viernes, mayo 27, 2016

El alba de Villaviciosa

Hacía mucho tiempo que no me inundaba una paz semejante a la que me asaltó aquella mañana de sábado, previa a la partida, en que haciendo acopio de fuerzas y alimentándome de la adrenalina que me producía la posibilidad de encontrarme a la policía en el camino, encendí el auto y conduje a través de las calles de Villaviciosa buscando la ancha avenida que lleva a Santa Teresa. Aunque los días ya eran calurosos como todo mayo en el valle, la madrugada fue ocupada paulatinamente por un aire helado que al amanecer, ebrios y desvelados, nos dejó los miembros agradablemente ateridos. Me hubiera querido morir ahí mismo, engañado, con el alba rasgando lo que hasta hace unos minutos era un cielo obscuro, amparado por el tenso silencio que a esta hora, en un instante sólo roto por nuestras cada vez más escasas voces, precede al reanudar del mundo. Que me rodearan las ilusiones más recientes a las que no ha dado tiempo de contaminar. Que me quedaran lejos, a buen resguardo, los seres amados que tradujeron su lealtad en un nudo de desdichas.
Detener el tiempo junto con el auto, ahí en esa calle donde hubo que mirar hacia ambos lados antes de entrar a la ancha avenida, con la luz cerúlea de esa hora indeterminada creciendo a nuestras espaldas y la noche alejándose frente a nosotros, vacilante, suspendida. Y luego de la calle, con el motor encendido y los faros apagados, detener la mirada en sus jóvenes cuerpos como quien se mira en un espejo fantástico, carne rendida rezumando olor a whisky, tabaco y sexo: C doblado sobre sí mismo y con la ventanilla abierta, el cinturón que hubo que cruzarle al pecho por si acaso; K detrás entre dos cuerpos que roncan con la boca abierta, como un niño que ha debido crecer a la fuerza. Se me llenan los ojos de lágrimas tiernas. Sonrío al asomarme repentinamente al vértigo del futuro contenido en las dimensiones del carro, con la boca del estómago poseída de un ligero temblor y las ganas inmensas de fundirme en ellos, súcubo impaciente y multiplicado que después de cada acto quiere vivir la vida del otro hasta habitar la humanidad entera. Y no morir ya nunca, como los que ya vivieron.
El viento helado comenzó a circular dentro del auto conforme conducía a través de la ancha avenida y otros amanceres se me aparecieron delante, superpuestos al alba de Villaviciosa, ya en un Caprice que se mueve por la salida a Álamos, ya en una RAM que baja desde la universidad por Avenida Patria, ya en un lento regresar a pie a la residencia Mousseron o a las colinas de Barrandov, siempre el mismo cuerpo hormigueando de emoción y el corazón aterido frotándose las manos frente al fuego, esa llama que sólo puede venir de los demás a reavivar la nuestra y que, de vez en vez, debe ser invocada para no morir. Por encima del motor, como un murmullo de fondo, cantan los gallos y alguna vaca muge la pesadez de los siglos, mientras el tren se escucha lejano partir rumbo al norte y el largo yermo entre Santa Teresa y Villaviciosa arbustos chaparros y sahuaros vencidos se ve salpicado de las sombras de mis muertos que, con los pies hundidos en las arenas a orillas del camino, estiran sus manos de dedos larguísimos, para alcanzarme.
No tengo, sin embargo, miedo alguno. Sé que terminarán por cerrarse nuestros ojos y luego no habrá más alba que la del instante infinito de la transición, las pupilas abiertas a tope ávidas de tragarse el último fulgor del mundo antes de irse. Pues aún así: helos aquí, a mi lado, a mis espaldas, como un conjuro capaz de desafiar al azar con nuestra coincidencia inexplicable y al tiempo con la juventud arrancada a fuerza de sueños a la entropía de las vísceras. Alelado, en paz, entro en una solitaria Santa Teresa como el ladrón que lleva un tesoro y empiezo a zigzaguear por su cuadrícula sin encontrar por el camino más signo de vida que los pájaros y algunos botes de cerveza en el pavimento. Llegamos al primer domicilio y me veo obligado a despertar: yo, que vengo conduciendo; C, que olvida su celular en el asiento y han de devolvérselo enseguida. El aire aquí es más cálido mientras me despido. Un abrazo. Otro abrazo. Otro domicilio y K que continúa un poco más lejos, fascinado como yo con lo trivial; suspendida, de momento, la soberbia.
'¿Y qué mañana?' Me tiendo sobre la cama y el ser amado me cubre y acaricia, mientras la duermevela repasa y fija cada detalle. '¿Y qué mañana?' No asistimos al alba todos los días aunque la sepamos ahí afuera. '¿Y qué mañana?' Partimos siempre, siempre, con la esperanza de volver. 
O detener el tiempo.

