domingo, junio 15, 2014

Imposibilidades

Casi todos lo logramos, pero él no pudo. Debió padecer de una lamentable disposición de ánimo que su circunstancia profesoral no habrá hecho más que empeorar, porque aunque tenía aquella pareja fija a la que acudía cada vez que tenía que lamerse las heridas y recuperar la cordura, no tardaba en volver a experimentar esa ilusión que sólo vemos desplegada en las películas y que conduce a seres presuntamente iluminados a liderar revoluciones y convencer escépticos, demostrando que abstracciones como fe, amor o amistad son capaces de mover montañas y llevar el espíritu humano a nuevas cumbres, tan arbitrarias éstas como su distorsionada convicción —quizás un problema bioquímico reforzado por malentendidos psicológicos— acerca de la belleza intrínseca de las almas jóvenes cuyas discutibles virtudes magnificaba al tiempo en que hacía caso omiso de sus mezquindades. ‘Están aprendiendo a amar’, se decía cada vez que alguno —y fuimos muchos los que desfilamos por sus aprensiones— le demostraba ingratitud o apocamiento, aversión o reserva, porque intentaba poseernos, ya no digo físicamente —era muy consciente de sus inclinaciones e intentaba sublimarlas de todas las maneras posibles— sino a través del minucioso conocimiento de nuestras ridículas vidas, creyendo ver motivos y señales donde sólo había accidente y coyuntura, inconsistentes como fuimos en aquella época y aun seguimos siéndolo en mayor o menor medida en nuestra vida adulta, nunca tan buenos como él mismo para darnos demasiada importancia, para pensar en nuestras vidas y cronología como quien recorre una obra maestra, ¿cómo hubiésemos podido convencerlo de que no había nada de lo que él ya había decidido que había? ¿cómo además desde nuestras muchas veces verdaderas impenetrabilidad y tozudez, tacañería sentimental y ordinariez sin intención ni trasfondo? No diré que fuimos inmunes a su influencia y locura, no diré que no tomamos de ella los beneficios inmediatos que nos producía fingiendo o hasta convenciéndonos auténticamente en alguna ocasión aislada de debilidad y gazmoñería, pero nos recuperamos, ya lo creo que sí, con el debido tiempo y experiencia hemos podido mirar hacia atrás y hasta sugerir dos o tres causas para su mal incurable, no así remedios, me temo, porque quien tiene un hueco tan grande desde la infancia no puede aspirar a llenarlo en la adultez, por mucho que los mecanismos cerebrales quieran adelantarse a las emociones, es imposible, y lo suyo escapaba al orden racional a pesar de su capacidad para explicarlo y aun preferirlo como el retorcido combustible de su vida, así condenada a distinguirse en todo de la paz que le hubiese procurado una adultez como la nuestra hecha de matrimonios más o menos burgueses e hijos tranquilizadoramente estúpidos, funcional por cuanto el resto de la humanidad nos produce indiferencia y bostezos y no deseamos ocuparnos de ella, menos aun enamorarnos de terceros a los que idealizar para luego alimentarnos del desgarramiento de su partida, el amargo descubrimiento de su libertad y finitud.
Casi todos lo logramos, pero él no pudo, ahora ya podemos decirlo con certeza porque se le acabó el tiempo y él mismo sabría entender que al paso del mismo todo se diluye y rebaja, no aguanta, se va borrando hasta que se extingue; lo recuerdo lamentando una buena mañana no sentir ya nada por alguien que hasta la víspera le había obsesionado y había querido como a alguien excepcional, yo mismo por ejemplo, por quien tanto hizo sin que se le pidiera, sin que yo hubiese siquiera respondido a su solicitud ya no digo con el mismo apremio y devoción, sino con un mínimo de comunicación que le hubiese asegurado que le reconocía y estimaba, pero no, no pude hacerlo porque no sentía nada, porque aunque fuese mortal —y entonces en el fondo lo ignoraba— no todo había de servirme para paliarlo, no cualquier amor, no desde luego el suyo.
‘Qué inconstancia la mía’, se censuraba en esas treguas sentimentales cargadas de lucidez. Acariciándole el cabello, aquella pareja fija le tranquilizaba con resignada paciencia: ‘Toda la vida’.