes que exhibía un brazo tatuado y en su oreja izquierda creí distinguir el brillo de un arete. 'Un cholo', pensé, 'un vago que probablemente se droga y tiene sexo todos los días'. Cerré la cortina con la sangre golpeándome al oído, pum, pum, pum, firme aviso de que mi cerebro establecía asociaciones que quizá ya no me abandonarían jamás y que periódicamente tendría que desahogar en poluciones nocturnas y prolongadas duchas en las que no faltaron los golpes de mi madre en la puerta: "¿Qué tanto haces? Ya tienes veinte minutos bañándote y tu hermana quiere usar el baño".
En algún momento -¿septiembre, octubre?- reparó en mí y levantó una mano para saludarme: cerré la cortina intempestivamente y luego estuve durante muchos minutos espiándolo con dificultad desde una orilla de la ventana. Él fue hacia el baño, tomó un espejo y regresó a rasurarse en la ventana. Lo vi cortarse las uñas de las manos, quitarse la camiseta y los calzoncillos despreocupadamente y meterse a bañar. Al salir, todavía desnudo, lo vi acercar una escalera metálica al centro de aquella no-habitación, abrirla en triángulo y trepar por uno de los lados junto con una especie de taladro. No pude ver qué seguía porque escuché los pasos de mi hermana venir hacia acá y me puse solemnemente de nuevo frente al restirador para seguir con los ejercicios de dibujo técnico: bisectar un ángulo con regla y compás, dividir un segmento en tres partes iguales, escribir en caracteres góticos. "No, no la estoy usando, llévatela", le dije refiriéndome a la minicomputadora que mi madre nos había comprado un par de semanas antes ante nuestra insistencia. Muchas veces tuve tentación de ver pornografía en ella, pero compartir su uso con mi madre y mi hermana me había disuadido de hacerlo.
Cuando lo vi suspendido, no espiaba, sólo me preparaba para dormir y un triángulo de luz que pasaba a través de las cortinas mal cerradas me llevó hasta la ventana para cerrarlo. Debió ser por enero porque tenía puesta la pijama que me regalaron en Navidad. No le vi el rostro, sólo vi que del techo colgaban una especie de medias en las que él se había metido, estirándolas al máximo y revolviéndose de un lado a otro como si caminara en el aire. La escalera se entreveía también por ahí y había una vela en alguna parte porque las sombras que arrojaba temblaban en las paredes. Toda la escena era de una voluptuosidad que no necesitaba palabras para que mi cerebro la convirtiera en descargas hormonales culposas y urgentes. Me metí a la cama sudando y tratando de concentrarme en los sonidos que venían del televisor que mi madre mantenía encendido hasta altas horas de la noche desde que escapamos de mi padre.
La habitación se llenó de pacas de periódicos allá por el mes de febrero y sus apariciones fueron ya muy esporádicas. Distinguí sus vans negros saliendo por la ventana mientras él permanecía recargado en un montón de periódicos viejos llevándose un bote a la cara. ¿Qué era eso? ¿Se drogaba con resistol o bebía un menjurje alucinógeno? Mis calificaciones estaban mejorando sostenidamente, mi madre consideraba ya la posibilidad de volver con mi padre y yo seguía obsesionado por cada detalle del vecino de atrás mientras negociaba con Dios la mejor manera de hacerme perdonar mis horribles pecados que, a buen seguro, me serían cobrados tarde o temprano. Espiar era el menos grave. Intercambiar saludos de vez en cuando con el impúdico extraño también era tolerable. Que mis sentidos se viesen exaltados por lo que veía o imaginaba estaba consignado en el mea culpa como pecado de pensamiento. Y luego venía la obra, por supuesto. La obra de abril.
La noche del centenario del hundimiento del Titanic vi un reportaje horrendo del evento (¿o era película?) y me acosté con terribles temores e ideas fantasmagóricas como las que me asaltaban de niño en el departamento de Guadalajara. En plena madrugada desperté sobresaltado por mis pesadillas y corrí instintivamente a la ventana. Ahí estaba él iluminado por una vela haciéndome señas, como si todo el tiempo hubiese esperado el momento justo en que me asomara. ¿Me estaba pidiendo que fuera? ¿Estaba loco? Me señaló un punto justo debajo de mi ventana, una cornisa por la que podría bajar con tranquilidad y, cruzando por una azotea, llegar hasta su ventana. Todavía con un pie fuera de la mía, volví a mirarlo para comprobar que eso era lo que me pedía. Asintió. Llegué hasta su ventana y me ayudó a entrar.
Tenía los ojos afiebrados, enrojecidos, el pelo impecablemente peinado hacia atrás, el arete brillante, los labios sonrientes de complicidad loca y malicia, su tradicional camiseta blanca de tirantes y un pantalón medio caído que dejaba ver los calzoncillos morados de la primera vez. "Esta madrugada me tengo que ir y no volveré. ¿Quieres aprender?", me dijo con voz rasposa. "Sí", dije sin parpadear, con el aliento contenido...
Pasan los días y nadie se ha percatado de mi cambio. Su ventana está vacía. Quizá en julio también nos vayamos nosotros.