domingo, mayo 15, 2016

Día del Maestro

A mí me lo hizo en su tiempo, en dos episodios distintos: en el primero por fortuna se atravesó R para distraerlo y me dejó en paz; en el segundo me quedaba poco tiempo bajo su tutela y tuvo que arreglárselas cuando abandoné la ciudad, acosándome por correo en sesudas cartas que en no pocas ocasiones y pese a haber abierto unas cuantas que parecían bien escritas simplemente tiré sin leer. Así, curado de obsesiones, no era un profesor tan insoportable: seguía haciéndome las mismas bromas del pederasta que se ve obligado a domar sus instintos o sublimarlos, a disfrazarlos de amistad con alguna nalgada ocasional o un apretón de hombros que se prolonga. Yo aprovechaba su industria y dedicación, la palabra sin doblez de quien se sentía obligado a ser mejor para hacerse disculpar lo que, según él, era perfectamente natural. 
[...]
Nunca me miró como a esos otros de quien estuvo enamorado. U obsesionado, yo qué sé. Es obvio que el criterio era físico porque a pesar de lo mucho que convivimos y de la admiración sin cortapisas que le prodigué, jamás se le habría ocurrido cortejarme ni hacerme esas bromas que le permitían pasar a lo físico con una sutileza apenas tragable para los que las padecieron: saltar jovialmente sobre el otro para derribarlo y jugar luchitas en el suelo, tocar con ambas manos sus pechos mientras hacía un comentario mordaz que causara risa general, explicar de bulto cómo le gustaban a él las cosas usando a los otros como maniquís. No, nunca estuvo obsesionado con nadie que no le gustara aunque fuera mínimamente. Incluso R, que no era particularmente guapo y con quien llegó bastante lejos, tenía esos ojos de cachorro abandonado y, sobre todo, la predisposición psicológica adecuada para una folie à deux. Quizá yo hubiera deseado gustarle, aunque sólo fuera para verlo babear y hacer el ridículo.
[...]
Yo nunca fui tan estúpido como R o C. Jamás habría dado cuerda a una conversación que se centrara en mi físico. ¿Qué clase de mamarracho se pone a hablar de cuán guapo es o de lo bien que está su cuerpo? Ahora que veía al profesor en medio de aquella reunión, conduciendo con acotaciones mínimas las confesiones de C que, sea por juventud, narcisismo o candidez, no le ahorraba jugosos detalles con los que supongo más tarde se masturbaría, sentía una mezcla de vergüenza y admiración, pues si por un lado yo había usado los mismos recursos en no pocas ocasiones con tipas bobas a las que sólo deseaba llevar a la cama, por el otro censuraba que este hombre, viejo y con responsabilidades, usara los mismos trucos. Verlo en acción era repugnante. Ver a C dejarse envolver entre cervezas y sonrisas calculadas, vergonzoso. No me cabe duda de que le gusté, ya lo digo, pues me acosó en dos episodios distintos, pero como he sido el más brillante de sus estudiantes no le ha quedado más remedio que hablar de mi inteligencia en vez de mi boca o mi culo. Menos mal que no todo fue hablar de los pectorales de C o de los ojos de R. Menos mal que también hubo lugar, aquí y allá, para hablar de lo rápido que soy para programar o de la facilidad con que interpreto los algortimos.    
