domingo, mayo 15, 2016

Día del Maestro

A mí me lo hizo en su tiempo, en dos episodios distintos: en el primero por fortuna se atravesó R para distraerlo y me dejó en paz; en el segundo me quedaba poco tiempo bajo su tutela y tuvo que arreglárselas cuando abandoné la ciudad, acosándome por correo en sesudas cartas que en no pocas ocasiones y pese a haber abierto unas cuantas que parecían bien escritas simplemente tiré sin leer. Así, curado de obsesiones, no era un profesor tan insoportable: seguía haciéndome las mismas bromas del pederasta que se ve obligado a domar sus instintos o sublimarlos, a disfrazarlos de amistad con alguna nalgada ocasional o un apretón de hombros que se prolonga. Yo aprovechaba su industria y dedicación, la palabra sin doblez de quien se sentía obligado a ser mejor para hacerse disculpar lo que, según él, era perfectamente natural. 
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Nunca me miró como a esos otros de quien estuvo enamorado. U obsesionado, yo qué sé. Es obvio que el criterio era físico porque a pesar de lo mucho que convivimos y de la admiración sin cortapisas que le prodigué, jamás se le habría ocurrido cortejarme ni hacerme esas bromas que le permitían pasar a lo físico con una sutileza apenas tragable para los que las padecieron: saltar jovialmente sobre el otro para derribarlo y jugar luchitas en el suelo, tocar con ambas manos sus pechos mientras hacía un comentario mordaz que causara risa general, explicar de bulto cómo le gustaban a él las cosas usando a los otros como maniquís. No, nunca estuvo obsesionado con nadie que no le gustara aunque fuera mínimamente. Incluso R, que no era particularmente guapo y con quien llegó bastante lejos, tenía esos ojos de cachorro abandonado y, sobre todo, la predisposición psicológica adecuada para una folie à deux. Quizá yo hubiera deseado gustarle, aunque sólo fuera para verlo babear y hacer el ridículo.
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Yo nunca fui tan estúpido como R o C. Jamás habría dado cuerda a una conversación que se centrara en mi físico. ¿Qué clase de mamarracho se pone a hablar de cuán guapo es o de lo bien que está su cuerpo? Ahora que veía al profesor en medio de aquella reunión, conduciendo con acotaciones mínimas las confesiones de C que, sea por juventud, narcisismo o candidez, no le ahorraba jugosos detalles con los que supongo más tarde se masturbaría, sentía una mezcla de vergüenza y admiración, pues si por un lado yo había usado los mismos recursos en no pocas ocasiones con tipas bobas a las que sólo deseaba llevar a la cama, por el otro censuraba que este hombre, viejo y con responsabilidades, usara los mismos trucos. Verlo en acción era repugnante. Ver a C dejarse envolver entre cervezas y sonrisas calculadas, vergonzoso. No me cabe duda de que le gusté, ya lo digo, pues me acosó en dos episodios distintos, pero como he sido el más brillante de sus estudiantes no le ha quedado más remedio que hablar de mi inteligencia en vez de mi boca o mi culo. Menos mal que no todo fue hablar de los pectorales de C o de los ojos de R. Menos mal que también hubo lugar, aquí y allá, para hablar de lo rápido que soy para programar o de la facilidad con que interpreto los algortimos.    
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No soy homosexual, pero sé actuar según mis conveniencias. Y si las circunstancias me pusieron alguna vez en la mira de este hombre, no era cosa de apartarlo con asco ni de acostarse con él. Es mejor montar en el burro y colgar la zanahoria en una caña delante de él para que avance. Ya lo ven: un montón de reuniones más o menos entrañables, hechas de alcohol, cigarros y conversación, abrazos aquí y allá, un estirar su paciencia hecha un amasijo de moral y frustraciones sexuales, y ya está: el tipo se veía obligado a hacer por uno esfuerzos tan onerosos que ningún adulto cabal habría aceptado jamás. Lo comprendía, por supuesto, pero no podía ofrecerle más amistad que mi trato afectado porque yo mismo llevo años cargando mis propios issues. Allá se encargue su pareja. Allá lo arregle él por su cuenta que, por fortuna, sobran jovencitos con malos padres. No hace falta que sean estudiantes.
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No somos un grupo normal, estoy de acuerdo. Cuando debiéramos estar en la discoteca más vulgar de la ciudad o en el único table dance de las afueras, henos aquí asistiendo a la patética conquista de C por parte del profesor. 'Otro más', me he dicho, 'que se cree único'. Otro más que se deja halagar. Que imperceptiblemente se somete a sus sevicias. Menos mal que todo es retórico. O casi. Soy el último que queda siempre tras las reuniones y recojo sus conclusiones mientras él fuma. Le acerco el cenicero. Le preparo un último whisky. Le escucho atentamente perorar sobre la importancia capital del sexo y sobre cómo habrá de manejar la última crisis obsesivo-compulsiva. Sobre el futuro. Sobre el pasado que no volverá. Mi vida pasa de lado y yo la observo. No soy tan guapo. Quizá tampoco demasiado inteligente. Ni homosexual.
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Es mi deber. Los griegos, fundadores de la civilización occidental y herederos de la antigüedad del Medio Oriente, lo entendían: había que ocuparse de la juventud y enseñarles no sólo física y matemáticas lo verdadero sino también lo bello y lo bueno, enseñarles a amar para que luego pudieran amar a su vez. Y ello debía tener lugar en lo físico y lo espiritual, en lo elevado de las artes y lo bajuno del vino o la vulva. Tu vasta curiosidad y la fortuna de tus circunstancias han permitido que llegues hasta aquí, pero por respeto a mi herencia no debo dejarme arredrar por ideas retrógradas y debo explotar la electricidad que flota entre nosotros, abrirte al abanico de tus posibilidades, mostrarte la variedad de la experiencia humana de muchos siglos. Estos son tiempos obscuros, C, no cabe duda: la turbulencia que separó las aguas de la Iglesia y el Estado, la que decapitó reyes y llevó obreros al poder, está cediendo sin remedio; las aguas vuelven a juntarse, pesadas y mansas, sobre una masa ignorante e inerme que vuelve a la superstición y al fanatismo con renovada devoción. Pero para frenar el avance de los bárbaros no hay más remedio que reafirmar una y otra vez, en lo público y en lo privado, en los actos y en las palabras, las libertades conquistadas por el otium: la libertad política y de pensamiento, la de tránsito y la de expresión, pero también la sexual, por supuesto, el irrenunciable derecho al placer de nuestros cuerpos. El acto sexual es la expresión más acabada del anarquismo revolucionario. Y es a nosotros, los mentores de la Antigüedad, los maestros del Renacimiento, los librepensadores de fines del segundo milenio, a quienes mayormente toca la responsabilidad de renovar la tradición y mantener viva la flama. Por la libertad, C, por el bien más preciado de la civilización, debemos yacer.
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