domingo, junio 19, 2011

El hombre

La conexión de vuelos me hubiera retrasado, de modo que preferí conducir hasta Gilroy cruzando los desiertos de la frontera hasta las colinas californianas, horas y horas de paisajes más o menos constantes bajo cielos abiertos, resplandecientes aun de noche, cuyo silencio completé de vez en cuando encendiendo una radio que balbucía estática. Llegué al alba, en medio de una obscuridad cerúlea que insinuaba el día. Hacía muy poco frío.
Bajé la velocidad al entrar en su calle, buscando el domicilio maquinalmente. La puerta de la casa estaba abierta y entre los carros estacionados se distinguía ya la carroza fúnebre: un vehículo alargado, de formas abombadas, con cortinillas blancas en los cristales traseros. Era la primera vez que yo estaba ahí, luego de más de dos décadas de no haberlo visto ni escuchado; tampoco ahora podría hablar con él porque el hombre estaba muerto, atendido por un par de ágiles empleados de la compañía funeraria que lo vestían de smoking y le introducían sendos algodones en nariz y oídos, que le lavaban el cabello con jarra y jofaina y le calzaban bostonianos. No aclararíamos nada. No nos causaríamos disgusto ni contento. No devolvería la suya a mi mirada ni sabría tampoco que yo estaba aquí, frente a él, en actitud más de notario que de familiar. No se enteraría de nada más porque estaba muerto.
En la puerta me recibió Isabel, su mujer, con los ojos hinchados y un abrazo que correspondí con dificultad. Agradecí que no me dijera nada y se limitara a señalarme la escalera. La casa estaba invadida de desconocidos que bebían café y conversaban calladamente, algunos de los cuales me siguieron con los ojos mientras susurraban palabras a sus vecinos. Subí lentamente y encontré a mi medio hermano recargado en el barandal, con los brazos tatuados y cruzados uno encima del otro; mi media hermana a sus pies, sentada en el suelo, sollozando. Me extendió la mano en un saludo que no supe completar, me habló en un inglés callejero, pero cordial, y le pregunté enseguida por el baño: ella levantó la cabeza fugazmente y la volvió a clavar entre las piernas; él me indicó la puerta con los dedos índice y corazón unidos, perentorios.
Me lavé la cara en el lavabo y el agua fría pareció sacarme del ensimismamiento. Me miré al espejo y me pasé la mano por las canas de la sien. Recordé aquella vez hace muchos años en que el hombre me sorprendió en el baño de madrugada, recién llegado de los Estados Unidos, cómo me lancé a sus brazos y me levantó del suelo con los suyos enérgicos, cómo me habló de los juguetes que traía y de la navidad que pasaría con nosotros esta vez. Ahora era yo quien llegaba a su casa desconocida y no podía esperar que apareciera a mis espaldas para levantarme del suelo y decirme "Cuando yo no esté tú serás el hombre de la casa; cuidarás de tu madre y tu hermana", ya no podría entrar en mi cama con su aliento alcohólico para decirme lo mucho que me quería ni escucharía con hartazgo mis palabras calcadas de las de mi madre pidiéndole que volviera a casa y abandonara su compulsiva poligamia. Sus navidades agotadas, sus brazos descomponiéndose, el hombre estaba muerto en la habitación contigua.
No había envejecido tanto, la frente un poco más arrugada, el cabello blanco tan bien arreglado como el bigote, su aire distinguido mientras el último empleado funerario le maquillaba la cara con una borla grisácea. La habitación estaba ordenada aunque invadida de cosméticos y perfumes, de figurillas femeninas y muebles de segunda mano que pretendían hacerlos pasar por acomodados en su concepción provinciana del mundo. Retratos de mis medios hermanos en Disneylandia, de Isabel montando a caballo, otro de mi desaparecida hermana cuando aun no abandonaba a su familia, otro más de mi padre con un fusil. Un crucifijo, una virgen de Guadalupe. Una botella de whiskey junto al buró, sobre el suelo. Medicinas para la jaqueca. Una Biblia pequeña.
Entró el otro empleado de la compañía funeraria y desplegó una camilla al lado de la cama. Con ayuda del primero, levantaron el cuerpo y lo colocaron en ella. De la cama desocupada subió un olor a quemado que me hizo restregarme la nariz y salir enseguida detrás de los hombres que maniobraban para llevar la camilla escaleras abajo. Les seguí hasta llegar a la calle e igual hicieron el resto de los visitantes y familiares que se hallaban en la casa. Mi media hermana se abrazó al cuerpo dejándole una flor entre sus manos, mi medio hermano la consoló. Isabel se limitaba a dar instrucciones a los empleados funerarios limpiándose de vez en cuando la orilla de los ojos húmedos. Todos empezaron a subir a los autos para seguir el cortejo hasta el panteón: Isabel había decidido enterrarlo ahí porque el costo de repatriar el cuerpo era excesivo.
Hacia las tres de la tarde fui a comer al restaurante italiano de la Main Street. Mi medio hermano me acompañaba, tranquilo y silencioso, con aire de estar resentido con el mundo. "No volverá", le dije cuando a los postres reparé en su presencia como si todo ese tiempo hubiera estado acompañado de una sombra. Sonrió relajado y confirmó: "No, no volverá". A la salida de Gilroy el hijo del hombre que mi padre asesinara hace treinta años me esperaba para volver a México. Subió al auto, nos saludamos, y encendiendo un par de cigarrillos con la radio a bajo volumen salimos al freeway rumbo al sur.