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No soy homosexual, pero sé actuar según mis conveniencias. Y si las circunstancias me pusieron alguna vez en la mira de este hombre, no era cosa de apartarlo con asco ni de acostarse con él. Es mejor montar en el burro y colgar la zanahoria en una caña delante de él para que avance. Ya lo ven: un montón de reuniones más o menos entrañables, hechas de alcohol, cigarros y conversación, abrazos aquí y allá, un estirar su paciencia hecha un amasijo de moral y frustraciones sexuales, y ya está: el tipo se veía obligado a hacer por uno esfuerzos tan onerosos que ningún adulto cabal habría aceptado jamás. Lo comprendía, por supuesto, pero no podía ofrecerle más amistad que mi trato afectado porque yo mismo llevo años cargando mis propios issues. Allá se encargue su pareja. Allá lo arregle él por su cuenta que, por fortuna, sobran jovencitos con malos padres. No hace falta que sean estudiantes.
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No somos un grupo normal, estoy de acuerdo. Cuando debiéramos estar en la discoteca más vulgar de la ciudad o en el único table dance de las afueras, henos aquí asistiendo a la patética conquista de C por parte del profesor. 'Otro más', me he dicho, 'que se cree único'. Otro más que se deja halagar. Que imperceptiblemente se somete a sus sevicias. Menos mal que todo es retórico. O casi. Soy el último que queda siempre tras las reuniones y recojo sus conclusiones mientras él fuma. Le acerco el cenicero. Le preparo un último whisky. Le escucho atentamente perorar sobre la importancia capital del sexo y sobre cómo habrá de manejar la última crisis obsesivo-compulsiva. Sobre el futuro. Sobre el pasado que no volverá. Mi vida pasa de lado y yo la observo. No soy tan guapo. Quizá tampoco demasiado inteligente. Ni homosexual.
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Es mi deber. Los griegos, fundadores de la civilización occidental y herederos de la antigüedad del Medio Oriente, lo entendían: había que ocuparse de la juventud y enseñarles no sólo física y matemáticas lo verdadero sino también lo bello y lo bueno, enseñarles a amar para que luego pudieran amar a su vez. Y ello debía tener lugar en lo físico y lo espiritual, en lo elevado de las artes y lo bajuno del vino o la vulva. Tu vasta curiosidad y la fortuna de tus circunstancias han permitido que llegues hasta aquí, pero por respeto a mi herencia no debo dejarme arredrar por ideas retrógradas y debo explotar la electricidad que flota entre nosotros, abrirte al abanico de tus posibilidades, mostrarte la variedad de la experiencia humana de muchos siglos. Estos son tiempos obscuros, C, no cabe duda: la turbulencia que separó las aguas de la Iglesia y el Estado, la que decapitó reyes y llevó obreros al poder, está cediendo sin remedio; las aguas vuelven a juntarse, pesadas y mansas, sobre una masa ignorante e inerme que vuelve a la superstición y al fanatismo con renovada devoción. Pero para frenar el avance de los bárbaros no hay más remedio que reafirmar una y otra vez, en lo público y en lo privado, en los actos y en las palabras, las libertades conquistadas por el otium: la libertad política y de pensamiento, la de tránsito y la de expresión, pero también la sexual, por supuesto, el irrenunciable derecho al placer de nuestros cuerpos. El acto sexual es la expresión más acabada del anarquismo revolucionario. Y es a nosotros, los mentores de la Antigüedad, los maestros del Renacimiento, los librepensadores de fines del segundo milenio, a quienes mayormente toca la responsabilidad de renovar la tradición y mantener viva la flama. Por la libertad, C, por el bien más preciado de la civilización, debemos yacer.
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domingo, mayo 01, 2016

Llamado del Frente Estudiantil al Profesorado en Desubicación

Estimados profesores:

Se han pasado de listos. Su misión, más vale que lo sepan desde ahora y recuerden en el ominoso futuro que todo parece indicar promete ser larguísimo, es someterse a nuestra doble moral, no sólo tan acorde a los tiempos que corren y aplaudida frenéticamente por los hombres de negocios que os tienen cogidos de los huevos, sino estimulada por nuestros maravillosos padres que guardan la convicción de que somos la hostia. La doble moral, señores, es la madre de todos los progresos según nos enseñan nuestras autoridades vuestros jefes y permite al ser humano desarrollarse en el sano esquema orwelliano de 1984: si algo te molesta, sustitúyelo por su contrario y ya está. Ese esquema, bien es verdad, fue pensado para consolidar el totalitarismo soviético que reescribía la historia a voluntad del Politburó, sin que a nadie se le hubiera ocurrido pensarlo compatible con las democracias occidentales o los variados capitalismos modernos. Pero miren por dónde ha resultado ser la regla desde que se detuvo el tiempo: no hay responsables, hay sólo puntos de vista; no hay contradicciones, hay sólo diversidad; no hay verdad, hay sólo sana convivencia de A y negación de A, tal vez simultáneas y oh casualidad siempre oportunas.
Es así que vuestro empeño en transmitir conocimientos o habilidades, afear conductas aun en la forma más sutil y constructiva posible, procurar preservar las misiones que tradicionalmente se atribuían a la universidad, debe tener por cota nuestra aprobación en tanto clientes de esa empresa suya llamada escuela: si una palabra nos produce sarpullido, debe ser retirada; si una confianza es excesiva, debe cortarse; si creen necesario para nuestra formación causarnos incomodidad exhibiendo el contraste entre nuestros hechos y palabras, deben ser castigados, no sólo por traumatizar nuestras almas sensibles, sino porque una propuesta tan radical en materia educativa traería como consecuencia de ser exitosa, por supuesto la imposibilidad en el futuro para escabullirse en el momento en que las responsabilidades nos llamen a cuentas, coartando así nuestras oportunidades de supervivencia en una sociedad cambiante que exige de los más aptos como queda probado en infinidad de ejemplos la más cínica capacidad para moverse en la ambigüedad, inclinándose ya por A, ya por negación de A, según convenga.
Estamos conscientes de que la mayoría de vosotros ya está convencido de nuestras posturas y obra en concordancia con ellas, aunque por razones históricas aún se permitan comentarios acerca de nosotros que pretenden pasar por agudos: sepan que los comprendemos y aún apoyamos porque las fachadas y poses son indispensables para la buena lubricación de la doble moral pública, siempre y cuándo mantengan estas actividades en su sitio: en las charlas de café con los colegas, en susurros rápidos por los pasillos, en guiños hacia estudiantes desubicados que creen que son ustedes maestros a la vieja usanza. Todo eso vale, pues la mayoría de ustedes son complacientes y timoratos, no sólo porque hayan corregido posibles inclinaciones antiguas, sino porque ya crecieron en el mismo ambiente que nosotros y son tan faltos de iniciativa, tan intercambiables entre sí por su nula personalidad, y tan mediocres e indistinguibles en sus actividades, que no podemos menos que felicitaros. 
El problema está, desde luego, en que hay individuos quisiéramos creer que aislados que persisten en el error. No les bastan las presiones de sus jefes unos, asnos cabales; otros, hombres de negocios sin escrúpulos que tratan de enderezarlos demostrándoles los beneficios económicos y políticos de dedicarse a la administración de sus cátedras en vez de a su ejercicio, abandonando las aulas a la simulación que mejor acomode a nuestro gusto. Se trata de necios que se resisten a corregir el rumbo hacia la modernidad que estamos exigiendo y que aún creen que las aulas universitarias son recintos para el ejercicio del pensamiento crítico y racional (con la infelicidad inherente a quienes se sujetan a semejante credo); que no son negocios (¿lo dirán por ingenuidad o con la intención de que la realidad se corresponda algún día con sus ideas?); que no deben estar a merced del capital ni de la religión (¿ignoran que las universidades más apreciadas por los empresarios son las privadas y religiosas?). Son unos estúpidos a los que la vanidad intelectual impide descender al nivel humano, demasiado humano, de los tiempos que corren. Si alguna vez consiguen la humildad necesaria y de no hacerlo ya pueden irse despidiendo de sus respectivos trabajos sabrán apreciar las cualidades de nuestra juventud y extrapolarlas a sus vidas adultas donde, insistimos, son de gran utilidad: la inconsistencia manifestada en la capacidad de abandonar aquello en lo que no podemos mantener la atención al tiempo en que nos declaramos profundamente interesados en ello, la habilidad para encontrar culpables en terceros que no sean nuestro núcleo de amigos y familiares, el daltonismo moral que percibe faltas perfectamente nítidas en los otros y ninguna en las acciones propias, la propiedad exclusiva de los tiempos y formas correctos para ser amistoso, bromista, creativo, innovador, emprendedor, atrevido, rebelde y visionario.
Tenemos noticia de que en tiempos no muy lejanos los jóvenes combatieron a los padres en aras de la libertad. Que deseaban una vida pública transparente y de una sola cara. Que combatieron la formalidad acartonada y falaz de las instituciones, la doble moral de entonces. Esos jóvenes estaban equivocados porque para hacer lo que uno quiere no hace falta libertad, sino un ambiente lo suficientemente ignorante para que cuele la más retrógrada de todas las ideas, a saber: la que convence a los adultos de la necesidad de prolongar indefinidamente la infancia de sus niñatos. Si acaso llegara a faltarles semejante convicción, aquí estamos nosotros para recordárselas: seremos los primeros en escandalizarnos de que una profesora haya sido descubierta bailando en público fuera de su trabajo y exigiremos su despido; seremos los que llenen una carta exigiendo la renuncia del profesor que se atrevió a ofendernos llamándonos holgazanes sólo porque nuestra conducta se correspondía con la definición del diccionario; seremos quienes publiquemos en Facebook sarcasmos agudos e ironías de autores anónimos, sin sentirnos obligados a ampliar sobre el tema ni a conceder a otros el derecho a hacer lo mismo cuando nosotros seamos el objeto de la burla. La juventud como baluarte de la gazmoñería; los padres detrás apoyándonos incondicionalmente; los hombres de negocios, el gobierno y las iglesias, en la retaguardia de todo proporcionando el escenario de nuestra explotación... 
Contra el profesorado en desubicación,

El Frente Estudiantil